Los
perros. Siempre los perros. Jaurías mostrencas que recorren las calles
depredando la basura, aterrorizando turistas y provocando el disgusto de
los vecinos, asqueados ante la inconducta del perro ajeno e ignorantes a
conciencia de los agravios que comete el propio. No hay quien no abomine
de esos monstruos mestizos, grandes como pumas y casi de su mismo color, a
veces con un dejo de perdida noble estirpe en el perfil de las orejas o en
el rabo peludo y orgulloso.
No
hay protesta que valga ante el secreto poderío de las bestias, enseñoreadas
del día y la noche de la ciudad. Cuentan con la anuencia de una difusa
pero siempre presente "Sociedad Protectora de Animales" para
reproducirse a destajo y sin respeto por las buenas costumbres o los
calendarios de sanidad animal.
Pareciera
que el alegar que son una auténtica molestia es nada más que una
frasecita para quedar bien con los damnificados de turno - vecinos con sus
jardines estragados por las correrías de los bichos, veredas
intransitables gracias al desparramo de basura y restos menos respetables,
víctimas de mordeduras de calibre variado, - pero en realidad los
defienden a ultranza ante cualquier intento del intendente de turno por
hacer un saneamiento ejemplificador entre las huestes del infierno
disfrazadas de perro. Hipocresía barata la que defiende a los perros de
la calle pero descuida a los chicos de esa misma calle.
Por
supuesto, la casta privilegiada también existe entre los cánidos que
asuelan el territorio: son los perros de razas puras, lustrosos, enormes y
bien alimentados, entrenados para defender las casas de sus amos poderosos
y destrozar sin remordimientos al pobre pichicho guaso que osa buscar su
magro sustento de desperdicios en territorio vedado. Rugen su poderío a
través de las cercas de hierro forjado que rodean las casas señoriales,
amenazando a cualquier humano o animal que ose trasponer el límite de la
distancia prudente. Ellos no se unen a la jauría comunitaria ya que por
lo general son miembros de una propia: ninguno de estos señores feudales
modernos ostenta menos de tres o cuatro rottwailers, dobermans u ovejeros
alemanes de fino pedigré al borde de la endogamia. Nada de razas menores
ni perritos de compañía: esos son para los que no pueden darle de comer
o hacer obedecer a un mastín como Dios manda. Porque también es preciso
saber mandarlos, lo mismo que a un grupo de soldados especializados, no
sea cosa que se vuelvan contra la mano que les da de comer. No cualquiera
puede jactarse de semejante hazaña.
En
este lugar, la soberbia y la envidia pasan por los perros. El castigo,
también.
3.-
Llamar
"chalet" a "El Aguila" era de un simplismo intelectual
sospechoso. Se accedía por un camino privado - punto explícitamente
aclarado mediante un cartel más parecido al "Verboten" de un
campo de concentración que a una advertencia para curiosos - , que
trepaba por una cuesta empinada hasta un mirador natural, escondido de la
indiscreción urbana por los árboles y la ubicación estratégica. Las
cocheras estaban ubicadas en la planta de servicio y al piano
nobile se accedía por una explanada que al recorrerse a pie, permitía
apreciar los exteriores magníficos de la mansión de tres plantas construída
en piedra y coronada por dos torres esbeltas, una en cada extremo del
frente. Durante una fracción de segundo la luz lo engañó y creyó ver
un ave enorme posarse sobre
el muro que recorría el espacio entre las dos torrecitas. Al acercarse se
dio cuenta de que era un águila de piedra con las alas extendidas. Claro,
salame, si se llama “El Aguila”, ¿qué esperabas encontrar, una
lechuza?
Martello
miró su reloj, miró los perfiles de la construcción dulcificados por el
sol que ya estaba terminando de asomar y cayó bajo el hechizo de su
belleza eternizada en granito. Golpeó y cuando le abrieron la puerta,
casi tartamudeó al presentarse. Alvarez Marcelino,
que le hacía de chofer, ni siquiera se había atrevido a bajarse
del auto y se había quedado en el nivel de cocheras.
-
Co-comisario Martello.
