Estas
palabras que te asombrarán se encontraron en una hoja suelta, sin fecha,
entre los papeles de Ferdinand de Saussure, el hombre que cambió el rumbo
del pensamiento científico del siglo XX. Las suscribo y agrego que, de mi
parte, mi aporte a los cambios, en los últimos diez años, se reduce al
de las cortinas del baño. Ante la tortura que significa para mí
enfrentarme al ordenador, el esfuerzo de Sísifo queda en una nimiedad.
Cuando me dijiste –dulce y comprensivamente-: “estás bloqueada”.
Esto es una pincelada en un cuadro impresionista: me sentía bajo una lápida
de toneladas de hierro, inmóvil y sin poder respirar. Valoro muchísimo
tu aporte para que no pierda el ritmo del crecimiento imparable de las
nuevas técnicas, pero es imposible para mí dar un solo paso hacia
adelante. Esto me ayudó a reflexionar mucho y quiero contarte los
resultados. Lo primero que hice fue remontarme al término téchne.
Los griegos dieron esta palabra a los objetos que creaban los artesanos
impulsados por la necesidad, ya que physis (la naturaleza) no se
los proporcionaba. Como de techné deriva tecnología, cualquier
persona normal habría pensado en la brújula, la imprenta, la
electricidad, la tecnología actual. No fue mi caso. Pensé en la
cuchara (que, por cierto, no sé si fue invento de los griegos). Fue tan
perfecta desde su origen que, a pesar del transcurso de los milenios, no
necesitó modificación alguna. Es agradable de contemplar, tan arcaica y
tan cercana, tan suave, sin el mínimo toque de agresividad que tienen sus
compañeros, el cuchillo y el tenedor, que fueron creaciones posteriores.
Y me observé en mis tareas: plancho con el trapito mojado porque aunque
la plancha es a vapor no sé por dónde se le pone el agua, lavo mi ropa a
mano (excepto las sábanas y las toallas) porque estoy segura de que el
lavarropas arruina los tejidos, sé cómo encender y apagar la radio pero
ignoro cómo se cambia de emisora (escucho solamente música clásica y no
me interesa escuchar noticiarios porque siempre pasa lo mismo: violencia y
destrucción), soy la única persona que conozco en Madrid que no tiene
teléfono móvil y el fijo, que me instaló Telefónica, según me han
dicho es capaz de bailar el Cascanueces, pero apenas me atrevo a
escuchar los mensajes. No sigo porque no quiero aburrirte, ni tampoco
hacer que pierdas tu tiempo, que además de ser valioso podés emplear en
cosas más útiles. Vos, sin embargo, te volcás hacia delante con ímpetu,
sin miedo y con resultados alentadores. Nuestro querido Chacho me dijo una
vez que “las mujeres nos
dividíamos en histéricas y obsesivas; las primeras son más seductoras y
más creativas”. A pesar de la generalidad de la distinción y de la
especificidad del sexo, el comentario me dio quehacer. Sin contarte los
caminos escarpados que recorrí, llegué a la conclusión de que la
humanidad se divide en histéricos y obsesivos. Los histéricos son los
inquietos, los artistas, los que van a la vanguardia; con ellos el
progreso está asegurado. Los obsesivos son lentos, reflexivos, miran
hacia el pasado: preservan la historia del hombre. Vos sos histérica; yo,
obsesiva. Vos sos Prometeo (‘el previsor’) que al darle al hombre las
ciencias y el arte lo lanzó a la carrera loca del futuro. Yo soy Epimeteo
(‘el de pensamiento tardo’), tu hermano. Tu mentalidad es
especulativa, es decir, alumbradora, productiva, innovadora. Mi
racionalidad es deliberativa: dado un hecho, soy capaz de analizarlo,
comprenderlo, hasta me atrevería a decir que a establecer sus causas y
consecuencias, pero no más de eso. Para probártelo voy a darte algunos
ejemplos de mi “biografía” intelectual. Podés parar de leerme en
cualquier momento y echarme a la papelera, no me ofendo, pero sigo. Cuando
tenía veinte años leí Ser y tiempo. Por supuesto, no lo entendí
(a los veinte años hay que divertirse, enamorarse, hacer locuras
–experiencias de las que no me privé- y no meterse en esas honduras);
agregado a esto su adscripción filonazi, hicieron que lo desterrara de mi
vida. A mediados de los ochenta empecé los seminarios de filología con
el querido e inolvidable Rafael Lapesa. Durante ocho años, codo con codo
con Beatriz Entenza, asistí a la reconstrucción de la literatura y de la
vida de España, desde el Cid hasta la generación de 1936 incluida, y
aprendí a entender sus costumbres, sus ritos y hasta sus olores.
Porque los grandes dan un panorama profundo del mundo a través de
las letras que no tiene término de comparación con el que pueda dar otro
grande de cualquier otra ciencia. Soy incapaz de transmitirte ese
conocimiento, y menos en este envío, pero si querés deleitarte con algo
parecido leé Por el sótano y el torno, de Tirso de Molina, en
versión anotada por Alonso Zamora Vicente, ed. Castalia, col. Clásicos.
La obra no vale nada, pero la reconstrucción de Madrid es un fresco que
no puede lograr el mejor historiador. Quise más y buscando bibliografía
llegué a Hans-Georg Gadamer,
el creador de la hermenéutica. Fui remisa en principio: era discípulo de
Heidegger y con cierta displicencia hinqué el diente a Verdad y método.
