Las
naciones que erradican para siempre el delito no son de este
mundo. Las que promueven o toleran su existencia, lo son
demasiado. Las que, en cambio, se empeñan sin pausa en combatirlo
en nombre de la ley y de los derechos humanos son las que aspiran
a un mundo mejor y se llaman democráticas.
Anteanoche,
en las calles de Buenos Aires, 150.000 voces pidieron a las
autoridades del país que no toleraran el delito, que impusieran
la ley donde no rige, que probaran, en este orden decisivo, que les
importa hacer de la Argentina un estado democrático. Porque si no
hay democracia donde prosperan el hambre, la desocupación y la
ignorancia, tampoco la hay donde el secuestro, la violación y el
asesinato de nuestros hijos se multiplican en la impunidad.
La
puede haber, en cambio, paradójicamente, donde un hijo
atormentado y muerto a tiros pasa a ser el de miles y miles de
hombres y mujeres capaces de encarnar el dolor de haberlo perdido.
Puede haberla, paradójicamente, donde la tragedia personal se
convierte en reclamo colectivo. Ayer se enfrentaron a cara
desnuda dos maneras de entender a la República. Una es perversa,
y supedita la vigencia de la ley a las conveniencias del poder. La
otra es éticamente intachable y profundamente civilizada: exige
que el poder sea expresión de la ley. Que el Estado sea el brazo
de la Justicia. Que la dignificación de la vida sea la meta
innegociable del ejercicio de la función pública.
Los
jóvenes argentinos que 22 años atrás cayeron en la Guerra de
Malvinas fueron, ante todo, víctimas del delito instalado en el
poder del Estado.
Sus
primeros asesinos fueron quienes los enviaron a morir. Los jóvenes
argentinos que, como Axel Damián Blumberg, caen a diario en las
calles y en las rutas del país secuestrados, deshechos y
rematados a balazos, son ante todo víctimas de la
irresponsabilidad jurídica de un Estado en el que se prolonga
aquella siniestra propensión a tolerar, cuando no a alentar, el
exterminio de sus nuevas generaciones, el exterminio de su
porvenir.
Preguntas
sin respuestas
¿Hasta
cuándo la muerte dictará el compás de nuestra vida? ¿Hasta cuándo
habrá que recordar a quienes nos representan que no nos
representan? ¿Hasta cuándo los padres tendremos que seguir
sepultando a nuestros hijos en este siniestro reino del revés?
Ciento
cincuenta mil voces se dejaron oír a coro anteanoche frente al
Congreso de la Nación, ¿quién, entre aquellos a los que iban
destinadas, las supo oír? ¿Quién se hará cargo del
reclamo que ganó la noche? ¿Quién, en el poder político, dirá
"me atañe impostergablemente lo sucedido"? ¿Quién se
hará cargo de lo que su investidura no debiera permitirle
soslayar?
La
seguridad por la que se clama es un valor trascendente. Remite a
la posibilidad, o no, de vivir en una verdadera democracia
representativa.
Exigir
que impere la ley es no querer hacer justicia por mano propia. Es
querer abandonar el mundo de la violencia por el de la
convivencia. El de la fragmentación maniquea por el de la
integración solidaria.
Es
exigir que la vida civilizada no desaparezca de nuestros
campos y de nuestras ciudades. De nuestras casas y escuelas. De
los recintos de nuestras instituciones republicanas.
Es,
en suma, demandar a las autoridades que adviertan de una vez de qué
modo el pasado que se repudia triunfa sobre el presente que se
anhela, cuando la vida deja de ser expresión de lo sagrado y se
transforma en objeto envilecido por la extorsión, el desprecio y
la indiferencia.
Gentileza
de: http://www.lanacion.com.ar
(Fragmento del artículo publicado el 2 de abril de
2004)
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