Iba por la vida
conjeturando, con su casi metro noventa de altura, la imaginación en
vigilia y los ojos hundidos y cerrados. A punto tal llegaban sus divagues,
que creía que el sistema nervioso central era una monarquía en la que la
vista, dominante, tiránica, abusiva, supresora, detentaba el poder
absoluto. El oído, el gusto y el tacto, por su parte, encarnaban una
clase en decadencia, reducida, sometida, rebajada, que aunque aun podía
disfrutar de la música, los manjares y las sedas, se encontraba constreñida,
sin posibilidad de desarrollar sus potencialidades. El olfato, en cambio,
transitaba por la antesala de la extinción. Sólo el milagro de una flor
le hacía olvidar brevemente las desdichas, como los miserables que
encuentran su láudano en la borrachera del domingo. Tal vez en su caso,
pensaba, los ojos hubieron de ser guillotinados por algún Robespierre,
ante la chusma sedienta de venganza, libertad, igualdad y fraternidad,
dando paso a un nuevo orden, tras lo cual el resto de los sentidos
adquirieron un nivel de perfeccionamiento insospechado.
Sin embargo,
siendo capaz de figurarse ciudades, campos, montañas y ríos, la mujer le
resultaba indescifrable. En sus fantasías eróticas luchaba por apartar
la imagen materna de las otras, a quienes sospechaba en forma fragmentaria
e imprecisa, sin saber qué distancia las separaba de la realidad.
El otro sexo era
para él una invención, el conjunto de un interior conocido con un
exterior inexplorado e incomprensible. Podía navegar el piélago del alma
femenina, podía percibir la
agitación de sus más furtivas emociones, pero no lograba siquiera
sospechar su cáscara, su envase, su carapacho, su cobertura, a punto tal
de llegar a figurarse una humanidad con un solo sexo, en la que las
mujeres eran entes inmateriales, fantasías, entelequias, ensueños. Pero
la existencia de su madre constituía la prueba irrefutable del error.
También tuvo épocas
en las que sospechó que podrían tratarse de esencias desnudas, sin
carne, ni huesos, ni vísceras, ni nervios, aunque pronto lo descartó por
incompatible con el concepto de ser humano. Finalmente comprendió que al
haberlas reconocido valiéndose del olfato, el oído y parcialmente del
tacto, sin la ayuda del gusto, disponía de insuficientes datos para
efectuar una síntesis confiable.
¿Tendrían
piernas, nalgas, cintura, tórax, como los hombres? se preguntaba.
Probablemente sí. Oía sus pasos, usaban zapatos, pantalones, cinturones,
y chaquetas. Sabía que vestían diferente, que se maquillaban, pero seguían
siendo referencias escasas.
Algún día lograría reunir los datos faltantes pero ¿cómo sabría,
llegado el momento, cuales eran las hermosas y cuales las feas? Terminó
por aceptar que las cosas tenían la forma que él les daba dentro de su
mente, frontera de la realidad. La mujer tenía, pues, alma, manos, cara y
cabellos, por ahora. El resto eran abstracciones que no lograba disponer,
ensamblar, componer, vincular.
Aquella
tarde se presentó en su casa una joven pequeña, violonchelista, de manos
tibias y suaves, diciendo que traía cuatro poemas que había hallado por
casualidad, dentro de una carpeta que llevaba su nombre y dirección. La
muchacha le contó que los había leído y que le resultaron más que
interesantes. El reportero de los meandros profundos y las exterioridades
inexistentes, agradeció la molestia y el cumplido, sin mucho entusiasmo.
Elogios parecidos le llegaban de quienes recibían por compromiso sus
trabajos, de manos de su madre, al sólo efecto de complacerla y de
disimular la conmiseración que sentían por él. Estaba acostumbrado a
esta suave hipocresía, forma barata de caridad que tranquilizaba sus espíritus.
La aceptaba con resignación, sabiendo que así serían las cosas mientras
su madre existiese. Ella seguiría distribuyendo manuscritos, él
consintiendo y ellos dándole a su vez, la oportunidad de hacer su propia
obra piadosa a bajo costo.
