Vitico
no era alguien con destreza para planchar su pantalón. Se le veía
clarita su manía de quedarse pensando boberías ante el espejo.
Pobrecito
Vitico.
Junto
con llegar y decir Buenas, le notaste su aire de monólogo gagueado; y esa
cara que se le desbordaba de ser un blanco fácil, esa noche, para reírte
de él. Sobre todo por el escote tuyo, que parecía se lo habías
alquilado a dos angelitos, para que vivieran en él. Y también por tus
maneras felinas, de Bengala; y por tus ojos de Hollywood (quién hubiera
dicho que eran de contacto).
Vitico
(pobrecito), cuando te presentaron formalmente, “Mucho gusto,
Carmina”, cayó redondo en las redes pesqueras de tu escote. Se le puso
la cara como quien mira una aparición santa y bendita. Y tú, bandida, lo
hacías de maldad. Se te caía todo de las manos: que si un lápiz, un pañuelo,
un arete. Estabas torpísima esa noche, pero era nomás por doblarte y
verlo cómo se ponía.
Luego
fue llegando la gente, las felicitaciones a la cumpleañera. Pusieron a la
Billo’s. Guaracharon. Se tiraron grajea unos con otros, como en
cualquier cumpleaños.
Vitico,
en su rincón, no te quitaba los ojos. Y tú meneando el rabo con Ramiro,
o con Néstor, o Albino. Hasta a mí me sacaste.
Finalmente,
el pobrecito se apartó para seguir desde allá atrás, en una sola
zozobra.
La
fiesta estaba cada vez más animada. Las polares iban y venían, y Vitico
seco, alejado de todo. Nomás estaba allí para mirarte.
A
media noche se prendió una batalla campal de pasapalos. Albino sacó una
navaja y se lo tuvieron que llevar a rastras entre varios.
Luego
vino la torta. La cumpleañera Lourdes mostró que a sus sesenta tenía
aliento de sobra todavía.
Ayudaste
a cortar y a repartir y (por supuesto) fuiste tú en persona quien se
acercó hasta allá, hasta el rincón más apartado de la fiesta, en el
patio, donde Vitico estaba sin haber bailado, sin haber conversado ni
comido en toda la reunión.
Al
parecer fue “Gracias” lo que dijo cuando le diste el plato de cartón.
No se le entendía casi, porque su voz era un ruidito pasmado; porque
Vitico no era voz ni manos ni corbata prestada: solamente un par de ojos,
engordados como esos globos que decían desde el techo Feliz Cumpleaños.
Casualmente,
los tacones te tenían maltratada. Y casualmente también, había una
silla desocupada al lado de Vitico.
No
sé cómo hiciste para atajar la risa que venía subiendo como erupción a
tu cara, pero cuando dijo “Señorita ¿podría hablarle?”,
contestaste, muy seria, sobándote el pie como correspondía a una
vampiresa extenuada por tanta Billo’s seguida, “Cómo no, señor Víctor.
¿Víctor es su nombre, verdad? Dígame, con confianza. ¿Necesita algo?
¿Una cervecita? ¿Un ron?” Y Vitico “No, no es eso, permítame un
segundo; no es eso”.
Debe
anotarse que estaban en el fondo de la casa. Que había matas. Que era
tarde. Que un bolero llegaba desde adentro, y los pies arrastrados, y las
voces alejadas en el baile como propiciando. Que tú ondulabas el torso y
que el vaivén con que seguías la melodía se acentuaba en tus senos. Que
eras ciertamente bella y que el claroscuro que bajaba de las matas y de
ningún bombillo cercano te daba un aire que trancaba los grumos de
palabras en la boca de él.
Lo
intentó varias veces.
Comenzaba,
se ponía colorado, frenaba en seco. Volvía a comenzar.
Aquello
excedía todo aguante y soltaste la risa. Mejor dicho, la risa se te soltó
por todo el cuerpo: te doblaba; te alzaba como si una brida; se volvía
terremoto en tus pechos.
Y
Vitico entonces se puso digno y perdió la gaguera de repente, para
declarar, con voz clara, de locutor graduado: “Estas cosas no se pueden
decir”. Y para corroborarse, te arrancó de un zarpazo el escote.
Fue tan veloz y vehemente
que cuando que cuando acudieron ya tenía que cumplirte, por señorita y
por menor.
*Maracaibo
- Venezuela
|