Quedé fascinada. Como una posesa buscaba todos sus libros,
desconfiaba de las traducciones en los pasajes que me resultaban oscuros,
hasta que en un suplemento literario al leer una semblanza sobre él, me
entero de que dos de sus discípulos dilectos eran Gianni Vattimo (que
siguió derroteros que no me interesaron) y el español Emilio Lledó. Sin
la desconfianza de una mala traducción, me dediqué al “alumno” y sin
que él lo sepa se ha convertido en mi maestro. Me descubrió una
perspectiva nueva del mundo griego a través de autores conocidos pero mal
leídos porque, acordate lo que decía Nietzsche: “todo lo que ahora es
filosofía, primero fue filología”. Completo este apartado con otra
experiencia. Hace unos meses, me dieron en Alianza las pruebas de un
ensayo de Hanna Arendt, también discípula de Heidegger,
sobre guerrilla y revolución. El tema no me entusiasmaba, pero
como era lectura pagada no podía negarme. Me deslumbraron la lucidez del
análisis y la claridad expositiva. Resumiendo, estoy deseando llegar a
Buenos Aires para agarrar el viejo ejemplar de Ser y tiempo,
pensando –ilusa de mí- que tal vez todavía esté en él el frescor de
mis veinte años. Para que el encuentro con mis ojos présbites, mis canas
y mi cara deformada por las arrugas, no sea tan drástico sé que mi
libro, que es un caballero, habrá amarilleado sus páginas. Como ves,
‘la de pensamiento tardo’.
Paso a
mi otra pasión: la música. Trabajar en casa me permitió desarrollar el
oído como si hubiera estudiado este arte desde la niñez. Dieciséis
horas diarias de escucha no es un lujo al alcance de cualquiera. Desde que
conocí a Julián, melómano sin parangón, sigo sus instrucciones y todo
su esfuerzo reside en hacerme entrar en la música clásica moderna. Por
ejemplo, cuando estuve en Londres, en 1992, estuve en el Covent Garden en
una representación de Muerte en Venecia de Britten, sólo por él.
Poco tiempo después fuimos al Real, en Madrid, a ver la obra cumbre de
este autor, Peter Grames. En ambas ocasiones me aburrí
soberanamente. No podía pasar del siglo XIX. Pensando en esta cuestión,
un día se me ocurrió preguntarme qué les hubiera sucedido a los coetáneos
de Monteverdi si les hubieran lanzado a bocajarro un Cuarteto de
Beethoven. Lo mismo que me estaba pasando a mí. ¿Y si por mi ignorancia
me perdía a un Beethoven? No te exagero, pero debo haber escuchado
quinientas horas de música del XX. Un día con una obra de Luigi Nono creí
que se me iba a desintegrar el sistema nervioso; no recuerdo el título de
la composición pero los “ruidos” que la conformaban de vez en cuando
me asaltan. Conclusión: Julián me dejó por imposible y yo aprendí a
valorar y a disfrutar desbocadamente de ¡Bach! ¿Ves? De nuevo ‘la de
pensamiento tardo’. Para consolarme me dije hay un músico moderno que
me fascina: Piazzolla. También tengo encima muchas horas de tango. Hace
mucho que no hablamos de este tema, te cuento que terminé decantándome
sin dudarlo por los autores de la guardia vieja: Vicente Greco, Eduardo
Arolas y Agustín Bardi (especialmente). Reelaboraron todos los recursos
del romanticismo, especialmente las arias de Verdi. A esta conclusión no
llegué yo solita, hablé con muchos tangueros que me orientaron. Los que
vinieron después, incluido nuestro querido Pichuco, fueron buenos discípulos
pero no superaron a ninguno de los de mi trilogía. Piazzolla estudió en
París con Nadia Boulanger, maestra de todos los grandes compositores e
intérpretes del siglo pasado, quien le recomendó que se dedicara al
tango. Vuelvo para atrás. Casi todos los recursos compositivos de los románticos
fueron “enunciados” por Beethoven, por eso se lo considera “el último
de los clásicos y el primero de los románticos”, frase que me
horroriza por lo vulgar pero da comodidad de expresión. ¿Qué hizo
Piazzolla? Poner los ojos en Beethoven. Volvió al origen del origen. En
los dos hay trabajo de armonía, no de melodía. Por eso sólo algunas
composiciones de ambos se pueden tararear. El resto son irreproducibles.
En Astor encontré hasta progresiones barrocas, quiere decir que fue más
atrás todavía. Otra vez ‘la de pensamiento tardo’.
¿Te das
cuenta de que no tengo remedio?
Ahora
quiero prevenirte de un peligro. A vos, Prometeo, no sólo te condenaron a
que te devoraran el hígado diariamente. Zeus creó a Pandora (‘todos
los dones’) para que te sedujera y te hiciera abrir la caja de los
males. Pero como sos tan astuto, desistió a último momento y me la mandó
a mí, Epimeteo, y sucumbí. Juntos echamos el contenido sobre los
hombres, pero en el fondo quedó enganchada la esperanza. Y fue así
porque los griegos no supieron definir esa abstracción compuesta de lo
racional y de lo irracional. Convencidos de que con el correr del tiempo
alguien iba a darle el lugar que le correspondía, la dejaron encerrada.
Con la fe les fue mejor: San Agustín dijo “no pasa por la razón” y
todos nos quedamos tranquilos.
Te pido
que desees fervientemente conmigo que Epimeteo y Pandora cuiden la caja
con extremado celo para que nunca se nos escape la esperanza.
* Nuestra corresponsal en Madrid
|