Un conocido matemático ruso, P. L. Chebysev, dictó
una conferencia dedicada a los aspectos matemáticos del corte de
los vestidos. A la conferencia se presentó un público diferente
del habitual: sastres, señoras á
la mode, estilistas... El conferenciante comenzó
pronunciando las siguientes palabras. «Admitamos, para
simplificar, que el cuerpo humano tenga la forma de una esfera.»
Finalizada la frase se produjo una fuga general, el público se
diezmó y quedaron sólo los matemáticos, que no encontraron nada
de extraño en semejante exordio. Se puede pensar de modo
inmediato que con este enunciado estamos ante un caso de evidente
no comprensión por parte del público, de una interferencia, un
«ruido», un error de «traducción» que alejaba lo que quería
decir el conferenciante de lo que entendía el auditorio; de un
texto, en fin, que podríamos considerar ineficaz a la vista de la
reacción provocada. Sin embargo, si hacemos caso a Bajtin, hay
que saber que la «palabra está preñada de respuesta». Oigámosle:
«La palabra viva que pertenece al lenguaje hablado está
orientada directamente hacia la futura palabra-respuesta: provoca
su respuesta, la anticipa y se construye orientada a ella. Formándose
en la atmósfera de lo que se ha dicho anteriormente, la palabra
viene determinada a su vez por lo que todavía no se ha dicho,
pero que viene ya forzado y previsto por la palabra de la
respuesta.» La palabra, así, nace en el interior del diálogo.
Quien
cuenta la anécdota del matemático ruso, Yuri Mijailovich Lotman,
continuador de las tesis dialógicas, plurilingües y polifónicas
de Bajtin, lo explica así: «El texto ha "seleccionado"
al público a su imagen y semejanza.» En esta frase se puede
encontrar todo un programa en torno a los códigos en la
comunicación y una definición de texto que remite etimológicamente
al tramado de los hilos de la tela, un mecanismo dinámico capaz
de generar nuevas informaciones y que no se mantiene idéntico a
lo largo de la transmisión.
Una
simple comunicación vista como transmisión de información o
como intercambio de mensajes exige, en los esquemas canónicos de
la teoría —física o matemática— de la comunicación tal
como la concibieron Shannon y Weaver o como la formalizó
Jakobson, siguiendo a los que él gustaba de llamar «ingenieros
de la comunicación», un código sustancialmente común —de ahí
también el étimo de comunicación— entre el emisor y el
destinatario. Sin embargo, la coincidencia de códigos (en plural)
de emisor y destinatario es posible sólo como suposición teórica
y no se cumple jamás completamente. Antes al contrario, el texto
de la comunicación se deforma en el proceso de decodificación
efectuado por un destinatario que, lejos de caracterizarse por una
percepción pasiva, está dotado de competencia comunicativo e
interaccional. Emisor y destinatario no son meros polos, semánticamente
neutros, de un continuum de información sino, si se quiere decirlo así,
sujetos competentes o, según la terminología de Halliday, meaners, término que sugiere su capacidad de interactuar y
significar. En este sentido convendría concebir la comunicación
más como transformación que como simple transferencia o
transmisión de información.
Caso
de poder producirse razonablemente la —o una— comunicación,
en vez de sancionarla en función de la coincidencia, puesta en
común o comunidad de códigos, lo pertinente sería referirse,
como hace Lotman, a la existencia de una memoria común.
Antes
de proseguir, creo que merecerá la pena hacer algunas
observaciones sobre este supuesto cambio de paradigma. Estudios
cognitivos recientes que parten de Relevance
(1986), de Dan Sperber, han querido señalar una supuesta crisis
—otra más— de la disciplina semiótica al considerarla
anclada justamente en lo que el autor ha dado en llamar un code
model según el cual los errores de la comunicación
(malentendidos, etc.), pero también sus éxitos, se explicaban en
función de la existencia o no de códigos comunes, del déficit
de códigos y otros muchos factores. Frente a este restringido
modelo de código, Sperber, desde un cognitivismo que superaría
el supuesto reduccionismo semiótica, propone un inference
model en el que los procesos de inferencia son diferentes
de los procesos de decodificación. Según sus propias palabras,
no se puede hacer abstracción de las diferencias que existen
entre la representación semántica de las frases y los
pensamientos comunicados por medio de enunciados que no se agotan
en la decodificación y exigen reglas de inferencia.
