Sartre en la calle Corrientes:
centenario del filósofo
por
Horacio González
Jean-Paul
Sartre
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ESTE SERÁ UN AÑO SARTREANO.
EL 21 DE JUNIO SE CUMPLIRÁN CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE JEAN-PAUL
SARTRE,
Y EN FRANCIA ANUNCIAN CONMEMORACIONES ACORDES CON LA TRADICIÓN QUE
SUELE DARSE EN ESTOS CASOS.
ANTES DE QUE LA AVALANCHA DE ARTÍCULOS INUNDE LOS SUPLEMENTOS DE
DIARIOS Y REVISTAS,
AQUÍ SE RECUERDA LA FIGURA DEL FILÓSOFO Y ESCRITOR FRANCÉS,
Y LA INFLUENCIA QUE SU OBRA TUVO EN LA ARGENTINA DE LOS AÑOS 60.
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Sartre
pudo parecer un eco de otros filósofos. Quizás un eco innecesario luego
de Hegel o de Husserl. Pudo parecer un eco de otros novelistas, un eco
prescindible luego de Dostoyevsky, de Kafka o de Faulkner. Es porque a
todos ellos comentó, de todos ellos bebió. Su condición de gran crítico
de la cultura del siglo XX, su presencia ante los públicos urbanos
aprisionados por los agrios paisajes de un mundo desolado y su invención
máxima de la figura del escritor vagabundeante en las ruinas de la
historia pero tomando partido, quizás ayudaba mucho más a comprenderlo
como una maquinaria anunciadora de conductas de sobrevivencia y
compromiso, que como un filósofo en regla, poseedor de un lenguaje
acabado y profesional. Efectivamente, Sartre fue innecesario como filósofo
profesional, pero fue muy necesario en su manera de aparecer como
innecesario para la filosofía circunspecta e institucional.
Lo
cierto es que ese lenguaje “técnico” quiso tenerlo y El ser
y la nada, de 1943 –la guerra no había terminado- ,
testimonia el uso de una lengua consolidada que ya era suya, a pesar de
que había pasado por el tamiz de Husserl y de Heidegger. Cuando define la
mala fe, uno de sus más celebrados conceptos, aparece esta consigna: la
mala-fe afirma la facticidad como siendo la trascendencia y la
trascendencia como siendo la facticidad. Estas fórmulas atractivas pero
no fáciles, que hablaban de la conciencia incapaz de conocer sus propios
motivos y de las acciones que el individuo practicaba en contra de su
propia libertad, estaban tomadas de las filosofías de la conciencia que
la filosofía fenomenológica había puesto en la atención de los públicos
filosóficos en las décadas anteriores. Pero Sartre las pone en la
ciudad, en los bares de las granades metrópolis, en las conversaciones
galantes de las mesas de las confiterías de París.
Así
ocurre con la famosa escena del flirt en un primer encuentro entre el galán
y la dama. Describe Sartre apenas comenzado El ser y la nada:
“Pero he aquí que él le toma la mano; este acto de él amenaza con
cambiar la situación llamándola a ella a una decisión inmediata; pero
abandonar la mano es consentir voluntariamente el flirt, sería
comprometerse. Y retirarla, significaría romper la armonía trurbadora e
inestable que hace al encanto de esa hora. Se sabe lo que se produce
entonces: la joven abandona su mano, pero no se da cuenta que la
abandona”.
Los
efectos de esta filosofía que actuaba analizando el juego entre la
libertad y el peso inerte de la conciencia ciega a su propia práctica,
era comprensiblemente ostentoso. Sartre estaba haciendo una filosofía
espectacular, teatralizaba los enunciados filosóficos, les dejaba su
caparazón técnica y un poco recordaba como había hablado su maestro
Husserl, pero los disponía en una primera personal dramática hundida en
su cotidianeidad sofocada.
¿Quién
no había pasado por esas escenas? En los años cincuenta o sesenta del
siglo veinte, no había alumno de filosofía, en París, Praga, Varsovia o
Buenos Aires, que no adentrara en su curiosidad filosófica en estas
asombrosas viñetas del habitar y el atribularse en las grandes ciudades,
que repentinamente revelaban su valor filosófico.
