2.-
-
El informe,- aclaró Cáceres mientras dejaba sobre el escritorio del
comisario una carpeta de cartulina ajada.
Martello miró al cabo de reojo porque estaba leyendo los mails del día y
cuando abrió la carpeta notó que las hojas del informe estaban mal
acomodadas.
-
Dígame una cosita, Cáceres,- dijo en un tono tan medido que causaba
escalofríos - ¿no sabe guardar los papeles en orden? ¿No le enseñaron
los números en la escuela? ¿Para qué carajo se cree que las hojas de un
informe forense están numeradas?
Cáceres
enrojeció al ritmo de la metralla de preguntas retóricas y farfulló
algo así como "Disculpe, señor, se me cayó". Ambos sabían
que el cabo había leído con placer morboso el reporte completo, había
manoseado las fotos manchándolas con grasa de factura y se las había
mostrado a su secuaz Bustos.
-
Retírese, cabo. No me pasen llamadas hasta que avise.
Cáceres
salió a velocidad supersónica, feliz por no haber terminado durmiendo la
siesta en el calabozo.
Con
los codos encima del escritorio y la frente apoyada en las palmas,
Martello empezó a leer el informe. Era una obra maestra de la medicina
legal. También podría haber servido de argumento a una película de terror
para adolescentes, de esas en las que el psicópata corre a la chica con
la sierra circular, pensó con acritud.
Lesiones vitales de escasa profundidad con arma punzo-cortante de un
solo filo. Con toda probabilidad, cuchillo. Se negó a revisar las
fotografías hasta que comprendió que el asco había sido más fuerte y
que había detalles en los que no había reparado cuando encontraron el
cuerpo de Gaudet. Dios santo, lo carnearon como a un chancho. Una idea comenzó a
tomar forma y llamó a Bustos por el interno.
-
Necesito los antecedentes de los casos de corrupción de menores en los
que estuvo involucrado Gaudet. Todo lo que tengamos.
-
¿Los videos secuestrados también?
-
También.- Más
pasto para las fieras. Los "muchachos" se darían una
panzada de cine porno cuando él terminara de revisar la evidencia.
Siempre había algún nuevo que no los conocía y el personal de la
regional encargado de la cinemateca se ocuparía de cubrir los baches
educativos de la tropa.
Siguió
leyendo. La muerte se había producido en el lugar del hecho, lo probaban
las manchas de sangre alrededor del árbol y sobre el tronco mismo. También
se había encontrado sangre en los asientos, tablero, alfombras y tapizado
del techo del auto. Quienquiera que haya sido el homicida, tiene que haber
parecido un matarife kosher cuando terminó. Contuvo un amago de náusea
mientras buscaba el informe del perito criminalista.
La
pericia tenía un valor relativo ya que desde que habían encontrado el
cuerpo hasta que había llegado el perito gentilmente cedido en préstamo
por la central, habían pasado cuarenta y ocho horas. Cierto que había
dado orden de acordonar el lugar y dejado una guardia, pero sabía que eso
no era impedimento alguno para los vecinos curiosos, algún que otro
periodista de policiales debidamente alertado por sus
"contactos" en las regionales y, quién sabe, el o los
homicidas.
Había
demasiadas huellas además de las que coincidían con las de Gaudet. El
auto había sido desbarrancado después de que el pobre tipo casi se
arrastrara hasta el árbol. O lo
obligaran a hacerlo, pensó Martello. Casi desangrado, cortado en pedazos, aterrorizado. Desesperado
por unos segundos más de vida. No pudo evitar el dolor y la lástima.
La
muerte violenta era algo a lo que no lograba acostumbrarse. No había
conseguido encallecerse el alma lo suficiente como para que no le
importara y sabía que eso era a la vez su ventaja y su desventaja.