Sperber
defiende además la necesidad de lo que él llama saber mutuo: «Cada información contextual utilizada para la
interpretación del enunciado debe no solamente formar parte del
saber del locutor y del destinatario, sino también del saber
mutuo.»
Un
saber mutuo que, se me antoja, no es exagerado relacionar con esa
memoria común del emisor y del destinatario de que nos habla
Lotman, quien, en efecto, ha sostenido que el público —por
insistir en su propio ejemplo de la conferencia del matemático—
no mantiene una relación pasiva con el texto; por el contrario,
esta relación tiene —como para Bajtin— la naturaleza de un diálogo
donde se puede constatar la presencia en el emisor y el
destinatario de una memoria común. Por eso mismo el texto no debe
ser evaluado sólo sobre la base de la capacidad de hacerse
comprender por un determinado destinatario —en el ejemplo
elegido, el grupo de matemáticos que no se extrañaron por la
afirmación inicial del conferenciante—, sino también según el
grado de incomprensión para los otros.
Supongamos
ahora que la misma frase «admitamos que el cuerpo humano tenga la
forma de una esfera» sea percibido como una cita —recordando el
dictum bajtiniano de que todo texto es un mosaico de citas. Pues
bien, según Lotman, la cita, sobre todo la menos evidente, actúa
[sic] también en otra dirección, esto es, creando una atmósfera
alusiva, que subdivide al público de los oyentes o lectores en
grupos según la oposición «íntimos/extraños», «próximos/lejanos»,
«los que entienden/ los que no entienden». Por eso, dice, el
texto adquiere un carácter de intimidad sobre la base del
principio «quien debe entender, entenderá».
La
transmisión de información en el interior de una «estructura
sin memoria», como la llama Lotman, garantiza ciertamente un alto
grado de identidad. Si emisor y destinatario estuvieran dotados de
códigos iguales y totalmente exentos de memoria la comprensión
entre ellos sería perfecta, pero el valor de la información
transmitida sería mínimo y la misma información rigurosamente
limitada. La comunicación normal, y aún más el normal
funcionamiento de la lengua, lleva implícita —como sostiene
Lotman— el supuesto de una no identidad de partida entre el
hablante y el oyente.
Si
el viejo estructuralismo consideraba el texto como piedra angular,
como entidad separada, aislada, estable y autónoma, las
investigaciones semióticas contemporáneas, bien que tomándolo
también como punto de partida, han dejado de verlo como objeto
estable para concebirlo como una intersección de los puntos de
vista del autor y del público. Desde hace tiempo Lotman ha
insistido en ver el acto comunicativo no como una transmisión
pasiva de información, sino como una recodificación, si se
quiere utilizar la jerga informacionalista, o, más precisamente,
una traducción. Desde el mismo informacionalismo ya se había
sostenido que el receptor debe reconstruir el mensaje recibido,
por lo que la incomprensión, la comprensión incompleta, etc., no
son productos laterales del intercambio debidos al ruido
—irrupción del desorden, de la entropía, de la desorganización
en la esfera de la estructura de la información— en el canal de
la comunicación, y, por tanto, algo no inherente a la comunicación,
sino que, por el contrario, corresponden a su esencia real.
Consideraciones éstas ilustradas en la obra de Lotman con
numerosos ejemplos que sirven de advertencia a la hora de
enfrentarse al análisis de los textos. Así, en el marco de la
cultura medieval serán diferentes las normas ideales del
comportamiento del caballero y del monje.
Su
comportamiento parecerá sensato —comprenderemos su «significado»—
sólo si adoptamos para cada uno de ellos estructuras de códigos
particulares —cualquier tentativa de emplear otro código hace
aparecer tal comportamiento como «sin sentido», «absurdo» o «ilógico»,
y no lo descifra.
En
un determinado nivel estos códigos resultarán opuestos entre sí.
Mas, aclara Lotman, no se trata de la oposición de sistemas no
conexionados y por consiguiente diferentes, sino de una oposición
en el interior del mismo sistema; por ello en otro nivel puede ser
reconducida a un sistema de codificación invariante.
Lotman
y Uspenski daban también un ejemplo extraído de la obra del
cibernético Wiener: para los maniqueos el diablo es un ser malévolo
que dirige consciente e incondicionalmente su poder contra el
hombre; para San Agustín, en cambio, el diablo es fuerza ciega,
entropía, dirigida sólo objetivamente contra el hombre a causa
de la debilidad e ignorancia de éste...