El
propio Sartre, cuando era joven profesor de filosofía en Le Havre,
comienza a dar clases sentado sobre la mesa, hablando informalmente y apoyándose
en ejemplos de películas. Así lo contaba, mucho después, alguien que
había sido su alumno: “Vimos llegar a ese hombre bajito con las manos
en los bolsillos, sin sombrero, cosa poco común, y fumando en pipa, lo
que resultaba insólito. Inmediatamente se puso a hablar sin consultar
apuntes: nunca habíamos visto nada igual”.
Era
1935, el existencialismo comenzaba por ser una pedagogía de las
situaciones corporales y del uso libertario de la palabra en situaciones
ritualizadas y obstruidas. Se trataba de convivir con estas formas opacas
de la vida y otorgarles una estética emancipada, capaz de aparecer cuando
la conciencia reconocía en ella su propia inercia de la que debía huir.
¿Pero
cómo se realiza ese reconocimiento? El ser y la nada
quería develarlo en infinitos ejemplos y es posible recordar ahora
algunos referidos al tiempo. Nuevamente la primera persona. Alguien me
tiene rencor por un hecho pasado. Como no puedo negar que soy mi pasado,
mi pasado crece conmigo de una manera responsable e inevitable; ese rencor
que me dedican crece entonces con mi yo, así definido como objeto de
odio. Pero tampoco “soy mi pasado”, de tal modo que puedo sentirme
sorprendido de que se me odie en este presente concreto por algo que yo
era sin que acabadamente lo sea ahora. Es así porque el ser es mi nada
que crece conmigo, dándome vida y al mismo tiempo anulándome como
no-ser, lo que es necesario para que lo sea ahora. Es así que soy y no
soy mi pasado, y esto debo soportarlo con una ética paradojalista, cuya
entraña es la libertad que me permite ser libre en la crítica de las
acciones sin conciencia de su existencia autónoma, sean personales o políticas.
Estos
trechos que para muchos fueron el descubrimiento de una filosofía que
cubría al mismo tiempo el campo histórico, ético, estético y político,
se presentaron como la invitación a un modo de vida.
Basta
recordar entre nosotros, al grupo Contorno, los escritos políticos de
John William Cooke, los primeros artículos de Oscar Masotta, quién
confiesa “no fui yo quien los escribió sino Sartre”, para abandonarlo
luego hastiado de compartir una filosofía para públicos amplios y
politizados. De todos modos, conceptos como traición, bastardía, maldición,
aventura o compromiso, habituales en la lengua política, quedaban ahora
atravesados por una literatura que devolvía hacia el escritor el peso del
mundo, recreándolo a través de su naúsea. Difícil trama de lo
existencial político, que un Cooke o un Masotta sintieron oportuna, pero
que ya había merecido la crítica de Perón (el discurso que lee en
Mendoza, en 1948, rechaza la idea de naúsea), y de Borges (que en su
famoso artículo El escritor argentino y la tradición califica de “patético”
al existencialismo).
Sartre
llenó cuatro décadas con su presencia encandilante, precisamente porque
se proponía tomar los extremos de la comedia y el martirologio del
existir para encontrar un método para interpretar la existencia, mientras
el vivir la iba anonadando y para extraer del hundimiento de las
“totalidades abstractas” un encuentro con lo singular situado, es
decir, la libertad concreta en tanto reconocimiento del otro que me
amenaza. Es necesario advertir la magnitud de esa tarea -que Sartre quiso
fundar como un método existencial-, porque lo que se quería poner en
situación de encuentro eran el psicoanálisis y el marxismo.
Por
eso, Sartre comenzó cuestionando la idea de inconciente como una
superchería, pues le parecía que anulaba la noción más elocuente de
una conciencia que “sabe que no sabe”, y luego se acercaría cada vez
más a Freud (está incluso el frustrado guión de la película sobre
Freud con John Huston). Al mismo tiempo en su último gran libro, Crítica
de la razón dialéctica, de 1960, estaba fundando un marxismo con un
ligero eco del análisis psicoanalítico de la conciencia, vista como
sepultura inerte de su propia experiencia.
