Durante mucho tiempo fue el término de moda. Ahora,
a los 25 años de la aparición de ‘La condición posmoderna’,
de Lyotard, libro que sintetizó esta tendencia, reconstruimos la
polémica filosófica que generó y la amplitud de sus
derivaciones en la arquitectura, el cine y otras facetas de la
cultura.
La adjetivación posmoderna
ha sido utilizada para caracterizar desde filósofos e ideologías
a reglas literarias, artísticas, arquitectónicas...
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JOAN
PIPÓ COMORERA - 13/10/2004
Se cumplen ya 25 años de la aparición en otoño de 1979 de la obra La
condición posmoderna. Un informe sobre el saber. Este
libro de Jean-François Lyotard quedó asociado al arranque de
aquella famosa polémica que fue calificada como el gran debate
filosófico de la década de los 80 y que permitió escenificar un
espectacular enfrentamiento entre los partidarios de encarar el
presente en términos posmodernos y los que preferían hacerlo en
términos de modernidad en construcción. En estos momentos de
aniversario puede entonces resultar tentador plantearse si este
tiempo perdido ha conseguido llevarse para siempre aquella
designación terminológica con la que Lyotard quiso hablar de una
determinada y particular sensibilidad contemporánea.
Y lo cierto es que en las conversaciones culturales que se
mantienen hoy en día tanto el vocablo posmoderno como sus
derivados posmodernidad y posmodernismo siguen siendo
pronunciados. Sobre todo si se tiene en cuenta que en ese capítulo
hay que sumar los usos neutrales o fríos, los apologéticos o eulógicos,
y también los peyorativos o dislógicos. Hay que reconocerle
así un cierto éxito a aquella especie de operación publicitaria
que Lyotard realizó en La condición posmoderna,
cuando dio en afirmar que el término posmoderno acuñado por
algunos sociólogos y críticos americanos podía muy bien servir
para aproximarse al estado presentado por la cultura después de
las transformaciones experimentadas por la literatura, la ciencia
y las artes desde finales del XIX.
Aunque también es verdad que siempre que un filósofo amable,
como era claramente el caso de Lyotard, se aviene a incorporar y
redefinir a su manera un término que fue recurrentemente empleado
en el Simposio internacional sobre la performance posmoderna
celebrado en Milwaukee en 1976, puede ocurrir perfectamente que la
consecución de esa gran divulgación venga acompañada de un fenómeno
de progresiva difuminación de la particular y nueva modulación
que Lyotard intentó dar a aquel neologismo que Ihab Hassan y
otros participantes en aquel encuentro le dictaron al oído. Máxime
si se tiene en cuenta que, si bien el autor de La condición
posmoderna recordó en este libro que el término posmoderno
estaba siendo utilizado por sociólogos y críticos americanos, lo
cierto es que no los conocía a todos. Por ejemplo, no contemplaba
en absoluto lo que estaba haciendo en aquellos momentos Charles
Jencks con la idea y concepto de una arquitectura posmoderna que,
impulsada desde la década de los 60 por figuras como las de
Robert Venturi, Michael Graves o Aldo Rossi, pero también por los
integrantes de la Escuela de Barcelona, se habría a su juicio
afianzado en el panorama arquitectónico contemporáneo cuando el
derribo en 1972 de unas viviendas sociales diseñadas por Minoru
Yamasaki siguiendo las premisas del Movimiento Moderno permitía
certificar la muerte de la Arquitectura Moderna. Y hay que
notar que esta desatención desempeñó un cierto papel en la
formación de la estruendosa querella entre modernos y posmodernos
que acaparó las páginas de los sucesos filosóficos en la década
de los 80, pues resulta que la primera exposición pública en la
que se argumentó que la modernidad se encontraría en fase de
construcción y se rogó que no se la considerase como algo ya
finiquitado se realizó precisamente partiendo de un comentario crítico
sobre esta arquitectura posmoderna que Lyotard no había en modo
alguno atendido cuando ejecutó su particular diseño de lo que
sería una sensibilidad posmoderna.
Esa primera gran defensa de la modernidad fue realizada por el
filósofo alemán Jürgen Habermas en una conferencia leída en
Francfort el 11 de septiembre de 1980 dentro del marco de la
recogida del premio Adorno. Tras recordar que a propósito de la
sección de arquitectura de la Bienal de Venecia de 1980 el crítico
W. Pheint había escrito “la posmodernidad se presenta
claramente como una antimodernidad”, Habermas afirmó que este
juicio constituía un certero diagnóstico de nuestro tiempo que
daba perfecta cuenta de la irrupción de una nueva corriente
emocional conservadora capaz de “colocar en el orden del día
teorías de postilustración, posmodernidad e incluso
posthistoria”. Seguidamente anotó que estas teorías habrían
repugnado a Adorno y convidó a rememorar la formación de la
conciencia de la modernidad como mejor manera de rendir tributo a
su memoria. Era preciso diferenciar entre la idea de
modernidad tal como había sido vivida en el arte a partir de la
segunda mitad del siglo XIX (la modernidad estética) y el
proyecto de la modernidad tal como había sido concebido por los
ilustrados desde el siglo XVIII. Si bien estos últimos se
propusieron la emancipación y liberación de la humanidad
respecto del peso del pasado y comprendieron que para lograrlas se
tenían que poner en marcha una serie de transformaciones que
desembocasen en la consecución de una total organización
racional de la vida cotidiana, no se podía olvidar que este noble
objetivo aún no se había conseguido. En ese contexto definido
por la condición de proyecto ya iniciado pero todavía no
finalizado, que habría tenido la modernidad, resultaba
justificado señalar que quienes se atrevían a declarar su fin o
preferían simplemente conformarse con una radicalización de la
experiencia estética moderna por completo despreocupada de las
transformaciones que todavía necesitarían las esferas práctico-moral
y científica, tal y como a su juicio en Francia habrían hecho
Bataille, Foucault y Derrida, formaban objetivamente parte del
frente conservador que quería negarle a la humanidad su capacidad
para emanciparse y merecían, por tanto, ser identificados como jóvenes
conservadores.
