Personaje frío y sin carisma, Aznar y cuantos le rodean
salen mal parados; sólo se salva la figura del Rey
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Con un Carvalho más fatigado y un Biscuter más
enriquecido, la última novela de la serie narra en clave
policiaca y de espías la vuelta al mundo de sus
protagonistas a través de Barcelona, Italia, Turquía,
Afganistán, India y... ¡Bangkok!
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No deja de ser paradójico
que el iconoclasta Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona,
1939-Bangkok, 2003) haya sido un icono desde sus años de
estudiante de Filosofía y Letras y de Periodismo. Rebelde con
causa, supo desacralizar los libros sagrados y también sus
propias creencias sin ser un cínico. ¿Qué se hizo de los
escritores de izquierdas de entonces? No fueron sino verdura de
las eras. Él fue uno de los escasos sobrevivientes y uno de los más
empecinados en hurgar en las llagas del capitalismo, del comunismo
y de los fundamentalismos para convertirse en un escéptico burlón
pero también indulgente, porque conocía los entresijos del poder
y porque le guiaba el pragmatismo.
La aparición casi simultánea de estos dos libros póstumos,
“La aznaridad” y la primera parte de “Milenio Carvalho.
Rumbo a Kabul”, invita a un replanteamiento de la figura del
escritor, porque la iconología y la inevitable identificación
entre Vázquez Montalbán y Carvalho le han dado un aura de
“sacralidad” y de popularidad que lo han convertido en
intocable. Desde los años escolares nos han enseñado a admirar a
Lope de Vega como a un monstruo de la naturaleza y a Menéndez
Pelayo como a un no menos monstruoso polígrafo. Algún nombre
habrá que encontrar para un escritor en el que se dan ambas
cosas: una producción casi inabarcable y una enorme diversidad de
temas. Está por discutir, y convendría hacerlo de una vez, si
esta fertilidad no ha sido su gran enemiga o si, por el contrario,
es la que ha contribuido a reforzar una escritura desnuda de señuelos
retóricos, asequible a un lector medio del que se respeta su
inteligencia. Y habría que ver hasta qué punto una popularidad
que trasciende todo juicio (es inevitable aquí identificarlo con
Terenci Moix), su contribución como innovador en tiempos de
inercia y las verdaderas cualidades literarias no se están
confundiendo peligrosamente, enturbiando una justa y todavía
esperada valoración.
Una de las aportaciones decisivas de Vázquez Montalbán ha sido
la reivindicación de la cultura popular (el fútbol, los boleros,
el cine de Hollywood) sin negar la llamada cultura superior, su
habilidad para enfrentarlas e integrarlas. Esta integración tiene
dos vertientes: por un lado, su educación sentimental, la
presencia cada vez más frecuente de su infancia y de su
adolescencia; por el otro, la percepción crítica de esa educación
en los años de lo que él llama “la posguerra civil”. Dos
vertientes que definen toda una obra en la que la percepción crítica
de la realidad histórica y social está siempre permeada por la
presencia de lo personal: crónica crítica y vivencia de una época.
Y es así como surge su originalísima poesía, que rompe con la
tradición lírica y la tradición civil en la que estaba
encarcelada la poesía española, su periodismo y, marcadas por
estas dos experiencias, sus novelas, tanto las de la serie
Carvalho, nuestro primer detective genuinamente español en el que
se reflejan cincuenta años de vida española, como las más
ambiciosas como “El pianista”, “Las alegres muchachas de
Atzavara” o “Galíndez”. Dos tipos de novela que exigen una
muy distinta apreciación literaria.
He admirado siempre la agilidad, el humor incisivo, la integridad
y la capacidad comunicativa de la obra periodística y cronística
de Manuel Vázquez Montalbán en la que hay, como la hay en toda
su obra, una notable dosis de investigación. He sido, como todos
los de mi generación, un lector de novela policiaca, en momentos
más canónicos o dogmáticos considerada como un subgénero. El
problema no es que sea novela policiaca sino que sea una serie
cuya continuidad acaba por esterilizar al autor y fatigar a los
lectores. Es por este motivo que, a la luz de los últimos
Carvalhos, en los que era posible advertir cierto agotamiento, me
he enfrentado con prevención a esta definitivamente última
novela de la serie. Y, a la luz de otras crónicas, me he acercado
con entusiasmo a “La aznaridad”.
Improvisación y acusaciones
Me he equivocado. “Milenio Carvalho” es una de las mejores de
la serie y “La aznaridad” es una decepción: no sólo el
personaje da para poco sino que Vázquez Montalbán le quita mucho
de lo poco que le queda. Tenemos la sensación de estar ante un
libro improvisado y acabado con prisas, esta prisa que en
ocasiones es el peor enemigo del escritor. Por mucho que se trate
de la crónica de un mandato presidencial, algunos datos biográficos,
especialmente sobre la formación de Aznar, parecerían
imprescindibles. Aquí no los hay. Nos encontramos de golpe y
porrazo con las elecciones generales de 1996 para ir avanzando, en
un orden cronólogico interrumpido por las digresiones, al
nombramiento de Mariano Rajoy como futuro candidato a la
presidencia del Gobierno. La experiencia narrativa cuenta mucho
para agilizar el relato de este desarrollo. El autor va
acumulando, a modo de fiscal, una larga lista de acusaciones: la
personalidad o falta de personalidad del personaje, su ideología,
su actuación, la inercia opositora del PSOE y del resto de los
partidos políticos y, en general, las sucias estrategias que
enturbian la vida nacional y de las que el pueblo soberano –o
“los peatones de la historia”– se mantiene o es mantenido al
margen.