Otra
peculiaridad de los textos (culturales) —su movilidad semántica—
puede aclararnos el ejemplo de la conferencia del matemático; el
mismo texto puede proporcionar a sus distintos «consumidores»
una información diferente. Sirva aquí también el ejemplo que
nos da Lotman; el lector moderno de un texto sagrado del Medioevo
descifra la semántica reuniendo códigos diferentes de los usados
por el creador del texto. Además, cambia igualmente el tipo de
texto: en el sistema de su creador pertenecía a los textos
sagrados, mientras que en el sistema del lector pertenece a los
artísticos.
Si,
como dice Lotman, el texto «selecciona» el público a su imagen
y semejanza, fija unos confines que trasladados a la cultura
establecen una oposición, que puede considerarse un universal
cultural, «nosotros/ellos» en la que se encuentran correlatos
topológicos como «dentro/fuera», «interno/externo», etc.
Pensemos, como ejemplo de oposición «nosotros/ellos», en la que
oponía culturalmente los griegos a los bárbaros que vivían «fuera»
de la polis. La
etimología de bárbaro (gr.: barbaros,
lat.: barbarus)
viene de bar-bar, balbucear, que, por mor de la onomatopeya,
sugiere incomprensión.
Weinrich
ha señalado cómo la palabra bar-bar
presenta un perfil fonético caracterizado por la unión de la
consonante b y de la vocal a en conjunción con una líquida, en
este caso r. Existe un contraste máximo entre la clausura de la
oclusiva bilabial b y la abertura extrema de la vocal a. En las más
diferentes lenguas del mundo se encuentra el mismo contraste para
designar «mamá» y «papá» en la primera infancia. Por
Jakobson sabemos que el lenguaje infantil se constituye sobre la
base de recurrencias fonéticas muy contrastadas. Los grandes
contrastes son más fáciles de percibir y de realizar por los niños
y por tal razón perduran más tiempo en el estado de afasia. Por
ello se puede establecer una analogía entre el bárbaro
y el niño (lat.:infans)
que balbucea muy rápidamente y de modo incomprensible.
No
debe sorprender, pues —estamos inmersos en el espacio de la
lengua—, que esa oposición «nosotros/ellos», «los de dentro»
(polis)
contrapuestos a «los de fuera»,
se base en la capacidad de reconocer la propia lengua, una lengua
capaz de sorprenderse ante otra que incluso no es reconocida como
tal, que carece de gramática y apenas resulta perceptible como un
balbuceo o una insuficiente expresión infantil. Los griegos
tienen una lengua; los bárbaros, no.
La
adaptación semiótica a las reglas de una civilización externa
suele estar ligada a la dicotomía «cultura/ barbarie». Los
antiguos griegos llamaban bárbaros a los persas y egipcios, que
les superaban por la riqueza de su tradición cultural; los
romanos consideraban bárbaros a los cartagineses y a los griegos.
Las estirpes arias, que habían conquistado la India, llamaban con
el término sánsérito mleceha, que parece tiene algunos matices
del griego a
las poblaciones originarias del valle del río Indo, creando así,
según Lotman, una situación absolutamente falsa. Siendo ellos
mismos bárbaros, acusaban de barbarie a los herederos de las
civilizaciones precedentes. Más tarde afiadirían a este elenco
de «despreciables extranjeros» a árabes, turcos y chinos. Del
mismo modo los árabes, poco después de haber entrado en el mundo
civil, utilizan la palabra adjami
que tenía el mismo significado de bárbaro, para definir a los
persas, herederos de aquella antigua y elevada cultura contra la
cual habían luchado por la influencia sobre el mundo musulmán
(U.R. Jones). En fin, cabe aquí recordar el dictum de Montaigne
(1, 31): «Cada cual llama barbarie a lo que no forma parte de su
costumbre.»
En
la realidad, dice Lotman, encontramos siempre la presencia del otro:
otro hombre —exterior al sistema y no a él—, otra estructura,
otro mundo. La función de este otro es inmensa y consiste
justamente en el hecho de colocarse fuera de todas las funciones y
de irrumpir perturbadoramente en el «mundo habitual». Toda
cultura crea su propio sistema de «marginales», de desechados,
aquellos que no se inscriben en su interior y que una descripción
sistemática y rigurosa excluye. Para Lotman, la irrupción en el
sistema de lo que es extrasistemático constituye una de las
fuentes fundamentales de transformación de un modelo estático en
uno dinámico.
