a ciudad es un dibujo
de Escher: parece tener tres dimensiones pero es nada más que una ilusión
óptica fabricada por la mano de un artista de mente sinuosa. Su atroz
realidad está constituída por las dos dimensiones del plano inexorable
del que no puede escapar aunque lo intente. Al principio el ojo es engañado
y disfruta de sus idas y vueltas y de sus recovecos misteriosos que, uno
supone, evocan historias
perdidas; se divierte con las escaleras imposibles que suben y bajan al
mismo tiempo, recorridas por transeúntes inmunes a las leyes de la
gravedad y sonríe al ver rostros curiosos asomados a ventanas abiertas
hacia un universo tergiversado.
La ilusión del dibujo
dura hasta dar vuelta la página y poner la atención en la lámina
siguiente, que muestra otra paradoja ilustrada. La ciudad, en cambio,
continúa ahí, impertérrita, estólidamente pertinaz en su tozudez
violatoria de las leyes físicas. Calles que no van a ninguna parte,
curvas que desembocan en llanos sin caminos, miradores asomados a valles
inalcanzables. Juegos de luces y sombras que provocan una falsa sensación
de profundidad y vida en las ventanas entreabiertas, en las puertas
entornadas y en los rostros entrevistos detrás.
Se puede buscar
eternamente y no encontrar nada más que la plana cartesianidad de ese
universo poblado de seres tan planos y tan atrapados como él mismo en sus
trazos despiadados. Porque sólo un demiurgo
igualmente
despiadado podría haber condenado a seres humanos a esa nada impalpable,
que respiran pero no ven, que recorren sin saber que no hay escape
posible, en donde creen vivir pero únicamente transcurren como meros
borrones hasta que el dibujante-demiurgo decida borrarlos, tacharlos o
cambiar su génesis con un movimiento de su pincel.
Viven su imitación de
vida, ocupados en conocer más de la vida de los demás que de la propia,
eternamente asomados a la baranda de una escalera que sube o baja según
la perspectiva, espiando a la ventana de arriba o abajo desde donde son
espiados sin saberlo. En la ciudad escheriana todos viven ansiando vivir
la vida de los otros, creyendo que es distinta y no saben, no pueden
saber, que el otro son ellos y ellos son el otro en la ventana
entreabierta y detrás de la puerta entornada, asomados al balcón de otro
que es el propio disfrazado.
Y creen que se odian,
pero las dos dimensiones no son suficientes para albergar un sentimiento
semejante, tan multidimensional y desequilibrado en su pasión. El odio es
tan complejo y tan no-lineal como el amor y por esa misma razón tampoco
aman. El único sentimiento que prueban es a la vez un un pecado capital.
Envidia. Envidian la puerta del otro, la escalera más alta o con más
vueltas; la casa con más ventanas, la figura mejor dibujada, el trazo
mejor definido del otro, sin saber que el otro envidia de ellos el peldaño
de la escalera en el que están parados, los postigones que entreabre para
asomarse o el trocito que cielo dibujado que asoma en el ángulo imposible
de alguna ventana abierta a la nada. Conspiran inútilmente para derribar
muros, tomar posiciones y emplazar sus máquinas de asalto ante el
castillo del de enfrente o abajo y conquistar ese sitial que creen está más
alto y permite una mejor vista, sin saber que por estar condenados a la
no-espacialidad, no hay arriba ni abajo, adentro o afuera, mejor o peor.
Yo sí sé. Sé de sus
pequeñas, ínfimas maquinaciones estériles, de su mezquindad hacia los
otros que no es más que el reflejo especular de la mezquindad de los
otros hacia ellos. Conozco los objetos de sus envidias destructivas,
suscedáneas del verdadero deseo. Conozco sus historias pequeñas y sin más
sentido que el de vivir para provocar, ¡al fin! la envidia de los otros
que les dé la sensación de estar vivos.
Voy a hacer algo por
ellos. Tanta obstinación en parecer lo que no se es merece un premio y yo
voy a dárselos. Cobardes, esperan que una Némesis ineluctable lleve a
cabo lo que su sacrosanta envidia anhela, acabando con los que tienen algo
más, mejor, más alto, más rico, distinto, porque no tienen el valor de
hacerlo con sus propias manos. Envidian lo diferente porque no pueden ser
diferentes a lo que son, necios encerrados en sus pobres ejes ortogonales
y planos. He decidido darles lo que piden desesperadamente. Seré el ideólogo
y el brazo ejecutor pero no tendré motivos propios. Me limitaré a los
motivos ajenos, grandes o pequeños, justificados o injustificables. No
habrá pasión en mis actos, sino que reflejaré la que ellos tengan en su
anhelo de ver al otro acabado y gozar de su triunfo. Les daré ese triunfo
que no se atreven a alcanzar por miedo al "qué dirán". Los haré
felices. Voy a enseñarles el odio.