Sin
embargo la muchacha había ido más lejos que los demás. Nadie antes, de
los muchos que lo felicitaban, habían leído una sola letra, lo sabía
muy bien. Ella en cambio recordaba, comentaba, analizaba, se había
interesado y eso le hizo cosquillear la punta de sus dedos. Le produjo la
sensación de que el cuero cabelludo era pinchado por millones de pequeñas
agujitas.
Así
las cosas fueron desenrollándose como una alfombra. Del encuentro surgió
otro y a este le siguieron conciertos y otras reuniones. Sin notarlo,
llegaron a la idea de publicar los poemas, para lo cual debería corregir
y agregar algunos más. La consulta con el editor lo colocó en el
compromiso de escribir con un límite temporal. El proyecto demandaría
horas de trabajo, algo que excedía el tiempo disponible de su madre. La
muchacha, que al comienzo se acercaba espaciadamente,
fue aumentando la frecuencia de sus visitas hasta convertirse en la
colaboradora imprescindible, con la que debatía temas, opciones
expresivas, corregía y sobre reescribía. La escriba anotaba y estaba
viva.
¿Cómo
sería ese ser brotado de la nada? comenzó a preguntarse. Reconocía sus
pasos, su perfume, la calidez de sus manos y el largo de su cabello. La
creciente confianza le permitió explorar frente, labios, nariz y cuello
con la yema de los dedos. Aunque la figura cobraba forma, aun seguía
groseramente amputada. El conocimiento era exiguo.
Cierta
vez, al tocar su hombro involuntariamente, percibió un sutil
estremecimiento y un aroma
diferente. Olía una emoción desconocida. Los machos detectaban a las
hembras en celo, pero él no podía decir si este era el caso. Eso que
distinguía con claridad del perfume habitual, lo excitó. Al día
siguiente, ahora con intención, acarició
los cabellos y le tomó ambos hombros por detrás. El aroma volvió a
aparecer, más intenso, más diferenciado, acompañando al mismo
estremecimiento. ¿Exhalaría él también algún olor especial?
Seguramente, pero ella no sería capaz de percibirlo porque su cerebro
estaba sometido a la dictadura visual. Aunque el oído estuviese mejor
desarrollado que en el común de las gentes y hasta cierto grado también
el tacto, por razones inherentes a su profesión, era natural suponer que
el olfato estuviese al borde de la atrofia.
Sus
manos, que se hicieron cuatro, recorrieron sin resistencia territorio
inexplorado. Los otros tres sentidos se sumaron al reconocimiento
rellenando baches, y la imagen se perfeccionó con rapidez. Era
afortunado, y mucho, al acceder a la representación corporal
femenina, a través de un prototipo de exquisita belleza.
Memorizó
el sabor, el olor, el quejido y la rugosidad de cada poro, de cada secreción,
de cada región, en cada momento. Registró los accidentes de todos los
caminos, los roces de la piel, el fru fru de las sábanas y los cambios de
profundidad de la respiración. Correlacionando referencias, armonizando
tiempos, cual director de orquesta, logró afiatadas ejecuciones con
finales justos.
Restó
toda trascendencia a la inversión hecha, al haber recibido una crítica
desabrida, al escaso
esplendor de la venta y a que la edición durmiese en los anaqueles sin
ser molestada. Estaba
convencido que sólo se es feliz cuando se desea lo que se tiene. A
diferencia de otros, tenía conciencia de serlo. Perdía importancia todas
estas pequeñas cosas, o el no comprender lo qué es el horizonte, frente
al regalo que la vida le hacía a cambio, colocando a su lado a esa mujer
incomparable.
El
atardecer se escabullía entre nubes quietas mientras caminaban lento,
tomados de la mano. Él, muy erguido, no había querido llevar el bastón,
distraído de temores. Cuatro muchachos corrían apurados en sentido
contrario, dando saltos de rayuela, casi gritando, palmeándose en las
espaldas. Cuatro pasos antes de cruzarse, uno de ellos dijo
––Ahí va Sarrasani con su chimpancé
–y se alejaron riendo.
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