Reiteradamente aparecen y reaparecen los aspectos centrales de los
casi diez años de aznarato, dominados muy especialmente por el
estancamiento de “la posible evolución democrática hacia una
España federal de ciudadanos cómplices”. Junto al conflicto
vasco y las distintas estrategias frente a Catalunya inspiradas
por el centralismo y el nacionalcatolicismo, ocupa también
espacio central la guerra de Iraq, coherente con el empeño de Vázquez
Montalbán por captar lo que de historia tiene el presente. Hay
asimismo una serie de retratos de los protagonistas de esta
historia que convendría escribir con minúsculas y donde el único
que sale realmente bien parado (las contradicciones de este
republicano que apoya la monarquía, de este desengañado
comunista lleno de nostalgia por el comunismo) es el Rey, “un
auténtico profesional de la realeza”, con algún toque sobre la
familia real, jugador de balonmano incluido, que roza la amenidad
sin parodia de “Hola”.
El peor parado y parido es José María Aznar, hipotético lector
de poesía, que habla catalán en la intimidad, personaje frío,
sin carisma, “trágicamente antipático”, “con sus maneras
de guardia de tráfico cejijunto” o de legionario, propenso a
descalificar a cuantos no piensan como él, con estreñimiento anímico,
hipernacionalista y heredero del franquismo y de la falange. De
este modo, con el análisis del cinismo, la torpeza y la falta de
sentido del ridículo, del servilismo hacia Estados Unidos y del
cerril centralismo, Vázquez Montalbán es capaz de despertar la
indignación del lector y de crear una imagen verdaderamente
negativa de Aznar, del PP y del conjunto de la política española.
Todo amenizado con las aportaciones personales del escritor
pertenecientes a su educación sentimental: el fútbol, la
subcultura de la época franquista como un florido pensil, las
canciones de la infancia o las clases de Formación del Espíritu
Nacional. Hay asimismo, como es frecuente en él, alusiones a modo
de guiño de complicidad a otras obras suyas. Pero, como he dicho,
hay demasiada improvisación y, sobre todo, una tediosa acumulación
de motivos recurrentes: Aznar lector de poesía, la boda de Ana
Aznar con Alejandro Agag, el guiñol de Canal Plus, las
referencias a Quintanilla de Onésimo, a Bush y sus mariachis, la
conquista de la isla Perejil y una lista que se haría tan tediosa
como algunas de las páginas de “La aznaridad”.
“Milenio Carvalho” es, por el contrario, una novela
entretenida, sumamente variada, llena de ternura, de sabiduría,
de melancólica constatación del paso destructor del tiempo y de
dramáticos presagios. Se nos narran todos los percances que
ocurren a lo largo del viaje que han emprendido los “xarnegos”
José Carvalho y Josep Plegamans Betriu, más conocido como
Biscuter, para dar la vuelta al mundo. De Barcelona nos
trasladamos a Génova y aquí empieza un frenético sucederse de
lugares, magníficamente descritos y ambientados (Pompeya,
Brindisi, Alejandría, Samarkanda, Afganistán, India y, ¡ay!,
Bangkok), de aventuras unas dramáticas y otras disparatadas,
algunas como salidas de las páginas de “Tintín”, y de amenas
y agudas conversaciones. El perfil humano de los protagonistas se
ha enriquecido y, junto a datos ya familiares al lector (este
sentido de complicidad que ha ido creando Vázquez Montalbán
desde el primer libro de la serie), hay otros nuevos y singulares.
Cada vez más cercanos a Don Quijote y Sancho Panza (muy cercana
la novela a muchos recursos del “Quijote”), con un Carvalho más
fatigado y un Biscuter más enriquecido y estimulado.
La huida del detective
Los misterios se van resolviendo a medida que avanzamos, pero no
la misteriosa relación de Biscuter con madame Lissieux o de
Carvalho con Malena. Novela de espías, novela policiaca y novela
de viajes animada por la peculiar visión que de los géneros
tiene Vázquez Montalbán, al que identificamos más que nunca con
Carvalho. Este último se declara no detective sino un álter ego
de Bouvard y un escritor, “es decir, no un intelectual que
elabora teorías sobre la literatura. Lo mío es la praxis, no la
teoría”. Y, al igual que ocurre con Manuel Vázquez Montalban,
“mis novelas maduras son propuestas de exilios absolutos”. Y
novela madura lo es más que ninguna de las anteriores, verdadero
exilio por lo que tiene de huída y por lo que hay de regreso a lo
definitivamente perdido.
Esta conciencia del cansancio y de la temporalidad afecta a toda
la novela y define todas sus cualidades. Muchas de ellas presentes
en otros libros suyos pero ahora acentuadas, como las frecuentes
referencias al pasado. Otras dramáticamente nuevas, donde el
final de un milenio coincide con el agotamiento del propio
personaje que reiteradamente se refugia en la memoria o se
enfrenta a un futuro imprevisible, como el de la llegada a
Bangkok, territorio familiar al lector y que ahora es una
constatación sobre la vida y la muerte y una premonición, la que
Carvalho había visto ya en los tres niveles del Ganges: “La
premonición, la plenitud religiosa de las llanuras, el
encharcamiento de las tierras antes de morir. Como si se tratara
de una metáfora angustiada”. Ya antes Biscuter le había
advertido: “Yo hago el viaje para crecer, jefe, y usted para
despedirse”. Por eso ya en Bangkok, tan cercano a la vida y a la
muerte del propio Vázquez Montalbán, nos dice su álter ego:
“Es que nunca volveré aquí. Tú no sé, pero yo sé que nunca
volveré”.
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es
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