Luego,
el triunfo conceptual y bibliográfico de Lacan o Foucault impidió que
Sartre, ya viejo, depurara su idea de Otro de un modo más convincente,
pero al ser sustituido bruscamente en los programas de lectura de los años
setenta y ochenta, quedaban sin prosecución importantes aspectos de una
teoría de la lectura con la que Sartre intentaba atraer hacia las
izquierdas, un conjunto de ideas centrales de la filosofía del tiempo y
de la libertad, que si otro sujeto no las tomaba, quedaban en manos de las
fórmulas conservadoras del pensar.
El
argentino Masotta, en nombre de este programa llegó a escribir “hay que
arrancarle a la derecha la idea misma de destino”. Y Carlos Correas, y
también Sebreli, imaginaron una orfebrería moral entre la humillación
del vencido y su redención simbólica, examinando novedosamente los
escritos de Roberto Arlt o interpretando las dialéctica de la opresión y
la emancipación en la figura de Evita. (Y así, el peronismo, enemigo del
existencialismo, en su caída encontraba no pocos motivos justificatorias
en los jóvenes existencialistas de Buenos Aires).
El
propio Sartre podía apreciar su máxima elaboración política, en los años
de sus ataques al colonialismo, en el conocido prólogo a Los condenados
de la tierra de Franz Fanon, libro en el que veía las realizaciones de la
fenomenología de la violencia libertadora entre los lejanos militantes
argelinos del FLN y los poetas antillanos negros. Sartre buscaba el tercer
mundo. La negritud y la liberación nacional, repentinamente, podían
hablar un lenguaje sartreano. No duró mucho eso, pero huellas quedaron,
al punto que hasta en la actualidad se combaten los ecos de ese
fanonismo-sartrismo, pues frente a los pocos que hoy reivindican ese
intento de asociar descolonización, etnicidad y redención nacional, en
el libro Imperio, de Negri y Hardt, aún se anatemiza al Sartre de la
“liberación nacional”.
Lo
cierto es hoy no ha cesado de ser una aventura intelectual provechosa leer
el debate de la Crítica de la razón dialéctica con la obra de Luckács,
que reducía a la misma y monolítica crisis de la razón los más
diversos ensayos filosóficos, a los que leía “ya refutados”: “Luckács
-dirá Sartre- tiene los instrumentos que hacen falta para comprender a
Heidegger, pero no lo comprenderá, porque tendría que leerlo, captar el
sentido de sus frases una tras otra”. Significativa opinión sartreana
sobre Heidegger, al que primero exige leerlo, es decir, adentrarse en su
enunciados como parte de la andanza intelectual del siglo XX, como luego
haría Derrida, que por su parte, nunca se dispuso a sustituir con las
partes más rápidas del credo decontruccionista la idea del compromiso de
Sartre, a la que siempre declaró observar con respeto profundo.
Sartre
acometía contra el pensamiento que liquidaba las particularidades en
nombre de una “escolática de la totalidad” que incluso estaba
arrasando al marxismo. Podía hablarse incluso el idioma de la dialéctica,
pero no cambiaba el problema: si el pensar surge de una existencia
particular que, cuando adviene en la historia, lo hace siguiendo los pasos
de de una acción que ninguna filosofía puede describir de antemano, no
se estaría pensando sino aplicando fórmulas. Los hechos son históricos
porque se dan en una singularidad irreductible y es necesario que el
pensamiento que los capte, siga ese mismo diapasón particular, sin
aprioris ni añadidos posteriores.
A
cien años del nacimiento de Sartre, no es inútil -a no ser que la
inutilidad sea apasionada- recordar esta vasta hazaña filosófica, que
cruzó el siglo e instruyó a miles de lectores en la saga de la
emancipación y los cataclismos de la historia. Muchas vidas políticas
literarias y políticas en la Argentina y muchos bares de Buenos Aires
fueron testigos de estos afanes. La palabra Sartre puede estar ahora en
una calle de Le Havre, pero deambuló mucho tiempo por la calle
Corrientes, con sus manos sucias o su huracán sobre el azúcar, con sus
debates con Camus o Merleau-Ponty, con su cortejo de sombras que es legítimo
rememorar, pues al viandante filosófico de la ciudad argentina, pueden aún
perseguirlo sin que a nada lo obliguen.
Fuente:
revista "Debate"
Gentileza:
www.revistadebate.com.ar
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