Paseó
la mirada por el escritorio buscando escapar del espanto tipeado en hojas
oficio con una Lexicon 80 y encontró una taza de café medio llena. Estiró
la mano, la tomó y se bebió el contenido frío y dulzón con una mueca
de desagrado. Demasiado dulce. Con la cara todavía medio torcida volvió
al informe forense y al llegar a la frase "relaciones sexuales
previas al deceso", las teorías que venía elaborando desde que
comenzara a leer se le cayeron a los pies. "Restos de semen en las
mucosas bucales. El grupo sanguíneo y las aglutininas se corresponden con
los de la sangre de la víctima". La frase no quería terminar de
formársele en la cabeza. El conjunto era demasiado asqueroso, demasiado
violento. "Causa del deceso: hemorragia aguda causada por la mutilación."
Los puntazos en el cuerpo no hubieran bastado para matar.
Llamó
al forense por el celular.
-
Habla Martello...
-
Ramírez Lynch al habla.- lo interrumpieron del otro lado.
No hacía falta que aclararas: con el tonito de voz alcanzaba. Lynch
tenía la virtud de provocar la ira y el encono del populacho con sólo
presentarse. "Toribio Ramírez Lynch, encantado, che", decía
con marcado acento de clase altísima e inalcanzable mientras tendía la
mano esbelta de cirujano. Cómo alguien de tanta alcurnia había elegido
una rama de la medicina tan poco glamorosa, constituía un misterio para
el comisario. Cierto que en la familia de Lynch - Martello se resistía a
usar el doble apellido del médico en nombre de algún oscuro revanchismo
clasista - había habido
forenses famosos por su desempeño, consintió. Cierto también que el
actual representante de la noble prosapia destacaba en sus funciones. Lo
que Martello no llegaba a comprender era qué carajo hacia Lynch en un
lugar como ese cuando podría ser estrella de la medicina legal y vedette
de la morgue judicial federal.
-
Estoy leyendo su reporte sobre Gaudet.
-
Duro, ¿no? - dijo Lynch con un dejo de sorna, o al menos así le pareció
al comisario. El sentido del humor de los forenses era algo que Martello
jamás había llegado a apreciar. Apretó los labios para no soltarle una
guarangada.
-
Quisiera hacerle unas preguntas, doctor.
-
Lo escucho.
-
Todas las heridas fueron hechas de frente al occiso.
-
Así es.
-
¿Existe algún modo de establecer si las heridas de arma blanca son
anteriores o posteriores a...a.... la mutilación? - Pensar en la palabra
"castración" hacía que se le encogiera el escroto.
-
Hay multiplicidad de heridas y tamaños. Algunas grandes podrían haber
sangrado menos debido al volumen de la hemorragia principal, así que me
inclino por la teoría de que son posteriores.- la voz de Lynch había
adquirido una cualidad profesional fría y lejana. Martello decidió que
lo prefería así antes que en su papel de "socialite".
-
Y en cuanto a la cantidad de agresores, ¿cabe la posibilidad de varios
individuos?
-
Yo no lo desestimaría. El informe que le envié es preliminar: todavía
me queda por verificar si la diversidad de profundidades de las heridas se
corresponde con golpes asestados por uno o más agresores. Le aclaro de
todos modos que no siempre se consigue efectuar tal determinación.
-
¿Alguien podría haberlo sostenido por la espalda mientras lo apuñalaban?
-
No lo creo. En la espalda hay varios orificios circulares pequeños,
aleatoriamente distribuidos. La ropa de la víctima tenía manchas que se
corresponden con esos orificios. Pienso que se deben a las púas del tala
en donde encontraron el cuerpo aunque para asegurarlo contundentemente
habría que efectuar un análisis microscópico para encontrar restos
vegetales o tierra en las heridas. Pero podríamos decir sin errar
demasiado que se apoyó o lo empujaron contra el árbol para herirlo con
el arma blanca.
-
Gracias, doctor. ¿Puedo llamarlo si...?
-
Cuando guste, che. Un placer. Hasta luego.
Clic.
Ni tiempo a saludarlo. Lynch tenía por norma no mantener conversaciones
intrascendentes con gente que no era de su mismo estatus socioeconómico. Que se vaya al carajo. Bustos
entreabrió la puerta - otro
que no aprenderá nunca a golpear antes de entrar, pensó
Martello con cansancio - y dejó una pila de papeles nada desestimable en
una esquina del escritorio, junto a varios videocasetes. A primer golpe de
vista, Martello contó cinco. Parece
que las partuzas fueron unas cuantas.
