JORGE MESTRE / IVAN BERCEDO - 13/10/2004
La historia de la arquitectura ha otorgado
habitualmente a la arquitectura posmoderna una posición concreta
en cuanto a sus protagonistas (Jencks, Graves, Stern, Krier,
etc.), al momento en el cual se desarrolla, los años ochenta, y a
los principios formales que la constituyen: un extremo
eclecticismo, la utilización de formas propias de los estilos
históricos y clásicos de la arquitectura, haciendo de ellas un
uso desmesurado, deformado, relamido, coloreado, fuera de escala,
en un ejercicio de retórica pretenciosa y hueca que daba como
resultado edificios delirantes con aspecto de cartón piedra.
Simplificando, aquellos teóricos se contentaron con decir que la
arquitectura, antes que nada, era lenguaje, y precisamente el
lenguaje de unas formas reconocibles: columna clásica, capitel
corintio, balaustrada, frontón, etc. Podía, además, componerse
a capricho de palabras de diferentes momentos de la historia.
Formaba, por tanto, un discurso ahistórico en esencia que
solapaba aquellos elementos en una especie de collage tendencioso,
dulzón y feo, que pretendía exorcizar, desde una estética
neo-burguesa, los principios de una modernidad vinculada a la
máquina, al mundo obrero, a las necesidades colectivas de
habitación, a la objetividad constructiva y al espíritu de
vanguardia.
De aquella autodenominada arquitectura posmoderna, de
inspiración basicamente americana, no queda nada memorable.
Fue una caricatura, a escala de edificio, de un espíritu
crítico, el de la posmodernidad, que sí era efectivo en otros
ámbitos de la cultura y la producción artística. Curiosamente,
la insistencia de aquella arquitectura por autoafirmarse, sin
fisuras, como posmoderna apartó del debate otras prácticas más
líricas, irónicas, críticas o lúdicas, cuyo interés es mucho
mayor. Así, lo posmoderno en arquitectura fue claramente una
moda y, en este sentido, difiere claramente del posmodernismo de
otras disciplinas literarias y artísticas, lo que ha llevado a
menudo al equívoco.
La moda posmoderna, en cierta forma, fue experimentada por los
arquitectos como un virus pasajero, de cuyos efectos, pese a su
eventual gravedad, uno acaba olvidándose cuando el cuerpo se
recupera. Sin embargo, no está claro que los síntomas remitieran
completamente. Si bien es verdad que el posmodernismo desapareció
del debate arquitectónico rápidamente al inicio de la década de
los noventa, no es menos cierto que su extraordinaria aceptación
entre varios estamentos sociales ha permitido que perviva
cómodamente al margen de la crítica y el mundo académico. Muchas
corporaciones internacionales creyeron ver en este estilo la
posibilidad de traducir en edificio una imagen de solidez y
solvencia empresarial. Se produjo, así, un proceso de adopción
de aquella retórica arquitectónica por parte del poder
económico como un mecanismo significativo de autorepresentación
corporativa. Los consejos de dirección percibieron que ese estilo
ostentoso podía construir parques de negocios, sedes
empresariales y escuelas privadas. Basta con pasearse por los
suburbios ricos de muchas ciudades para asistir a un catálogo de
referencias pseudo-clásicas que se reflejan sobre las fachadas de
vidrio de las oficinas o se esconden entre las palmeras de los
aparcamientos.
Paralelamente, esta búsqueda de la legitimación a partir de
la fachada en su sentido estricto coincide con una banalización
del lugar. Artificialmente ubicadas en una falsa historia, la
mayor parte de estas arquitecturas despliegan un desconcertante
desprecio hacia el contexto real en el que se sitúan. Así,
no sólo ejecuta con el mismo instrumental estilístico la
construcción de un complejo hotelero, un centro comercial, un
aeropuerto o la sede de una empresa de telecomunicaciones, sino
que cualquiera de estos edificios puede situarse
indistintamente en Los Ángeles, Kuala Lumpur, Mexico D.F. o
Madrid, sin que este detalle tenga excesiva trascendencia. Resulta
fácilmente comprensible, pues, la razón del éxito del
posmodernismo entre las grandes corporaciones trasnacionales y las
cadenas de restauración. Ha explicado Jean Baudrillard
que, lamentablemente, no se distingue ya entre el Museo Paul Getty
de Malibú, una recreación posmoderna de una villa pompeyana, y
una casa romana auténtica, a pesar del cambio de continente e
incluidos los cuadros de Rembrandt y Fra Angelico que cuelgan de
sus paredes. “Disney realiza de facto esa utopía intemporal
al producir todos los sucesos, pasados o futuros, en pantallas
simultáneas, mezclando inexorablemente todas la secuencias –tal
como las hallaría, o las hallará, una civilización que no es la
nuestra–. Pero ya es la nuestra”, afirma Baudrillard.
Efectivamente, el paradigma final de la arquitectura posmoderna
es el parque temático y su ciudad ideal, Las Vegas. No es
extraño que gran parte de los arquitectos pertenecientes a aquel
grupo sean autores de proyectos urbanos para Disney, como las
idílicas y desproblematizadas ciudades de Seaside y Celebration
en Florida –que inspiraron la película El show de Truman de
Peter Weir–, o de centros comerciales como Diagonal Mar en
Barcelona.
La adopción del estilo posmoderno resulta más difícil de
entender cuando se ha producido en nuestra geografía y en el
ámbito público. Tal vez sea el momento de preguntarse por qué
una institución cultural de este país como el Teatre Nacional de
Catalunya optó tan claramente por una arquitectura que no deja de
ser una simple exaltación de lo falso. Curiosamente, la
inevitable lentitud con que se desarrollan los grandes proyectos,
unida a la caducidad de aquella moda, nos dejó, en mitad de los
años noventa, la paradoja de un edificio perfectamente posmoderno
cuando todo rastro de aquel estilo había desaparecido
completamente de la cultura arquitectónica.
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/
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