¿Por qué grita el
Presidente? ¿Qué trata de desoír vociferando? ¿De qué intenta
persuadirnos a los gritos? Diría yo que el Presidente busca
sofocar a gritos y con planteos reduccionistas las sonoras
contradicciones en las que, cada tanto, incurre su gobierno. Un
gobierno empeñado en hacernos creer que el rey siempre anda
vestido cuando lo cierto es que en muchos momentos está desnudo.
Y que los recios vientos del Sur -de un Sur que el Presidente
conoce como pocos- no soplan sobre su casa.
Quien subordina con mano de hierro a sus ministros y
secretarios, según es público y notorio, vino a decirnos
recientemente que ha recibido el zarpazo de la deslealtad. Lo
traicionaron, asegura, quienes le debían obediencia. ¿No es
un poco tarde para presumir que la ciudadanía está dispuesta a
aceptar que al Presidente no le cabe ninguna responsabilidad en el
escándalo de Southern Winds?
Las cabezas que hasta la fecha rodaron tras el aterrizaje en
Barajas de las "valijas voladoras" no eran,
presumiblemente, inocentes. ¿Pero eran todas? ¿Y eran las
primeras que debían rodar? ¿No es llamativo (y peligroso a
fuerza de ser injusto) que el Presidente continúe hablando y
obrando como si, en este país, las fuerzas del Mal y las del Bien
siguieran repartidas, respectivamente, entre uniformados culpables
y desinformados inocentes? ¿Estima acaso el Presidente que la
ciudadanía ignora que son también civiles -y civiles
involucrados en su gestión de Gobierno y, algunos, en su afecto
personal- los que, por su responsabilidad en lo ocurrido, deberían
sentir el peso de esa misma contundencia con que él procedió con
los aviadores? Empeñarse en escapar a los costos políticos
generados por un profundo desacierto alentando el renacimiento de
la contienda entre civiles y militares equivale a desconocer las
necesidades del país en el presente. Es, más hondamente aún,
seguir atrapado en las feroces dicotomías de un pasado sangriento
confundiendo la necesidad indiscutible de recordar y hacer
justicia con la rentabilidad que el resentimiento brinda a quien
pretenda supeditar la justicia y la memoria a las conveniencias
corporativas.
Estamos, una vez más, ante un hecho de extrema gravedad
institucional. Sí, gravedad institucional. Y eso significa mayor
fragilidad del Estado. Nada nuevo, por cierto. Sólo algo
agobiantemente actual: la evidencia de que no cede entre
nosotros la tendencia a hacer del poder un instrumento del interés
corporativo, y no un recurso mayor de las políticas de Estado.
Así lo dice, por lo demás, la posición del Presidente frente a
una prensa no complaciente o frente a quienes discrepan con él en
la ponderación de los problemas generados por el canje.
Alguien debería tranquilizar al Presidente. Aconsejarlo. De él
se espera que privilegie la reflexión antes que el flujo
incontenible del temperamento. Sí, del temperamento, cosa tan
distinta del temple. Al proceder como lo hace, el Presidente no
piensa. Obra compulsiva, obra frenéticamente. Desoye el fructífero
ejercicio de la reflexión: sus propuestas matizadas, su mesura,
su amplitud. No conviene que el Presidente ande a los gritos
por la República. Que se empecine en dar a entender que él, nada
menos que él, ha sido víctima inesperada de una traición
imprevisible. La solidez de su desempeño depende, en buena
medida, de la credibilidad pública de sus palabras. De sus
palabras, no de sus gritos. Gobernar no es cosa de machos. Es
oficio de madurez. Ya es tarde para tapar lo que todos hemos
visto. Y hay lecciones de la historia que valdría la pena imitar.
Cuando Platón le exigió a su discípulo Aristóteles que se
definiera y dijese si estaba con él o contra él, Aristóteles
respondió que era más amigo de la verdad que de Platón.
Gentileza de: http://www.lanacion.com.ar/
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