-
¿Quiere que le traiga la videocasetera? - preguntó el cabo con un no sé
qué lascivo en la voz.
-
No, Bustos, gracias. Los veré más tarde. - El otro puso cara de pelota
pinchada y ya salía cuando Martello lo llamó.- Cabo, ¿sabe de alguien
que haga edición de video aquí?
El
cabo lo miró como si le estuviera preguntando por la academia de chino
mandarín más cercana y Martello sacudió la mano.
-
No importa, yo me arreglo.
Revisó
los expedientes uno por uno y anotó los nombres de los implicados,
imputados, procesados y
condenados. No usó la computadora para eso: prefería hacerlo a mano pues
era afecto a toda clase de marginalia. Había descubierto que sus
marginalia le resultaban de enorme utilidad a la hora de elaborar hipótesis
verificables. Así, por ejemplo, rodeó de signos de exclamación y
flechitas la anotación correspondiente a la ausencia de mujeres mayores
de edad que hubieran tenido participación en los hechos. Los menores eran
varones y mujeres y ninguno superaba los catorce años. La información le
sublevó las entrañas. Qué manga
de hijos de puta, y dibujaba monigotes en posiciones suplicantes.
La terminología policial en que estaban redactadas las obscenidades
atenuaba apenas lo inmundo de todo el asunto. Echó una ojeada rápida a
las declaraciones de los menores: a esos pobres mocosos les habían
arruinado la vida, sin importar psicólogos, psiquiatras, asistentes
sociales o curanderos de palabra que se hubieran hecho cargo de recomponer
los estragos que esos degenerados les habían causado.
Decidió
que no podía descontar que alguno hubiera hecho justicia por mano propia
a pesar del tiempo transcurrido. Pero, ¿por qué Gaudet? ¿O simplemente
sería el primero de una serie infernal? La idea de un vengador anónimo-asesino
serial le heló la espina dorsal.
La
lista que había armado contenía varios nombres notables. Los más
notables se habían salvado del presidio. Otros menos conspicuos habían
zafado con condenas cortas y libertad condicional. Los restantes - los
perejiles - se habían comido sus buenos seis años adentro. Todos habían
pagado su deuda con la sociedad y se habían reincorporado con discreción
a sus actividades habituales.
Miró
la hora y se dio cuenta de que tenía hambre: no había comido nada desde
el desayuno y eran más de las diez de la noche. En la heladera de su casa
no había ni un miserable paquete de hamburguesas congeladas. Se había
prometido ir al supermercado y proveerse de los víveres necesarios para
su subsistencia pero se había olvidado y estaba harto de pizza y
empanadas. Ansiaba un plato de comida elaborada, perfumado y agradable a
los ojos y al paladar, quién sabe si regado con un vinito merecedor de
algún elogio. Sin pensarlo más,
cerró las carpetas, metió los videos y el block anotador en una bolsa
que siempre guardaba en su armario, apagó la computadora y salió.
En
el estacionamiento del restaurante había dos autos y uno era el de la
propietaria. La luz tenue y cálida brillaba en las ventanas de la planta
alta. Tengo suerte, todavía está
abierto. Subió, saludó al mozo y eligió una mesa en un rincón
lejos de la entrada. En el extremo opuesto, junto a los ventanales, cenaba
una pareja no tan joven como el peinado de la dama pretendía hacer creer.
Y a él ya se le están volando las
chapas. Se miró crítico al espejo: no, el pelo todavía estaba en su
lugar, cumpliendo sus nobles funciones piloso-estéticas y de reafirmación
del ego masculino. Martello no comulgaba con el "skinhead".
El
mozo le dejó la carta pero Martello ni siquiera se molestó en abrirla y
lo llamó para pedirle el plato y una botella de Pinot Noir de buena
bodega. El mozo ya había aprendido que el comisario pertenecía a esa
raza alienígena que toma el vino tinto sin hielo, contrariamente a los
usos y costumbres de todo el territorio provincial.