-
Pase, pase,- murmuró una mujer vestida con uniforme negro puesto a las
apuradas: tenía los botones corridos respecto de los ojales y le sobraba
uno de cada uno.
-
¿La señora Grünebaum...?
-
Está con el dotor. Tuvo que darle un sedante, ¿sabe?
-
Me imagino...¡Espere! - llamó a la mucama que se apuraba a escurrirse
por el recibidor - Mientras la señora se recupera - inspiró para tomar
coraje,- necesito ver... el lugar de los hechos.
La
mujer lo miró con mirada bovina y Martello tuvo que repetir el concepto
en términos más crudos.
-
Tengo que ver el cuerpo.
Esta
vez la mujer asintió y señaló la puerta de entrada.
-
Por ahí ajuera,- hizo señas hacia la derecha.-
Todavía 'tán los bomberos.
Martello
identificó el acento de la mujer como guaraní suavizado por la
distancia. ¿Paraguaya o misionera? El oficial de bomberos que se acercaba lo
sacó de sus cavilaciones. Se saludaron y juntos fueron hasta los caniles
detrás de la casa.
En
medio del embaldosado yacía un bulto cubierto por un rectángulo de plástico
negro. Más alejados, los cuerpos de los cuatro perros mostraban las
huellas de balazos. Martello se acercó primero a los animales y pudo
contar disparos en costillares, ancas y cabezas. No había sido fácil
liquidarlos.
Con
renuencia levantó la cubierta ominosa para espiar el cadáver de Grünebaum
y lo que vio no le hizo envidiar la forma de morir. Durante menos de un
segundo experimentó el mismo horror viscoso que cuando había visto el
cuerpo mutilado de Gaudet clavado al tala y la sensación lo puso alerta,
del mismo modo que si le hubieran rozado la espalda con un cubito de
hielo.
Soltó
el plástico y se puso de pie para enfrentarse al forense, que se calzaba
los guantes de látex con parsimonia. Se saludaron con una sacudida de
cabeza y Lynch descubrió el cuerpo. Todos retrocedieron, quién sabe si
por respeto o por asco, mientras el médico tomaba muestras de tejidos
ayudado por un auxiliar y otro sacaba fotos. En algún momento Lynch hizo
una seña y los camilleros se acercaron con la bolsa negra.
-¿Cuánto
demorará la autopsia? - preguntó el comisario al alejarse la camilla.
-
No hay mucho que examinar,- Lynch se encogió de hombros.- Los perros
hicieron su trabajo a conciencia. Qué bichos hijos de puta,- se deslenguó.
-
Mándeme el informe apenas pueda.
-
Por supuesto. Hasta luego.
-
Hasta luego.
La
situación no daba siquiera para el humor ácido del forense.
Martello
preguntó por los de la casa y apareció un hombre de unos cincuenta y
cinco años que dijo ser el casero. Vivía en las habitaciones en el nivel
de las cocheras y hacía trabajos de mantenimiento en la casa y el jardín.
Por el aspecto y el aliento, el casero era más proclive a empinar el codo
que a doblar el lomo, pero se guardó la opinión.
No
había visto o escuchado nada hasta el momento en que los animales
comenzaron a ladrar, alrededor de las seis de la mañana o un poco antes,
no estaba seguro. ¿Era habitual que ladraran? Por supuesto, ladraban todo
el tiempo a cualquier cosa que se les cruzara por delante. ¿Él salía a
ver qué pasaba? Nada más si los animales no paraban de ladrar. ¿Cuánto
tiempo esperaban para que pararan? Depende, si los bichos nada más jodían
por joder, les gritaba. Ladraban diferente cuando alguien rondaba la casa.
¿Cuántas veces en los últimos tiempos "habían rondado la
casa"? Nunca, que supiera. ¿Y entonces...?, se impacientó. Le
ladraban a la gente que venía de visita, lo atajó,
y a los que no eran de la casa. Cuando venía alguien nuevo, ahí
se armaba la gorda. ¿Nunca los habían robado? ¡Noooo! ¿Con esos
perros?
Regresó
a la casa para toparse con la mucama, que ya se había compuesto el
uniforme y llevaba un delantal blanco inmaculado.