Ya
hemos visto que la diferencia entre el conferenciante y el público
que huye es una diferencia de experiencia semiótica y de
estructura de código. Una cierta comodidad heurística ha hecho
que los estudios de comunicación establecieran compartimentos
estancos para describir los distintos elementos —emisor, mensaje
y destinatario— del sistema comunicativo, considerando el texto
como un anillo pasivo de la transmisión de una información que
es la misma a la entrada (emisor) y a la salida (destinatario). De
ese modo la diferencia de información en la entrada y en la
salida es posible sólo como consecuencia de las interferencias en
el canal y sancionada como una imperfección técnica del sistema.
Sin embargo, tal y como estamos viendo, ese texto que se deforma,
modifica, transforma, tiene una función: la de producir nuevos
significados. Lo que podría ser considerado una imperfección técnica
del sistema es, en cambio, en este caso una norma, y la característica
estructural del trabajo del texto que Lotman gusta de llamar «mecanismo
pensante» es su heterogeneidad interna. Un mecanismo constituido
por un sistema de espacios semióticos heterogéneos en el
interior de los cuales circula la información transmitida. En
este caso, sostiene Lotman, el texto no es la manifestación de un
solo lenguaje. Para producirlo son necesarias al menos dos
lenguas; ningún texto de este tipo puede ser descrito
adecuadamente desde el punto de vista de un único lenguaje. El
texto es concebido por Lotman como un espacio semiótica en el
interior del cual los lenguajes interactúan, se interfieren y se
auto organizan jerárquicamente.
El
problema del texto está ligado de modo orgánico a un aspecto
pragmático; al «uso» que el público, por seguir con nuestro
ejemplo, hace del enunciado recibido. Lotman nos ha advertido de
que la pragmática del texto es a menudo inconscientemente
identificada por los investigadores con la categoría de lo
subjetivo en la filosofía clásica, lo que explicará que sea
considerada algo externo y extraño, que puede alejarse de la
estructura objetiva del texto.
Mas
el elemento externo, sea éste otro texto, el lector —que puede
ser visto también como «otro texto»— o el contexto cultural,
es necesario para que se cumplan las posibilidades virtuales de
generar nuevos sentidos, encerrados —si se quiere— en lo que
podría denominarse invariante del texto. En la relación pragmática
que se establece entre el texto y el público la transformación
de la conciencia de éste es pues la manifestación del mecanismo
del texto en el proceso de su funcionamiento.
Se
puede suponer, por tanto, que sistemas constituidos por elementos
netamente separados uno de otro y funcionalmente unívocos no
existen en la realidad en una situación de aislamiento. Lotman
propone integrar los distintos componentes en un continuum semiótica
que ha dado en llamar semioesfera, un concepto que ofrece ciertas analogías con el de
bioesfera, introducido por el biogeoquímico Vladimir Ivanovich
Vernardiski (1863-1945). En sus Pensamientos
filosóficos de un naturalista Vernardiski comienza
afirmando que «el hombre, como en general todo lo que vive, no
constituye un objeto en sí mismo, independiente del ambiente que
lo circunda ... » «En la biosfera todo organismo vivo —objeto
natural— es un cuerpo natural vivo. La materia viva de la
bioesfera es el conjunto de los organismos vivos presentes en su
interior.» Si para Vernardiski «la bioesfera tiene una
estructura perfectamente definida, que determina sin exclusiones
todo lo que acaece en su interior», para Lotman «la semioesfera
es aquel espacio semiótica fuera del cual no es posible la
existencia de la semiosis».
Dado
que uno de los conceptos fundamentales ligados a la delimitación
semiótica es el de confín, es difícil imaginario en un concepto
tan abstracto como el de semioesfera. Para Lotman el confín semiótico
es la suma de los «filtros» lingüísticos de traducción.
Pasando
a través de dichos filtros el texto es traducido a otra lengua (o
lenguas) que se encuentran fuera de la semioesfera dada. La «clausura»
de la semioesfera se manifiesta por el hecho de que no puede tener
relaciones con textos que le son extraños desde un punto de vista
semiótico, o con «no textos». Para que un texto adquiera
realidad en la semioesfera, es necesario traducirlo a una de las
lenguas de su espacio interno, semiotizar los hechos no semióticos.