Aunque
lo que tenía guardado en el baúl del auto amenazaba su capacidad de
concentrarse en otra cosa que no fuera el contenido de la bolsa, Martello
se impuso la obligación de disfrutar de la comida y del vino y lo
consiguió bastante bien. La pareja de la otra mesa se reía en voz baja
mientras se hacía arrumacos al convidarse los postres el uno a la otra.
Habían pedido una botella de champagne - de regular calidad, comprobó al
espiar la etiqueta - y ella metía el dedo en la copa y después en la
boca de él, que se lo chupaba y hacía lo propio con sus dedos y la boca
de ella.
Martello
y el mozo se miraron y levantaron las cejas. En
cualquier momento terminan revolcándose encima de la mesa. Las cosas
no pasaron a mayores, por lo menos en el restaurante. El enamorado pidió
la cuenta y preguntó si podía llevarse la botella de champagne. Por fin
se fueron con su amor y su calentura a otra parte y Martello se quedó
cenando solo, no sin admitir que estaba a mitad de camino entre la ironía
y la envidia.
-
Me imaginé que eras vos.- La voz a sus espaldas le arrancó una sonrisa.
-
Magda. - Martello amagó a levantarse pero ella lo retuvo con una mano en
el hombro. En la otra mano traía una copa vacía. Se sentó y él le llenó
la copa hasta la mitad.
-
Está exquisito,- dijo el comisario señalando el plato medio vacío con
el mentón.- La buena comida me reconforta el alma.
-
Entonces, terminá de comer que si se enfría no es lo mismo,- lo instó
Magda mientras probaba el vino.
-
Pero vos...
-
En la cocina se come temprano. No te preocupes, te acompaño con el vino.
Martello
volvió a sonreir y continuó comiendo con placer.
-
Podría comer esto todos los días.
-
Te aburrirías de comerlo y yo de cocinarlo. La próxima vez que vengas,
yo te elijo el menú.
-
Pero si lo comemos juntos.
Ella
lo miró a los ojos durante dos latidos de corazón y él le sostuvo la
mirada: había tomado suficiente vino como para haber perdido parte de sus
inhibiciones. El mozo estaba de espaldas, acomodando cubiertos y
servilletas, hecho un modelo de discreción.
-
De acuerdo,- dijo Magda con voz ligera y levantó la copa para sellar el
compromiso y él agradeció el cambio sutil. Apoyó los cubiertos sobre el
plato vacío en la posición de las cinco y veinticinco. Era un poquito así
de puntilloso con sus modales en la mesa y no le molestaba reconocerlo.
-
Poca gente, - comentó mientras dejaba la servilleta sin doblar a la
izquierda del plato.
-
Martes...- Magda encogió un hombro con resignación.- Acá es así. Estoy
empezando a acostumbrarme.
-
No te creo una palabra. - dijo Martello y ella lo interrogó con la
mirada.- Eso de que te estás acostumbrando.
-
No, es cierto. Pero mantenerse en rebeldía es una forma de seguir viva,
¿no? Y vos, ¿qué hacés tan tarde?
-
Nada, me quedé trabajando, tenía la heladera vacía, quería una buena
cena, un poco de tranquilidad...
-
Me alegra que me tengas en cuenta. Quiero decir, que vengas a mi
restaurante,- aclaró y a él no le pareció que hubiera segundas
intenciones. - ¿Mucho trabajo?
-
Mucho y muy feo,- dijo el comisario casi sin pensar. Ella lo interrogó
con un gesto. - La muerte de Gaudet.
-
Ah,- ella se mordió el labio y levantó una ceja. Parecía querer
preguntar y no atreverse hasta que por fin lo soltó.- Escuché
comentarios. Algo muy violento, ¿no?
-
Espantoso.- Martello apoyó la copa con fuerza sobre la mesa. - Una
atrocidad. Pero no hablemos de eso ahora.
-No,
te vas a arruinar la digestión.
Continuaron
hablando de intrascendencias amables y durante un rato, se sintió un
ciudadano común con derecho a pasar un buen momento con alguien
agradable. Mientras le pedía la cuenta al mozo, Martello no pudo reprimir
un bostezo y con sorpresa vio que Magda tampoco.