-La
señora no le está bien. - la mujer se plantó para cortarle el paso.- Le
dieron remedio pa' la presión.
-
No hay problema, puedo verla en otro momento. Pero me gustaría hablar con
usted.
-
'Ta bien. Venga pa' la cocina.
-
¿Usted es..?
-
La mucama de la señora.
-
Sí, está bien. Su nombre, por favor.
-
Azucena.
-
¿Apellido? - ¿Tendré que sacarle todo así?, se desesperó un poquito.
-
Amarilla.
-
Azucena Amarilla, - repitió, aguantando el sarcasmo de aclarar que las
azucenas son blancas, pero
ella asintió resaltando con orgullo las áes que denunciaban su
nacionalidad.
-
Azucena Amarilla, de Encarnación, república del Paraguay. - Y sin que él
preguntara, continuó.- Hace mucho que le estoy con la señora. Me vine de
allí con ellos.
Martello
paró las orejas ante la información adicional y gratuita. Venidos
del Paraguay.
-
Bueno, Azucena, le voy a hacer unas preguntas. No necesita responderlas si
no quiere. - Lo mismo les había dicho al casero. - ¿Sus patrones salían
mucho de noche?
La
mujer torció la boca hacia abajo.
-
Y... A vece'. Él salía mucho solo; la señora le acompañaba a vece'.
-
¿Y anoche?
-
La señora no. El salió solo. El señor,- aclaró, aunque después de una
pausa algo larga.
Por
dos veces lo había llamado "él" en lugar de nombrarlo como
"el señor" o "el patrón". A
la paraguaya no le gustaba Grünebaum, Martello
anotó mentalmente. Bien, demos por
sentado que don Grünebaum era un calavera.
-
Y cuando salía solo, ¿volvía tarde?
La
mujer encogió un hombro.
-
Volvía cuando quería,- escupió con desprecio y Martello imaginó el
motivo de las salidas del patrón.
-
¿Y la señora?
-
Nada, pobre. Se la aguantaba, nomás. ¡Qué iba'ce'!
¿Qué
iba a hacer? Joderse, aguantarlo, despreciarlo. Ponerle los cuernos tal
como seguramente él se los ponía. Odiarlo hasta el punto de desear
asesinarlo. Tenía
que interrogar a la viuda tan pronto como pudiese.
-
Quería má' a lo' perro' que a la señora. Y ahí tiene cómo le pagaron.
Ahí tiene,- sentenció con fiereza.
Con
disimulo, la recorrió con la mirada. Enjuta, flaca a fuerza de haber
pasado hambre durante una infancia dura y escasamente feliz, saludable por
el mero hecho de haber sobrevivido a esa misma infancia, esa mujer le debía
vida y sustento a su patrona. Era más fiel que un perro y como un perro
la defendería de cualquier ataque, con esa fidelidad implacable que la
haría mentir, perjurar y odiar a todos los que osaran lastimar a la señora.
El
motivo de semejante odio, sin embargo, no podía ser el simple donjuanismo
incurable del muerto. Cualquiera de sus coterráneas se las aguantaría
sin abrir la boca, que para eso él era hombre y patrón, y si el patrón
quería, también ella estaría disponible y gustosa cuando él mandara.
Había algo más y Martello barruntaba que sería demasiado oscuro como
para que Azucena lo perdonara. ¿Su afición por las pendejas? Más de lo
mismo. Azucena habría sido desvirgada a los doce o trece años por algún
noviecito ardiente o algún patroncito aburrido, ¿qué más daba? No podía
ser eso, aunque sí justificaría el aborrecimiento de su mujer. Hipótesis,
una detrás de la otra. Necesitaba hechos concretos.
-
¿Los señores reciben muchas visitas?
-
Ma' o meno'. Lo' amigo de él venían mucho. Alguna vece' la' amiga' de la
señora.
-
¿Y se acercaban a los perros?
-
¡Nadie! A eso' perro' le quería él y nadie ma'.
-
¿La señora no los quería?
Azucena
meneó la cabeza.
-
Sí, le quería. Pero él era loco por lo' perro' eso. Loco.
