Estos
conflictos son los mismos que se producen en las relaciones
padres-hijos biológicos, pero se diferencian en la manera de
enfrentarlos, por las ansiedades y angustias que impiden a los
padres adoptivos hacer valer sus derechos ante el hijo
adoptivo. La novela familiar del neurótico, donde Freud lo
ilustra de una manera muy clara, se pone de manifiesto la rebelión
que el hijo experimenta frente a los padres biológicos y los
despoja de todo derecho, otorgándoles la supremacía a los padres
de sus fantasías. Aquí es donde se pone de manifiesto, donde se
denuncia la culpa que los adoptantes experimentan al creer que el
hijo adoptivo es un “hijo robado a otros”, que no tienen
derecho porque otros lo han concebido. También se pueden observar
situaciones opuestas en las que el hijo adoptivo, consciente de
que ha sido adoptado, se niega a rebelarse y se somete pasivamente
a los mandatos de los padres adoptivos, como retribución, como
agradecimiento por haberlo criado y educado, por haber sido
salvado del abandono. Cuando nos referimos a las prohibiciones
y frustraciones, lo hacemos en el sentido de la protección y de
la adaptación del niño a las normas y pautas culturales, en el
mismo sentido que se entiende para las relaciones padres-hijos
biológicos.
Cuando
los padres están seguros y han asumido de una manera muy clara el
rol que les corresponde frente al hijo adoptivo, no temen a la
rebelión ni a los reproches; el desafío del hijo es algo que no
resulta peligroso y es tenido en cuenta como otra más de las
vicisitudes por las que atraviesa la misma relación, en vías de
consolidarse en un vínculo firme y estable.
Lo
que sí podríamos considerar peligroso es que el hijo, al dirigir
sus ataques y reproches, se encuentre con figuras frágiles, fácilmente
gobernables que se las puede atemorizar con pronunciar simplemente
una frase, una expresión, que es temida porque constituye el núcleo
de un conflicto que nunca se resuelve, el punto débil de los
padres. La seguridad de los padres adoptivos es lo que tranquiliza
al hijo, al tomar éste conciencia de que los padres pisan sobre
terreno firme, y que no son fácilmente destruibles, por el simple
hecho de dirigir un ataque contra ellos. Lo que es más angustioso
para el hijo adoptivo es sentir la posibilidad de desarmarlos
pronunciando unas simples palabras, que no son tan simples cuando
constituyen el nódulo del propio drama.
Cuando
los padres han logrado comprender perfectamente qué papel están
jugando frente al hijo, y se sienten seguros de su posición
frente a él, sin culpas ni ansiedades persecutorias, podrán
abordar mejor el aspecto educativo. Si entienden que pueden
sancionarlo, porque son depositarios de la Ley (Ley otorgada por
la cultura, por el Derecho, en tanto que han legitimado el papel
que han de ejercer) pueden prohibir con los mismos derechos que lo
hacen los padres biológicos. Cuando el hijo desea atacar a los
padres y desarmarlos de todo derecho, porque cree que “hay
otros” a los que puede apelar (sus padres de origen) se
equivoca. Al haberlo abandonado, y desaparecido, la Ley los ha
despojado de todo derecho para cederlo a otros (los adoptantes).
Si los padres de origen abandonaron también renunciaron a sus
derechos, que la Ley otorgó a otros, que asumieron un compromiso
por adopción.
Con
la afirmación de que ellos no son los padres y, por lo tanto, no
tienen derecho a prohibir, el hijo adoptivo está poniendo a
prueba la capacidad de los padres, para hacerse cargo de las
dificultades que comporta la adopción (la crianza, la educación).
Esto nos demostraría, de alguna manera, que la autoridad,
según la creencia de los padres adoptivos, tiene como sostén la
capacidad de poder engendrar al hijo y por consiguiente, está
permitido en este caso prohibir y castigar. Según las fantasías
del niño la autoridad sólo emana de aquéllos que le dieron la
vida. Pero los que le dieron la vida rehusaron a mantenerla y
otros se hicieron cargo de su supervivencia, de modo que también
le dieron la vida, devolviendo al niño la posibilidad de
supervivencia, otorgando todo aquello que reestablece la plenitud
(cuidados, amor, educación, sostén) y que los padres de origen
no pudieron ofrecer.
Más
aún, si fueron capaces los padres adoptivos de restablecer al niño
lo que había perdido, cuidados, amor, alimentos, apoyo de todo
tipo, no pude faltar el principio que regula el vínculo del niño
con sus padres y con la sociedad, con la cultura, es decir, la
autoridad necesaria para ordenar su vida y transformar al adoptivo
en un “hijo prohijado” por mandato cultural.
La madre adoptiva asume
generalmente un modo de comportamiento que resulta de una
permanente comparación con el modelo de una madre imaginaria, la
madre de los orígenes, se comporta con el niño como una
fuente de constantes gratificaciones. Coloca al hijo adoptivo en
una situación en la que “todo está permitido”, lo que va a
determinar una falta total de límites con respecto a las
necesidades de las demás personas con las que él entre en
contacto. De esta manera se contribuye a que el hijo entre en
permanente conflicto con la realidad, ya que para él no tiene límites,
ya que sus impulsos fueron siempre satisfechos de inmediato ,
resultado este de una desmedida permisividad por parte de los
adoptantes, y que suele ser observada con frecuencia. Estas
actitudes parentales demasiado permisivas configuran en el niño
verdaderos trastornos de personalidad, cuando el hijo se enfrenta
con un mundo social que se halla regido por límites y leyes. Si
todo estuvo permitido en la familia adoptiva, también lo estará
fuera de ella. Tanto los padres adoptivos como los padres biológicos
deben preparar al hijo para vivir en una sociedad regida por el
principio de realidad, y a esto debe contribuir la educación.
Pero no se entienda educación como sometimiento a las normas
sociales y aceptación pasiva de todo un conjunto de modos de
comportamiento; preferimos hablar de una adaptación creativa,
transformadora, que dé al niño la posibilidad de elegir y
desarrollar sus potenciales creadores.
|