La mujer
transparente.
La hondura que él
amó.
La que fundó este mundo terminado, por lo menos, para él.
quien virtuoso de piadosas razones devolvió lo debido,
fue liberada
(engaños y
verdades)
de abordar para
siempre el barco de los locos;
una partida
condenable. Innoble.
Un embarque de abandono y maldades
que inicia el viaje
del que las armonías del pensar
no regresan.
De suyo y por tal
causa,
el dolor tolerado desplaza sus dislates por la noche,
o su normalidad,
ya que es costumbre.
Hay un arte de amar.
Y un arte de morir.
Y un arte de amansar
lo condenable.
Ella está a tus
espaldas.
Eso es sufrido ya.
Se desplaza algo
lenta hacia un costado,
nube de indecisiones.
Él ignora la mano
que se extiende
intentando tocar alguna parte de su cara marcada.
Gesto indudable el
de ella...
como queriendo asegurar el alma,
el reconocimiento de ese hombre
-saber su mismo
él-
el no ignorar qué
busca
tal cual deseó el retrato.
El retrato que tiene
en su otra mano.
Y que ella compara, ávidamente, con el modelo vivo.
Él,
transitoriedad;
ante la ineludible
presión que su alma arde,
se enfrenta con la página tan blanca
que parece ponerle fin a todo
y, sin otro remedio,
reconcentra la pena de sus ojos
sobre una mancha dura:
costra que desmerece
por nervioso descuido,
la franela del fino pantalón.
Una mancha de café, de omisión y de duelo,
que lo empuja a evocar la pulcritud pasada
y, también, la presencia atrayente
de ella, en otros tiempos
"Mándame
tu retrato... aquellos ojos
en éxtasis, que guardan como lagos
de los ocasos los vislumbres rojos
y de las noches los lugares magos."
Un dominó de modos
se conecta.
Siempre fueron los
dos éstos
que se recuerdan
se reinventan.
Se saben anteriores.
Leyenda anticipada.
Precedente extraviado.
Bellas declaraciones ocurridas
que aún existen
en el gesto tan mutuo
y que van explicándose a pedazos.
Ella extiende la
mano y la desliza sobre uno de los rasgos
del rostro que permanece inmóvil:
"Mándame tu
retrato... La caricia
de tu cara de almendra, tu cabello."
La mano de ella
asciende:
"...de puro
negro azul,"
la liviana caricia
se abate suavemente:
"y el dulce
cuello
que inicia al inclinarse la delicia."
Él permanece
quieto, conmovido. Invariable.
Teme romper encantos inusuales.
Ella mira el
retrato. Hace comparaciones en el aire
sobre algo que él ignora.
La locura ha creado.
Y esto ocurre sentado en su lugar.
En el sitio que a
él le pertenece,
bajo el sol ceniciento de la sala,
está el joven que reía en su retrato.
Y en el retrato,
contra el telón pomposo de magnolias y dalias,
junto a la rosa de Sissinghurst,
con la comodidad piadosa que lo eleva.
está él.
Y su libro
reabierto:
Y nadie más que
él.
Aunque en el fondo,
detrás del tronco deformado del Árbol de Judea
que alza la gloria del jardín,
se estremezca
la sombra
de una mujer
muy joven.
Ella.
|