"Casi siempre se hallan en nuestras manos los  recursos que pedimos al cielo." 
William Shakespeare


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       ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


Los seres y los tiempos
Monólogo apócrifo y apodíctico

por Zulema González *

   

                

                                            

 

 

“...absolutamente incomprensible si no estuviera obligado a confesar que tengo un horror enfermizo por la pluma, y que esta redacción me procura un suplicio inimaginable, completamente desproporcionado con respecto a la importancia del trabajo”

 

Estas palabras que te asombrarán se encontraron en una hoja suelta, sin fecha, entre los papeles de Ferdinand de Saussure, el hombre que cambió el rumbo del pensamiento científico del siglo XX. Las suscribo y agrego que, de mi parte, mi aporte a los cambios, en los últimos diez años, se reduce al de las cortinas del baño. Ante la tortura que significa para mí enfrentarme al ordenador, el esfuerzo de Sísifo queda en una nimiedad. Cuando me dijiste –dulce y comprensivamente-: “estás bloqueada”. Esto es una pincelada en un cuadro impresionista: me sentía bajo una lápida de toneladas de hierro, inmóvil y sin poder respirar. Valoro muchísimo tu aporte para que no pierda el ritmo del crecimiento imparable de las nuevas técnicas, pero es imposible para mí dar un solo paso hacia adelante. Esto me ayudó a reflexionar mucho y quiero contarte los resultados. Lo primero que hice fue remontarme al término téchne. Los griegos dieron esta palabra a los objetos que creaban los artesanos impulsados por la necesidad, ya que physis (la naturaleza) no se los proporcionaba. Como de techné deriva tecnología, cualquier persona normal habría pensado en la brújula, la imprenta, la electricidad, la tecnología actual. No fue mi caso. Pensé en la cuchara (que, por cierto, no sé si fue invento de los griegos). Fue tan perfecta desde su origen que, a pesar del transcurso de los milenios, no necesitó modificación alguna. Es agradable de contemplar, tan arcaica y tan cercana, tan suave, sin el mínimo toque de agresividad que tienen sus compañeros, el cuchillo y el tenedor, que fueron creaciones posteriores. Y me observé en mis tareas: plancho con el trapito mojado porque aunque la plancha es a vapor no sé por dónde se le pone el agua, lavo mi ropa a mano (excepto las sábanas y las toallas) porque estoy segura de que el lavarropas arruina los tejidos, sé cómo encender y apagar la radio pero ignoro cómo se cambia de emisora (escucho solamente música clásica y no me interesa escuchar noticiarios porque siempre pasa lo mismo: violencia y destrucción), soy la única persona que conozco en Madrid que no tiene teléfono móvil y el fijo, que me instaló Telefónica, según me han dicho es capaz de bailar el Cascanueces, pero apenas me atrevo a escuchar los mensajes. No sigo porque no quiero aburrirte, ni tampoco hacer que pierdas tu tiempo, que además de ser valioso podés emplear en cosas más útiles. Vos, sin embargo, te volcás hacia delante con ímpetu, sin miedo y con resultados alentadores. Nuestro querido Chacho me dijo una vez  que “las mujeres nos dividíamos en histéricas y obsesivas; las primeras son más seductoras y más creativas”. A pesar de la generalidad de la distinción y de la especificidad del sexo, el comentario me dio quehacer. Sin contarte los caminos escarpados que recorrí, llegué a la conclusión de que la humanidad se divide en histéricos y obsesivos. Los histéricos son los inquietos, los artistas, los que van a la vanguardia; con ellos el progreso está asegurado. Los obsesivos son lentos, reflexivos, miran hacia el pasado: preservan la historia del hombre. Vos sos histérica; yo, obsesiva. Vos sos Prometeo (‘el previsor’) que al darle al hombre las ciencias y el arte lo lanzó a la carrera loca del futuro. Yo soy Epimeteo (‘el de pensamiento tardo’), tu hermano. Tu mentalidad es especulativa, es decir, alumbradora, productiva, innovadora. Mi racionalidad es deliberativa: dado un hecho, soy capaz de analizarlo, comprenderlo, hasta me atrevería a decir que a establecer sus causas y consecuencias, pero no más de eso. Para probártelo voy a darte algunos ejemplos de mi “biografía” intelectual. Podés parar de leerme en cualquier momento y echarme a la papelera, no me ofendo, pero sigo. Cuando tenía veinte años leí Ser y tiempo. Por supuesto, no lo entendí (a los veinte años hay que divertirse, enamorarse, hacer locuras –experiencias de las que no me privé- y no meterse en esas honduras); agregado a esto su adscripción filonazi, hicieron que lo desterrara de mi vida. A mediados de los ochenta empecé los seminarios de filología con el querido e inolvidable Rafael Lapesa. Durante ocho años, codo con codo con Beatriz Entenza, asistí a la reconstrucción de la literatura y de la vida de España, desde el Cid hasta la generación de 1936 incluida, y aprendí a entender sus costumbres, sus ritos y hasta sus olores.  Porque los grandes dan un panorama profundo del mundo a través de las letras que no tiene término de comparación con el que pueda dar otro grande de cualquier otra ciencia. Soy incapaz de transmitirte ese conocimiento, y menos en este envío, pero si querés deleitarte con algo parecido leé Por el sótano y el torno, de Tirso de Molina, en versión anotada por Alonso Zamora Vicente, ed. Castalia, col. Clásicos. La obra no vale nada, pero la reconstrucción de Madrid es un fresco que no puede lograr el mejor historiador. Quise más y buscando bibliografía llegué a Hans-Georg  Gadamer, el creador de la hermenéutica. Fui remisa en principio: era discípulo de Heidegger y con cierta displicencia hinqué el diente a Verdad y método. Quedé fascinada. Como una posesa buscaba todos sus libros, desconfiaba de las traducciones en los pasajes que me resultaban oscuros, hasta que en un suplemento literario al leer una semblanza sobre él, me entero de que dos de sus discípulos dilectos eran Gianni Vattimo (que siguió derroteros que no me interesaron) y el español Emilio Lledó. Sin la desconfianza de una mala traducción, me dediqué al “alumno” y sin que él lo sepa se ha convertido en mi maestro. Me descubrió una perspectiva nueva del mundo griego a través de autores conocidos pero mal leídos porque, acordate lo que decía Nietzsche: “todo lo que ahora es filosofía, primero fue filología”. Completo este apartado con otra experiencia. Hace unos meses, me dieron en Alianza las pruebas de un ensayo de Hanna Arendt, también discípula de Heidegger,  sobre guerrilla y revolución. El tema no me entusiasmaba, pero como era lectura pagada no podía negarme. Me deslumbraron la lucidez del análisis y la claridad expositiva. Resumiendo, estoy deseando llegar a Buenos Aires para agarrar el viejo ejemplar de Ser y tiempo, pensando –ilusa de mí- que tal vez todavía esté en él el frescor de mis veinte años. Para que el encuentro con mis ojos présbites, mis canas y mi cara deformada por las arrugas, no sea tan drástico sé que mi libro, que es un caballero, habrá amarilleado sus páginas. Como ves, ‘la de pensamiento tardo’.