-
Y nadie más podía acercarse a los perros?
-
¡El veterinario! - le contestó Azucena con un encogimiento de hombros. -
Él venía a darle vacuna y esa' cosa. Con el veterinario andaban bien.
Entonces,
había alguien más que podía estar en contacto con los guardianes de
"El Aguila".
-
Y el veterinario se quedaba solo con los animales...
-
Nooo, siempre le acompañaba él... el patrón. Nunca le iba solo el
hombre a ve' lo' perro.
Martello
se mordió el interior de las mejillas. No podía descartar al veterinario
aunque su actuación pareciera por completo inocente. Le preguntó a la
mucama si conocía al profesional y ella le dio un nombre que al principio
se le hizo difícil de entender gracias a la pronunciación atravesada
pero que pudo desentrañar como Wassermann. Daniel Wassermann.
Salió
de la casa y a mitad de camino hacia las cocheras, se volvió a admirarla
en el esplendor de la mañana. Tuvo una desagradable sensación de dejá vù
pero sacudió la cabeza para espantar pensamientos sombríos. ¿Qué podía
haber de malo en tanta belleza?
La
“Veterinaria Wassermann" promocionaba alimento balanceado caro. Las
vitrinas estaban llenas de fotos de crías de buen pedigrée, invitando a
comprarlas. El interior estaba limpio y perfumado y las estanterías
llenas de artículos para mascotas.
El
comisario se presentó y Wassermann lo hizo pasar al consultorio para
tener más privacidad. Mientras el veterinario
cerraba la puerta, Martello leyó a toda velocidad los diplomas colgados
en las paredes. Congresos, jornadas, talleres. El título universitario en
medio de varios certificados de asistencia, membresías honoríficas y
presidencias de encuentros de medicina veterinaria. ¿Y
viene a trabajar a este lugar? Con todos esos títulos podría estar
ejerciendo en alguna ciudad importante y dar clases en la facultad. Dejó
de lado sus apreciaciones cuando Wassermann se volvió hacia él.
-
Doctor, usted atendía los perros de los Grünebaum. - El otro asintió. -
¿Desde hace cuánto tiempo?
-
Bueno, yo ya le trataba los animales más viejos y después empecé a
atenderle esta camada nueva. Todos hermanos, hijos de un gran campeón
nacional. Grünebaum era un fanático de los rottwailers.
-
O sea que conocía a Grünebaum desde hace tiempo.
-
Unos cuatro años.
-
¿Cuándo atendió a los perros por última vez?
-
El sábado fui a darles las últimas dosis de vacunas. Vea, aquí están
las fichas,- rebuscó en un cajón y sacó cuatro cartoncitos llenos de
anotaciones que Martello repasó a toda velocidad y sin entender
demasiado.
-
¿Alguna vez hubo problemas con estos animales?
-
¿Usted se refiere a la raza o a los perros de Grünebaum?
Martello
casi saltó sobre la pregunta.
-
¿Entonces la raza sí es problemática?
-
Vea, son mastines. Razas originalmente criadas para uso militar. Son
animales de mucho carácter y hace falta tener más carácter que ellos
para dominarlos. No cualquiera puede tener uno de estos perros así como
así. Si se desmandan no hay quien los pare.
-
¿Y en qué circunstancias puede ocurrir algo como eso?
-
Insisto, comisario: son animales. Uno puede prever muchas reacciones, pero
no todas. Además, cuando conviven varios del mismo sexo, machos como era
este caso, todos jóvenes, se dan luchas por la jerarquía interna del
grupo. La jauría tiene un orden social.
Es habitual que peleen entre ellos por la posición dominante, el
macho alfa y todo eso. Por lo general la sangre no llega al río: mucho
gruñir, mostrar los dientes y tirar tarascones, pero a veces se lastiman.
-
Y si alguien se mete en medio de la pelea...
-
Y... Le va a ir de regular para abajo.
-
Entiendo... O sea que, suponiendo que Grünebaum llegó a su casa y los
perros estaban trenzados en una pelea, y él hubiera intentado separarlos,
¿podría haber pasado lo que pasó?
El
veterinario alzó las cejas y curvó la boca hacia abajo.
