Derrida los había despedido a todos. Y ahora, quizás, ya no queda
nadie, casi nadie, para despedirle a él.Y es que, con Jacques
Derrida, se va el último testimonio de la edad de oro de la
filosofía francesa, sin duda el gran pensamiento de nuestro
tiempo, por mucho que les duela a tantos. Poco a poco, fueron
muriendo todos: Barthes, Lacan, Bataille, Foucault, Deleuze. Y,
después, sus amigos íntimos, esos a los que le unía esa
intimidad del pensamiento que es la expresión más radical de la
vida: Emmanuel Lévinas, primero, y Maurice Blanchot, después. Él
los despidió al pie del sepulcro, con unas palabras que, hoy,
resuenan como un eco para despedirle a él: a los dos les dijo
"adiós", un saludo y, al mismo tiempo, una bendición
reservada para el momento de la separación. Y es que, como había
escrito mucho antes, "toda relación con el otro sería,
antes y después de todo, un adiós". Porque toda relación,
si no quiere anular al otro, es, en cierto modo, una separación
que debe ser saludada y bendecida.Yla muerte es, así, la separación
radical, pero no la nada: "Identificar la muerte a la nada es
lo que querría hacer el asesino", dijo cuando despidió a Lévinas.
El año pasado, premonitoriamente, la editorial Galilée recogió
15 textos de Derrida consagrados a la muerte y al duelo, con todos
sus textos de despedida, la mayoría estremecedores, emocionados,
urgentes. El título era bellísimo: Chaque fois unique, la fin
du monde (Cada vez único, el fin del mundo):porque
toda muerte es, en sentido radical, el fin del mundo. La separación
irreparable de lo que ya se ha ido. El libro aparece, hoy, de
forma definitiva, como un testamento. Como si, ya entonces,
adivinara que no había a nadie a quien despedir. Como si, ya
entonces, adivinara que, a partir de entonces, al único que había
que despedir era a él. Como si quisiera que sus últimas palabras
fueran las dedicadas a los otros. Unas palabras que, a lo largo de
los años, no dejaron de pensar en el sentido del duelo, en la
obligación del duelo. Y es que, para él, el duelo significaba
una de las formas de la hospitalidad. Esa que se produce ante la
muerte, que es la forma abrupta de la no-respuesta: allí donde
debemos hablar porque no encontramos respuesta que venga de aquél
al que despedimos. Derrida recordaba la reacción de Lévinas, al
final de su vida, cuando, hablando por teléfono con alguien, si
éste demoraba un poco su respuesta, preguntaba, casi angustiado,
"allô, allô",como queriendo oír, al otro lado,
todavía, una voz. Eso es, en cierto modo, el duelo y el adiós:
hablarle al que ya no puede respondernos, decirle que estamos aquí,
aunque ya no pueda oírnos.
Ycon eso, como él hizo con Blanchot, "nos queda pensar sin
fin, tender el oído para escuchar aquello que continúa y que no
cesará ya de resonar a través de su nombre". Hablar al que
se ha ido, pues, para no dejar de pensar en él. Porque la muerte
nombra, como él escribió, "lo irreemplazable mismo de la
singularidad absoluta".
Cobran hoy nuevo sentido las imágenes de Derrida en el bellísimo
documental de Safaa Fathy D´ailleurs Derrida (1999).
Especialmente aquellas imágenes de Derrida en Toledo, como la del
ciego que encontró en una esquina y al que ya nunca pudo olvidar,
a pesar de no conocerlo de nada; o como la carta postal dejada en
un poste de Correos.Oen esas palabras finales que Derrida va
diciendo mientras la imagen nos lo muestra caminando, adentrándose
hacia lo desconocido, en un desierto de Almería. Hasta que, al
final, simplemente dice: "La imposibilidad de decir una vez más,
como hago aquí: yo firmo". Y es que Derrida, a lo mejor, no
dejó de borrarse, de desaparecer y de despedirse hace ya mucho
tiempo.
Por eso hoy, con palabras como las que escribió a Lévinas
("arrancadas a la tristeza y a la noche"), podríamos
recordar esas otras palabras que escribió María Zambrano:
"Y ahora, ¿quién deshojará la rosa sobre mí, quién me
llorará y, lo que más cuenta, quién alzará la mano despidiéndome
y señalando ami alma el camino a seguir, deshaciendo ese nudo que
une aún a las almas de los recién muertos con el aire de la
vida?".
Habrá tiempo de evaluar la dimensión de la deuda que nuestro
tiempo tiene con Derrida. Habrá tiempo de analizar sus
aportaciones mayúsculas. Hoy, quizás, sólo sea el momento de
levantar la mano por él, agitándola en forma de duelo y de adiós,
también de reconocimiento, porque todos somos derridianos a pesar
de que no lo sepamos del todo. Hoy, cuando se va el último
testimonio de una época, de esa época en la que la filosofía
tenía todavía la presunción de hacernos, aunque fuera al precio
del dolor, más libres y más lúcidos en el esfuerzo de convertir
nuestro mundo en otra cosa diferente de la que es.
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/
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