1.-
El
comisario Hugo O. "Loco" Martello levantó la vista de los
papeles que tenía delante para mirar de nuevo al cabo Cáceres. El
uniforme de Cáceres estaba a punto de deflagar y en cualquier momento los
botones iniciaban un Big-Bang microcósmico a la altura de la barriga
macrocósmica del cabo, adquirida a fuerza de pizza, facturas, cerveza y
mates asquerosamente dulces para pasar las horas muertas en la Regional.
-
Estoy ocupado, Cáceres. Necesito terminar esta puta planificación para
el viernes. ¿No pueden ocuparse ustedes? ¡Agarren el móvil y déjenme
de joder!
Cáceres,
impertérrito como el busto de yeso del Juan Vucetich que adornaba la
entrada de la Regional e ineluctable como el Gotterdamerung, retrucó con placer casi orgásmico.
-
Estamos sin nafta.
Martello
puteó al aire y firmó el vale de gastos arrugado por el manoseo que Cáceres
traía en el bolsillo.
-
Pónganle nafta y vayan. Ya.
En
la Regional ya habían aprendido que cuando el "Loco" Martello
no gritaba lo mejor era tomar las salidas de emergencia y Cáceres se
ajustó al procedimiento sin vacilar.
Martello
miró alejarse el culo panorámico de su subalterno, escasamente contenido
por el uniforme arrugado, con un suspiro de resignación. Había pedido más
personal, mejor calificado, pero la respuesta por lo general era una
variación de :"Por ahora no podemos asignar más personal a las
regionales. Espere hasta la temporada". Como si fuera de temporada no
se cometieran delitos, aporreó el escritorio.
La
bendita temporada, cuando la ciudad, sus localidades-satélite y el resto
de "villas-de-la-Virgen-de-algo", "ciudades-del-monte-de-ahí-arriba"
y "balnearios-de-la-piedra-de-más-acá" parecían adquirir vida
propia y brillaban con enfermizo brillo de luciérnaga hasta que el último
turista se iba, decepcionado por las vacaciones mediocres que acababa de
pasar y decidido a no volver por lo menos en veinte años. Menos
mal que los turistas que vienen por estos lugares suelen tener pésima
memoria y vuelven, o quién sabe, odian a algún vecino y le recomiendan
el "paraíso escondido" y "la calma reparadora". Si
no, quién sabe de qué vivirían los locales.
Durante
la temporada los intendentes despilfarraban recursos entre recitales
gratuitos de grupos de rock que habían conocido épocas de gloria,
fulgurantes estrellas del tango devenidas agujeros negros galácticos,
carreras de motos y de embolsados, exposiciones de artesanías de dudosa
procedencia indígena, la fiesta del dulce de membrillo, el festival de la
doma y jineteada donde desde hace veinte años se doman los mismos garañones,
a Dios gracias, porque si te toca un animal nuevo o que no conocés por ahí
tenés tanta mala suerte que te tira mal y... ¡Ah, sí! El evento máximo
de la temporada, la fiesta nacional del folklore con mayúscula, que
convoca a gentes de todo el país y del exterior. Martello dejó la birome
y apoyó la frente en la palma de la mano. Sí, gentes de todo el país:
borrachos, rateros, ladrones de autos, punguistas, descuidistas,
revendedores de entradas, puesteros de choripan sin autorización ni
certificado bromatológico...
Si
hasta los mismos vecinos de la capital del folklore se apresuran a
perpetrar sus pequeñas estafas a los inocentes de turno, alquilándoles
cuchas de perro para dormir, o fingiendo brindar alojamiento en casa
particular, baño privado, limpieza y economía, para aprovechar la salida
de los incautos y desvalijarlos en sentido real y figurado para luego
asegurar ante el uniformado de turno en la esquina del estadio que
"yo no conozco a este señor, es un sinvergüenza, nunca estuvo por
aquí, pase agente y mire, ¿ve que no hay nada?" y no hay nada
porque ni los bolsos les dejaron.
El
festival es el karma de todas las regionales, el calvario de los agentes
de consigna y la úlcera de los comisarios a cargo del operativo. Por lo
menos, ahora son dos, como mínimo. Martello tuvo suerte, llegó en la época
de los operativos conjuntos.
Las
jambas de la puerta de su
oficina temblaron como durante un seísmo cuando Cáceres, el cabo Bustos
y un agente nuevo - no se acordó del nombre hasta que lo leyó en el
plastiquito de identificación: Alvarez, Marcelino - trataron de entrar
todos a la vez, las bocas jadeantes, los ojos desorbitados de tan abiertos
y con ese inconfundible olor al sudor que provoca el miedo. Fue el olor lo
que alertó a Martello.
-
Gaudet...- balbuceó Cáceres y se quedó resollando. Los otros dos
estaban mudos.
Antonio
Gaudet, empresario inmobiliario. Así se presentó el día en que Martello
había asumido funciones en la regional.