-
Yo no podría decirle que no. Ha pasado en otras oportunidades, no algo
tan grave, claro, pero sí han ocurrido mordeduras serias.
-
Y en ese caso, ¿qué se hace con el animal?
-
Se lo mantiene en observación para verificar si se ha vuelto agresivo con
el amo o fue nada más que mala suerte.
-Y
si no es mala suerte...
-
Se lo sacrifica.
No
le quedaba mucho más por preguntar cuando una idea le cruzó la cabeza.
-
Doctor, ¿no podría ocurrir que alguna de las vacunas les provocara una
reacción adversa? Volverlos agresivos o algo así.
-
En absoluto, salvo que estuvieran mal aplicadas, en cuyo caso lo que
provocarían serían molestias físicas: dolor, hinchazón, algún
absceso.
-
Un animal dolorido también puede volverse agresivo...
-
Pero yo me hubiera enterado porque me habrían llamado ante el menor síntoma.
Grünebaum era muy cuidadoso con sus perros. Obsesivo.
Había
algo que no cuajaba en toda la situación. El tipo no parecía muy
sorprendido por la reacción de los perros. Más bien diríase que tenía
todas las respuestas para todas sus preguntas y las daba con la frialdad y
el desapego del que sabe que ha podido deslindar responsabilidades
limpiamente. O que había llevado el interrogatorio al terreno que él
conocía mejor. Por qué será que
me siento un pelotudo de primera especie. Wassermann lo había sacado
de su línea de razonamiento y lo llevaban por donde él quería. Irritado
pero sin demostrarlo, le dio las gracias al veterinario por su tiempo y se
fue.
Se
detuvo a diez cuadras, en la veterinaria Naccaratto. Saludó a don Aldo
Naccaratto, retirado de la profesión pero que todavía moscardoneaba en
el negocio de sus hijos y nietos, como le gustaba decir. Charlaron de
intrascendencias hasta que don Aldo lo invitó con mate, sacó el tema de
Grünebaum y se lo quedó mirando fijo. Martello torció la boca en una
semisonrisa y largó el rollo de lo que había venido a preguntar y don
Aldo fue muy específico y muy profesional en sus respuestas. El comisario
volvió a la regional con una curiosa hipótesis acerca de la muerte
accidental de Grünebaum. Sin embargo, tenía que analizar las posibles
motivaciones de los posibles implicados antes de seguir avanzando en el
caso. Por lo menos tengo un caso que marcha, no como lo de Gaudet. Se
reprochaba todos los días por no tener una miserable pista, una señal,
algo que apuntara en alguna dirección cierta y comprobable. Cuanto más
tiempo pasara sin resolverse un crimen, menores serían las posibilidades
de hacerlo. Eso lo sabían hasta los principiantes y en el caso Gaudet,
Martello se sentía uno.
Las
pericias en el lugar del crime no habían dado resultados positivos hasta
el momento. La mitad de la ciudad podría haber estado en el sitio, incluída
la policía. Por otra parte, la mitad de la ciudad tenía motivos para
aborrecer, envidiar, detestar o encontrar francamente antipático a
Gaudet. Lo cual no justifica el
homicidio en ningún caso.
Martello
había conseguido un editor de video y se había entretenido en revisar
las películas del caso de corrupción de menores. Tener razón no le
provocó una satisfacción tan enorme como hubiera deseado. Las películas
estaban editadas: había cortes
y empalmes hechos por un aficionado, talentoso, sí, pero aficionado al
fin. La pregunta del millón era ahora: ¿Gaudet se protegía a sí mismo
o estaba cubriendo a alguien más? La pregunta siguiente era: ¿los videos
se habían tomado nada más que por impune entretenimiento o para usarlos
contra alguien? Un
poco de ambas cosas debe ser lo más probable. Gaudet no parecía ser del
tipo imprevisor.
Tampoco
Grünebaum aparecía en las películas. Pero
los testigos lo habían señalado como uno de los participantes más
entusiastas. En la lista que había armado, subrayó los nombres de
los que no aparecían en las filmaciones.
Ilustración:
“Otro mundo”, Maurits C. Escher
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