ÀNGEL
QUINTANA - 13/10/2004
En uno de los textos clásicos sobre la posmodernidad,
el marxista Frederic Jameson situó el nacimiento de la estética
posmoderna en las llamadas películas retro de los setenta. En
algunos filmes significativos como El gran Gatsby de
Jack Clayton (1973) o Chinatown (1974) de
Román Polanski se estableció la posibilidad de reescritura de
los códigos genéricos del cine clásico. Aunque la opción
de Jameson pueda parecer exagerada, es cierto que, después de la
marabunta de las escrituras modernas de los sesenta, el cine de
los setenta vivió un cierto retorno al orden y una cierta
operación de revisión de determinadas formas del pasado. Sin
embargo, este proceso no fue un síntoma del advenimiento de la
posmodernidad sino del cansancio provocado por las rupturas del
cine de autor. Este cine retro dio lugar a una apuesta
neoconservadora que buscó la exaltación de la escritura ordenada
y la recuperación del neoclasicismo.
El nacimiento de la posmodernidad cinematográfica tuvo que ver
sobre todo con el eclecticismo de las tendencias estéticas
surgidas en determinadas formas de cultura juvenil. El
eclecticismo posmoderno tuvo su punto de arranque en los ochenta.
Su apuesta no pasó por la reivindicación de los géneros
clásicos sino por la creación de productos que mezclaban
fórmulas diferentes y ponían en contacto situaciones extremas
capaces de provocar auténticas disonancias. Así, cuando
desde los márgenes de la cultura oficial surgieron las primeras
películas de Pedro Almodóvar, su novedad residió en el
modo cómo reciclaba elementos provenientes del melodrama
clásico y les daba la vuelta con cierta estética homosexual y un
poco de kitsch. En el panorama cinematográfico, el
eclecticismo estuvo acompañado de la presencia de otras
texturas provenientes de sectores audiovisuales colindantes como
la publicidad o los videoclips. A finales de los sesenta,
numerosos directores forjados en la industria publicitaria pasaron
a realizar largometrajes, dando lugar a un cine más preocupado
por los envoltorios que por el contenido, más atento al diseño
de producción que a la psicología de los personajes. En una
película como Blade Runner (1982) de Ridley Scott
confluyen algunas de estas características ya que se trata de un
producto gestado por alguien formado en la publicidad que busca el
impacto visual en el diseño del espacio y en la creación de
atmósferas sofocantes. Los nuevos modelos de autor pusieron
en crisis la supremacía del mito romántico que había alimentado
todo el cine moderno. Mientras la modernidad partía de la
voluntad de la búsqueda, en múltiples direcciones, de una
determinada estética que fuera coherente con la visión personal
del mundo, la posmodernidad no paraba de realizar variaciones y
reescrituras, hasta acabar desembocando en el pastiche que
observaba con respeto e ironía el uso de determinadas fórmulas.
El maestro indiscutible de la reescritura posmoderna es Brian
De Palma, que consciente de las limitaciones de su autoría convirtió
algunas de sus películas en una amplificación del cine de Alfred
Hitchcock. Como cultura hija de la sociedad del espectáculo,
la posmodernidad impuso el reinado del divertirse hasta morir. En
el cine este factor se tradujo en un juego con el exceso y con
los límites de la mostración, hasta el punto de convertir el
gran-guiñol sanguinoliento en la sustancia valida para cualquier
chiste. Pulp Fiction de Quentin Tarantino
ejemplifica con maestría este juego.
El cine posmoderno puso en crisis la relación de la imagen con
lo real y reivindicó el plano como espacio de construcción y
recreación de universos visuales. El abarrocado cine de Peter
Greenaway no hizo más que perseguir la utopía de poder
llegar a reciclar el legado de toda la historia del arte en un
solo plano, testificando que la imagen no era más que un proceso
de representación paralelo a la pintura. El universo poblado
de imágenes seductoras y juegos con los límites del propio medio
acabó en un mundo en el que la imagen, tal como testificó Deleuze,
no era ni movimiento, ni tiempo sino espejo. La pregunta
fundamental que el espectador se planteaba frente a las nuevas
imágenes no residía ya en saber qué es lo que cuentan o lo que
muestran, sino lo que esconden.
Algunos teóricos de la cultura sostienen que el choque de los
dos aviones contra las Torres Gemelas de Nueva York fue el
principio del fin de la posmodernidad, ya que, a nivel simbólico,
el mundo despertó de su letargo virtual para tomar conciencia de
lo real. Es evidente que alguna cosa cambió en la textura del
cine después del 11-S. Algunos apóstoles de la posmodernidad
entraron en un proceso de desorientación absoluta –el caso
más significativo es el de Greenaway
y sus Maletas de Tulse Lupper–, otros
continuaron reciclando y jugando con notable buena salud con los
límites –David Lynch en Mullholand Drive
o Quentin Tarantino en Kill Bill–, no
obstante, las últimas tendencias anuncian la existencia de un
cine que busca su lugar después de la posmodernidad. Este modelo
persigue un cierto retorno a lo real y un deseo por explorar la
conciencia de su situación respecto al mundo. El documental
se ubica en esta tendencia, pero su auge vendría marcado por otro
fenómeno fundamental como es la crisis de los modelos de ficción
y su proyección en un cine en el que las fronteras entre lo real
y lo ficcional se diluyen con cierta comodidad. El fenómeno no es
nuevo. En los últimos años del cine mudo, el documentalista Robert
Flaherty se alió con el más grande constructor de sombras
del período, F.W.Murnau, para realizar, en los Mares del
Sur, Tabú (1929). El cine de la
pos-posmodernidad también busca la fusión de los límites,
substituyendo el juego con los géneros clásicos por otras formas
de escritura como, por ejemplo, el ensayo.
Los nuevos vientos del cine contemporáneo parten de la
revisión histórica y del compromiso con lo real. Iluminada por
la idea del fin de la historia, la posmodernidad barrió todo
debate sobre la función de la memoria. El cine posmoderno invocó
pocas veces el pasado y cuando lo hizo fue con el pretexto de
llevar a cabo determinados anacronismos estéticos –Moulin
Rouge! de Baz Lurhmann o Caravaggio de Derek Jarman–.
El nuevo cine actual pretende recuperar la imagen de archivo,
revisar los puntos débiles de la modernidad y confrontarlos con
el compromiso hacia el presente. En el último festival de Cannes
un tema clave fue el de la infancia desprotegida por los excesos
de determinadas formas de vida adulta despreocupadas de los
valores esenciales de la vida. Los hijos de la posmodernidad se
encuentran desprotegidos, olvidados y lanzados a un mundo sin
valores ni referentes. El cine debe empezar a buscar nuevos
valores, pero para hacerlo debe revisar el pasado, estableciendo
una radiografía de las revoluciones de los 60 para tomar
conciencia de sus excesos y defectos. La cultura cinematográfica
de la pos-posmodernidad necesita, antes de tomar forma, repasar
sus modelos.
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/
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