Miró
a sus subordinados durante por lo menos cinco segundos y eso le bastó
para saber. Se apoyó con ambas manos en el escritorio para levantarse.
-
Vamos.
Alvarez
Marcelino palideció. Iba a abrir la boca temblorosa cuando Martello lo
atajó. Nada de pendejos vomitando
en la escena del crimen.
-
Quédese, Alvarez. Alguien tiene que atender el teléfono.
-
Síseñor.
Nadie
habló durante el trayecto. Bustos manejaba con concentración digna de un
piloto de rally recorriendo el prime
por primera vez. Cáceres, sentado en el asientro trasero, sudaba como un
caballo y miraba por las ventanillas con expresión desorbitada, como si
esperase encontrarse al asesino a la vuelta de cada curva. Martello
aprovechó la pausa silenciosa para "reunir la información
interna", como le gustaba llamar a sus cavilaciones sobre los casos
que le tocaban.
Antonio
Gaudet no era del lugar: era un "venido", con todo la ironía y
la desconfianza que inspiraba el apelativo. Divorciado, emparejado y
desemparejado varias veces, era conocido por sus sospechosamente excesivos
y públicos agasajos a la agraciada de turno. Agraciada que por lo general
era de mediana edad y poseía medios de subsistencia más que suficientes
para llevar estilos de vida si
no notables, por lo menos desahogados. Gaudet nunca andaba con chiruzas o
tiradas, no en público. Su auto siempre tenía menos de dos años de
antigüedad, su cuatro por cuatro era la de más potencia y con las
llantas más nuevas, sus carteles de venta de propiedades eran los más
llamativos. Gaudet siempre sonreía con sonrisa de ganador y es que se había
propuesto serlo el mismo día en que había llegado a la ciudad, con una
valija medio rota con un solo traje dentro por único capital pero
preparado para llevarse el mundo por delante o morir en el intento. Extraña
elección de lugar para vivir y triunfar, la de Gaudet.
"Yo
elegí este sitio para hacer de él mi paraíso y lo logré", le había
contado a Martello, alardeando de su calidad de "sélfmeidman",
pronunciado así, en espanglish, mientras saludaba con deslumbrante
efusividad a otros notables de la localidad durante la asunción de las
nuevas autoridades policiales. No había terminado la reunión que ya había
armado una comida para la semana siguiente, en uno de los restaurantes más
nuevos. "Es superexclusivo y yo soy muy amigo de los dueños. Yo les
vendí la propiedad, la verdad es que les hice hacer un negocio
espectacular".
A
nivel de antecedentes policiales (en
pueblos como éste no se salva casi nadie, había filosofado
Martello al revisar los ficheros), Gaudet figuraba como testigo o imputado
no procesado en varios casos de esos que la gente bien no comenta en voz
alta. Una o dos pachangas
terminadas en escándalo lo habían tenido en supuesto rol protagónico y
una ex-belleza local le había hecho juicio por paternidad y se lo había
ganado. Del cálculo de la edad del vástago irregularmente habido surgía
que la ex-belleza era menor de edad cuando el empresario la había
favorecido con sus atenciones. Las pachangas no hubieran tenido mayor
trascendencia si los videos filmados durante las mismas no hubieran sido
después vistos por los padres de las excesivamente jovenes starlets del
porno. Hubo cárcel para varios "sementales" - muy - mayores de
edad. Varias de las entonces menores implicadas, se habían ido a estudiar
o trabajar o algo a la capital o a alguna ciudad lo suficientemente
alejada como para que sus antecedentes cinematográficos no les opacaran
posteriores actuaciones. Algunas de las que se habían quedado habían
iniciado un camino sin regreso en la calle. Martello conocía los
prontuarios de las - ya no tan - pendejas y sentía lástima por ellas.
Para la causa se habían secuestrado los videos. No se habían encontrado
pruebas de la participación de Gaudet.
-
Ya llegamos.- Cáceres abrió la boca por primera vez desde que salieran
de la regional para indicar el final del trayecto.
El
cuerpo estaba atado a un tala retorcido que nacía de la ladera empinada y
levantaba la copa demasiado orgullosa como para pedirle agua al cielo.
Unos treinta metros barranca abajo, el auto colgaba de unos arbustos
espinosos, emperrados en no desprenderse de las piedras en las que estaban
enraizados.
Martello
bajó con cuidado y se acercó al tala con precaución para no clavarse
las espinas. Quien hubiera
atado a Gaudet al árbol no había tenido tantos cuidados con su víctima:
varias púas oscuras traspasaban la carne y la ropa del muerto. El
comisario rodeó el árbol para enfrentarse al cuerpo.
-
A la mierda,- murmuró, impresionado a su pesar. Respiró profundo para
contener el vómito y cuando pudo controlar el reflejo, manoteó el
celular para llamar al forense.
Ilustración:
“Relatividad”, Maurits C. Escher
®
El folletín del crimen triste
por Mónica Sacco
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