A continuación te ofreceremos la segunda versión de un breve fragmento de La
fuerza de las cosas, en el que Simone
de Beauvoir nos brinda su visión de la
ciudad de Roma. La primera versión es una transcripción fidedigna del
texto redactado por la autora en 1963, con traducción de Ezequiel de
Olaso. Esta segunda versión, reproduce la anterior con una incorporación
propia de la lectura digital: se le incluyen hipervínculos que conducen
a las imágenes aludidas.
Si te interesa realizar el ejercicio de probar ambas versiones,
nos gustaría conocer tus impresiones sobre la experiencia que te
aportó cada una. Te invitamos a ayudarnos a hacer un inventario de las di-versiones,
las con-versiones, las a-versiones, que pueden generar dos
versiones de un mismo texto.
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Versión
2:
"Roma
brinda una ocasión aún menos frecuente: se disfruta a la vez el bullicio
de hoy y la paz de los siglos. Hay muchas maneras de morir: hacerse polvo,
como Bizancio
[2],
momificarse, como Venecia; o bien a la vez lo uno y lo otro: piezas de
museo entre cenizas. Roma dura, su pasado vive: vive gente en el teatro de
Marcelo, la plaza Navona es un estadio, el Foro, un jardín. Entre tumbas
y pinos, la Via Apia sigue llevando a Pompeya; por eso no se termina nunca
de descubrir a Roma: desde el fondo de los siglos aparece algo nuevo, en
la frescura de cada instante, algo aparece delicioso. Clásica y barroca,
tranquilamente extravagante, Roma une la ternura al rigor: ninguna
afectación, ninguna languidez, pero tampoco nunca sequedad ni dureza. Y
¡qué gracia! Las plazas son irregulares; las casas son asimétricas. Un
campanario románico está al lado de una torrecilla en forma de torta de
bodas, y de estos caprichos nace una armonía; suavemente abovedadas,
delicadamente más amplias, las explanadas más monumentales escapan a la
solemnidad; las líneas de los edificios –una cornisa aquí, la arista
de un muro allí- se encorvan y se arremolinan rompiendo la inmovilidad,
pero sin
estropear el equilibrio. A veces se impone la severa simetría de
un dibujo, pero la austeridad de éste se encuentra suavizada por la
plenitud de las líneas, por los ocres, los rojizos quemados y patinados
que los cubren. La luz hace vibrar la palidez monástica de la tosca.
Crecen hierbas entre los dedos de un pie de mármol. Roma. Se confunden
verdad y artificio. Una estampa del siglo dieciocho blanca y chata retiene
la mirada, se anima y es una iglesia, una escalera, un obelisco; por todos
lados veo decorados de teatro que engañan maravillosamente mis ojos; pro
sin embargo no, no mienten las balaustradas y las rocallas, las terrazas y
las columnas son
verdaderas. Una noche, a través de complicadas perspectivas vimos,
como en el interior de una lapicera de fantasía, un simulacro de calle en
donde caminaban minúsculos simulacros de hombres: y no era más que una
calle muy cerca de nosotros; Roma. En cada esquina, en cada bocacalle, a
cada paso, un detalle me solicita: ¿cuál elegir? Entre el
follaje, al fondo de un patio un reloj sombrío con doble péndola
horizontal, aguda, amenazadora, como un cuento de Poe;
cerca del Corso, el barrilito de piedra adonde vienen a beber los
enamorados; los patéticos delfines apretados contra los tritones cuyas
mejillas se hinchan con agua, en la plaza del Panteón;
y todas esas casitas, con su patio y su jardín, construidas sobre
el techo de las grandes. Roma; sus caracolas, sus volutas, sus cuencas,
sus pilas: por la noche, la luz transforma el agua de las fuentes en
penachos de diamantes, mientras que la piedra chapotea, líquida, bajo el
chorro de reflejos jaspeados. En el aterciopelado cielo nocturno, los
techos color de sol moribundo dibujan arriates de estrellas; en el
Capitolio se respira un perfume de pinos y cipreses que me dan ganas de
ser inmortal. Roma: un lugar donde es necesario llamar belleza a la cosa más
cotidiana.”
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