-
Dios, qué vergüenza,- se rió ella mientras se secaba una lagrimita de
sueño.
-
Yo también estoy muerto. Es tardísimo y tengo que seguir trabajando.
-
La próxima vez podrías venir más temprano, así tenemos tiempo de
charlar. Siempre me gustó el trabajo de la policía: investigar, seguir
un caso, descubrir criminales,- lo decía excitada como una mocosa y los
ojos le brillaron.
-
No hay nada de glamour en el trabajo de un policía, te lo puedo asegurar.
Las más de las veces es una tarea tediosa y el porcentaje de casos
resueltos no es una estadística de la que nos guste hablar.
Se
despidieron y Magda lo acompañó hasta la escalera. Cuando Martello
arrancaba su auto, vio que se apagaban las luces del restaurante pero
distinguió una silueta que saludaba con la mano, en el contraluz de la
ventana. El gesto diminuto lo reconfortó.
El
restaurante era aquél al que Gaudet lo había invitado, alabando el sitio
como "super elegante y super exclusivo". Ambas cosas eran
ciertas y además la comida era de veras buena. Tan
buena como la propietaria, y se sorprendió evocando las curvas de
Magda.
Eran
casi las doce pero quería ver al menos uno de los videos. Total, para muestra basta un botón. Eligió uno al azar y lo cargó
en la videocasetera. Control remoto en mano, dos o tres veces paró,
retrocedió y volvió a pasar la cinta a baja velocidad. No había
caso, necesitaría un equipo de edición profesional para encontrar
evidencia de lo que buscaba, si es que realmente había estado ahí.
Cargó
otro video y lo pasó a velocidad doble. Más de lo mismo, con otras
co-estrellas: no valía la pena perder el tiempo hasta que consiguiera el
equipo. Bostezó hasta que se le saltaron las lágrimas, apagó la
videocasetera y el televisor y se fue a dormir.
Cuando
el teléfono sonó, pensó que había dormido nada más que quince
minutos. Miró la hora en el radiodespertador: las 06:45. Dios,
no hay derecho, necesito dormir una hora más por lo menos.
Al
teléfono le importaba una mierda su agotamiento porque seguía sonando
implacable.
-
Martello...- pudo articular pero la voz le salió velada.
-
Comisario, disculpe, habla Romero.¿Lo desperté?
Y
la puta madre que te parió, ¿vos qué opinás?.
Era el sargento del turno de la noche.
-
Diga, Romero, - obvió la respuesta al otro interrogante.
-
Disculpe, comisario, pero hubo un hecho...
-
Cabo, - susurró furioso.- No se disculpe más. ¿Qué pasó?
-
Llamaron del chalet "El Águila ". Los perros atacaron al
propietario.
-
¿Y por qué no llamaron a los bomberos? - preguntó, al borde de la
locura homicida.
-
Disculpe, señor. No, ya sé, disc... Quiero decir, llamaron, pero no
sirvió para nada. Los perros lo mataron.
-
¿Qué? - se sentó en la cama de sopetón y se mareó.
-
Eran los perros de la casa, ¿se da cuenta, señor? Atacaron al dueño...
y lo mataron.
-
Voy para allá. - Esta vez la voz le salió aguardentosa y se aclaró la
garganta.
-
Sí, señor. ¿Le mando un móvil? - el sargento se apiadó.
-
Sí, gracias, Romero. - No se sentía en condiciones de manejar.
Se
duchó a las apuradas y se lavó los dientes. Mientras se vestía a los
trompicones, un pensamiento que no terminaba de formársele en la mente lo
perseguía por toda la habitación. A punto de salir, tropezó con la mesa
del comedor y el block anotador con la lista de nombres. La luz de la
verdad le fulguró en la cabeza: Gerardo Grünebaum, propietario de
"El Águila", era uno de los implicados.
Dios
mío, no lo permitas. Por favor, que no sea cierto, rezó
mientras se subía al patrullero que esperaba en la puerta de su casa.
Ilustración:
“Belvedere”, Maurits C. Escher
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