Así visto, el concepto de confín se relaciona con el de
individualidad semiótica. Por ello Lotman describe la semioesfera
como «personalidad semiótica». Pero, como sabemos, el confín
de la personalidad como fenómeno de la semiótica histórico-cultural
depende del criterio de codificación. Un ejemplo: en ciertos
sistemas la mujer, los hijos, los siervos, los vasallos pueden
formar parte de la personalidad del cabeza de familia y no tener
una individualidad independiente de la de él. En otros sistemas
pueden ser considerados personalidades distintas. Lotman pone el
ejemplo siguiente: cuando Iván el Terrible castigó, junto al
boyardo caído en desgracia, a todos sus siervos, el hecho no fue
dictado por el miedo a la venganza (lo que era impensable), sino
por la idea de que jurídicamente los siervos y el jefe de la casa
constituían una sola personalidad. Era por tanto natural que la
punición se extendiera también a aquéllos.
Lotman
tiene un modo gráfico de explicar qué es la semiesfera: «Imaginemos
una sala de museo en la que están expuestos objetos
pertenecientes a siglos diversos, inscripciones en lenguas notas e
ignotas, instrucciones para descifrarlas, un texto explicativo
redactado por los organizadores, los esquemas de itinerarios para
la visita de la exposición, las reglas de comportamiento para los
visitantes. Si colocamos también a los visitantes con sus mundos
semióticos, tendremos algo que recordará el cuadro de la
semioesfera.»
Lo
llamemos o no semioesfera, estamos inmersos en un espacio semiótico
del que, como nos recuerda constantemente Lotman, somos parte
inseparable: «Separar al hombre del espacio de las lenguas, de
los signos, de los símbolos es tan imposible como arrancarle la
piel que lo cubre.» En dicho espacio la personalidad humana es al
mismo tiempo isomorfa respecto al universo de la cultura y parte
de este universo.
En
tanto que ciencia de la comunicación, la semiótica se fue
desarrollando sobre unos textos que se repiten y su estructura. La
importante investigación lotmaniana —y en general de toda la
Escuela de Tartu— sobre los textos artísticos, únicos
susceptibles de describir la tensión entre lo que se repite y lo
irrepetible, han ampliado los confines de la disciplina, al
considerar no sólo la transmisión de mensajes ya dados sino
también la elaboración de mensajes nuevos. Y como hemos repetido
en el comentario a la frase del científico ruso, si para
transmitir información es suficiente un único canal (una única
lengua), para elaborar una información nueva la estructura mínima
requerida es de al menos dos. De ahí, insistimos, la importancia
de los problemas conectados al poliglotismo, a la traducción y a
la traducibilidad.
El
estructuralismo tradicional, pero también el formalismo ruso, se
basan en el principio de considerar el texto como un sistema
cerrado, autosuficiente, organizado de manera sincrónica. Su
aislamiento era no sólo temporal, respecto al pasado y al futuro,
sino también espacial, del público y de todo lo que estuviera
situado fuera de él.
Según
Lotman, la fase contemporánea de estos estudios complicó tales
principios. En el tiempo, dice, el texto es percibido como un
momento artificialmente fijado entre el pasado y el futuro. La
relación entre pasado y futuro no es simétrica. El pasado se
deja aprehender en dos manifestaciones: la memoria directa del
texto, encarnada en su estructura interna, en su inevitable
contradictoriedad, en la lucha inmanente con su sincronismo
interno, y externamente, como correlación con la memoria
extratextual. «Es como si el espectador» —dice Lotman, colocándose
con el pensamiento en aquel «tiempo presente» que es realizado
en el texto— «dirigiese su propia mirada al pasado, que se va
estrechando como un cono cuya punta se apoya en el tiempo
presente.» Dirigiéndose a su vez hacia el futuro, el público se
hunde en un haz de posibilidades que no han realizado todavía su
elección potencial.