Paso a mi otra pasión: la música. Trabajar en casa me permitió desarrollar el oído como si hubiera estudiado este arte desde la niñez. Dieciséis horas diarias de escucha no es un lujo al alcance de cualquiera. Desde que conocí a Julián, melómano sin parangón, sigo sus instrucciones y todo su esfuerzo reside en hacerme entrar en la música clásica moderna. Por ejemplo, cuando estuve en Londres, en 1992, estuve en el Covent Garden en una representación de Muerte en Venecia de Britten, sólo por él. Poco tiempo después fuimos al Real, en Madrid, a ver la obra cumbre de este autor, Peter Grames. En ambas ocasiones me aburrí soberanamente. No podía pasar del siglo XIX. Pensando en esta cuestión, un día se me ocurrió preguntarme qué les hubiera sucedido a los coetáneos de Monteverdi si les hubieran lanzado a bocajarro un Cuarteto de Beethoven. Lo mismo que me estaba pasando a mí. ¿Y si por mi ignorancia me perdía a un Beethoven? No te exagero, pero debo haber escuchado quinientas horas de música del XX. Un día con una obra de Luigi Nono creí que se me iba a desintegrar el sistema nervioso; no recuerdo el título de la composición pero los “ruidos” que la conformaban de vez en cuando me asaltan. Conclusión: Julián me dejó por imposible y yo aprendí a valorar y a disfrutar desbocadamente de ¡Bach! ¿Ves? De nuevo ‘la de pensamiento tardo’. Para consolarme me dije hay un músico moderno que me fascina: Piazzolla. También tengo encima muchas horas de tango. Hace mucho que no hablamos de este tema, te cuento que terminé decantándome sin dudarlo por los autores de la guardia vieja: Vicente Greco, Eduardo Arolas y Agustín Bardi (especialmente). Reelaboraron todos los recursos del romanticismo, especialmente las arias de Verdi. A esta conclusión no llegué yo solita, hablé con muchos tangueros que me orientaron. Los que vinieron después, incluido nuestro querido Pichuco, fueron buenos discípulos pero no superaron a ninguno de los de mi trilogía. Piazzolla estudió en París con Nadia Boulanger, maestra de todos los grandes compositores e intérpretes del siglo pasado, quien le recomendó que se dedicara al tango. Vuelvo para atrás. Casi todos los recursos compositivos de los románticos fueron “enunciados” por Beethoven, por eso se lo considera “el último de los clásicos y el primero de los románticos”, frase que me horroriza por lo vulgar pero da comodidad de expresión. ¿Qué hizo Piazzolla? Poner los ojos en Beethoven. Volvió al origen del origen. En los dos hay trabajo de armonía, no de melodía. Por eso sólo algunas composiciones de ambos se pueden tararear. El resto son irreproducibles. En Astor encontré hasta progresiones barrocas, quiere decir que fue más atrás todavía. Otra vez ‘la de pensamiento tardo’.

¿Te das cuenta de que no tengo remedio?

Ahora quiero prevenirte de un peligro. A vos, Prometeo, no sólo te condenaron a que te devoraran el hígado diariamente. Zeus creó a Pandora (‘todos los dones’) para que te sedujera y te hiciera abrir la caja de los males. Pero como sos tan astuto, desistió a último momento y me la mandó a mí, Epimeteo, y sucumbí. Juntos echamos el contenido sobre los hombres, pero en el fondo quedó enganchada la esperanza. Y fue así porque los griegos no supieron definir esa abstracción compuesta de lo racional y de lo irracional. Convencidos de que con el correr del tiempo alguien iba a darle el lugar que le correspondía, la dejaron encerrada. Con la fe les fue mejor: San Agustín dijo “no pasa por la razón” y todos nos quedamos tranquilos.

Te pido que desees fervientemente conmigo que Epimeteo y Pandora cuiden la caja con extremado celo para que nunca se nos escape la esperanza.

* Nuestra corresponsal en Madrid

 

 

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