La
mirada retrospectiva permite al historiador analizar el pasado
desde dos puntos de vista: encontrándose en el futuro respecto al
suceso descrito, ve frente a sí toda la cadena de las acciones
realmente realizadas, transformándose en el pasado bajo la mirada
de la mente; y mirando desde el pasado hacia el futuro conoce ya
los resultados del proceso. Dice Lotman que es como si estos
resultados todavía no se hubieran realizado y fuesen ofrecidos al
lector como predicciones. En el curso de este proceso la
casualidad desaparece totalmente de la historia. «La posición
del historiador puede ser comparada a la de un espectador que ve
por segunda vez una obra de teatro: por una parte, sabe cómo
acaba una obra en cuya trama no hay nada de imprevisible. Es como
si se encontrara en el tiempo pasado del cual obtiene el
conocimiento del desenlace, pero a la vez, como espectador que
mira la escena, se encuentra en el presente y tiene de nuevo el
sentimiento de lo ignoto, como si no supiera de qué forma termina
la obra. Estas experiencias se funden de manera paradójica en un
cierto sentimiento simultáneo.» De ese modo, dice, el
acontecimiento acaecido se presenta en una interpretación
pluriestructurada: de un lado como la memoria de una explosión
apenas vivida; del otro adoptando los rasgos de una inevitable
predestinación.
La
mirada del historiador es un proceso secundario de transformación
retrospectiva. El historiador mira el acontecimiento con una
mirada dirigida del presente al pasado. (Cabe aquí recordar a
Croce: la historia es siempre contemporánea, reflexión de]
pasado desde nuestro presente.) Esta mirada, por su misma
naturaleza, sostiene Lotman, transforma el objeto de descripción.
El cuadro de los acontecimientos, caóticos para el simple
observador, sale de las normas del historiador ulteriormente
organizado. Es propio del historiador partir de la inevitabilidad
de lo que ha acontecido, pero su actividad creativa se manifiesta
en otro lugar: partiendo de la multiplicidad de los hechos
conservados por la memoria que llega con la máxima fiabilidad al
punto conclusivo. Este punto, dice Lotman, en cuya base existe la
casualidad, cubierto superficialmente por un velo de conjeturas
arbitrarias y de vínculos de causa y efecto pseudoconvincentes,
adquiere bajo la pluma del historiador un carácter casi místico.
Si
traigo a colación aquí estas reflexiones sobre la historia y el
historiador ello se debe, ante todo, a la necesidad de salir al
paso de ciertas concepciones que consideran los estudios semióticos
como ahistóricos. Es cierto que en los inicios, digamos «inmanentes»,
de estos estudios algunos sectores de la cultura fueron aislados
del espacio histórico que los rodeaba; fue una elección en parte
obligada y en parte polémica. Al plantearse, desde la
semioesfera, la relación entre la semiosis y el mundo externo, la
semiótica ha entrado necesariamente en el espacio de la historia.
Sí cierta historiografía se ha ocupado de procesos lentos, de
transformaciones lentas e imperceptibles, de invariantes históricas
puestas bajo el signo de la longue durée, estudios como los que la Escuela de Tartu-Moscú
ha dedicado al arte, «hija de la explosión», han pasado de una
preocupación por los procesos graduales en el seno de la lingüística
a los denominados procesos explosivos.
Una
pregunta básica, presente en los últimos trabajos de Lotman, ha
sido justamente: ¿sobre qué se basa el desarrollo de la
cultura?, ¿sobre la gradualidad o sobre la explosión? Sin osar
responder a tamañas cuestiones, parece razonable pensar que el
estudio de los procesos de larga duración, de extensión
plurisecular, y el estudio del resplandor de la explosión, de la
brevedad atemporal, son dos aspectos del análisis histórico que
no sólo no se excluyen, sino que se interrelacionan. La realidad
histórica, afirma Lotman, es siempre más compleja que los
modelos de los historiadores, aunque no podría ser comprendida
sin la existencia de éstos.
Es
necesario tener en cuenta que, superado cierto margen de
tolerancia, dice, el pensamiento científico se transforma en metáfora
poética.
Al
ocuparse del confín entre la semiótica y el mundo externo, en
esta fase fuera de toda moda, la semiótica puede ser definida
como la ciencia que se ocupa de la teoría y de la historia de la
cultura. El de Lotman es un proyecto ambicioso que estoy
convencido nos capacita para superar unos estudios de comunicación
que si, como hemos subrayado en este artículo, comenzaron con un
alegre confort heurístico no logran salir del todo de una larga
somnolencia.
© Jorge Lozano 1998
Este trabajo fue publicado en el número doble 145-146
julio-agosto (1995) de Revista
de Occidente.
Gentileza de: http://www.ucm.es
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