El caso es que sólo a partir de la mediación de los
movimientos críticos realizados por Habermas pudo hablarse de la
existencia de una querella entre modernos y posmodernos. Y una
vez esta quedó anunciada, se consideró que el libro de Lyotard
era uno de los más importantes documentos en que aparecían
expuestas las tesis posmodernas atacadas por Habermas. A fin de
evitar equívocos, Habermas dio en aclarar que ni tan siquiera lo
conocía en el momento en que leyó su conferencia de Francfort,
no debiendo por tanto considerársela como un ataque dirigido ex
profeso contra Lyotard. De todas formas, también estaba fuera
de duda la diametral oposición que existía entre los diagnósticos
expuestos por ambos. Bastaba con reparar en que Lyotard sí que
había hablado en La condición posmoderna de una
manera directa y clara contra Habermas, atreviéndose en
particular a negar que la búsqueda de un consenso racional
pudiera resolver el problema de la legitimación del saber y
proponiendo a este respecto sustituirla por la aceptación del
disenso. Pero también podía comprobarse cómo para Lyotard
aquella emancipación de la humanidad a la que Habermas obligaba a
comprometerse si uno quería recibir el honor de ser reconocido
como militante del Partido de la Modernidad en Construcción
quedaba devaluada hasta convertirse en un ficticio objetivo final
utilizado por los creadores del metarrelato marxista para
justificar el saber. De hecho, cuando Lyotard redactó aquel
Informe sobre el estado del saber en las sociedades avanzadas que
le había encargado el gobierno de Québec (ese fue el origen de
esta obra) creyó poder certificar que en ellas estaba
emergiendo una sensibilidad o inteligencia posmoderna que se definía
por la total incredulidad ante cualquier metarrelato que pudiera
proponerse. No era éste el único rasgo presentado por aquel
hombre posmoderno que Lyotard quiso dibujar. También había que
contar con la voluntad de acabar con el trabajo de duelo con
que se reaccionó ante la llegada de la técnica y el nihilismo,
con el entrenamiento para admitir la llegada de lo
inconmensurable, con la reivindicación de los modelos
paralógicos como resistencia ante el predominio ganado por la
exigencia de eficiencia e inmediata rentabilidad en la sociedad
(al menos en los gobiernos, universidades y empresas que estaban
regentados por los que con una cierta sorna Lyotard denominó
decididores) o con la demanda de libre circulación para
las unidades de información y saber que en los años venideros
empezarían a circular cada vez más por las redes informáticas.
Pero fue ante todo la descreencia ante los metarrelatos el rasgo
que consiguió retener más la atención de los lectores. La razón
que ayuda a explicarlo es que la de Lyotard fue la crítica del
marxismo que se prestó a ser más universalmente conocida: los
metarrelatos han muerto; el marxismo es un metarrelato; luego el
marxismo está muerto. Esa manera tan rápida de expedir al
marxismo explica la resonancia que pudo alcanzar este libro una
vez pasó a beneficiarse de la publicidad otorgada por la explosión
de la querella de modernos y posmodernos.
De todas formas, no ha de dejar de notarse que en el choque
Lyotard-Habermas intervino también un determinado malentendido
cuyo origen se encuentra en la pluralidad de sentidos que tenía
el neologismo posmoderno ya incluso antes de su divulgación.
Naturalmente, a medida que fueron multiplicándose las
intervenciones en torno a la cuestión posmoderna las
posibilidades de malentendidos no dejaron de aumentar. Por
ejemplo, hubo un marxista americano de nombre Frederic Jameson
que leyó en 1982 una conferencia en la que se soltaba la idea de
ubicar a la posmodernidad dentro de lo que sería un nuevo estadio
en el desarrollo del modo de producción capitalista que no podría
consecuentemente dejar de ser estudiado por la ciencia marxista.
Y llegando a lo que es el día de hoy, resulta que un grupo
anticapitalista ha intentado movilizar a multitudes en contra del
Fòrum Barcelona 2004 barajando el argumento de que se estaba ante
un evento que era puro fascismo posmoderno.
Por tanto, es evidente que aquel libro de Lyotard que cumple
ahora 25 años consiguió dejar una huella en la contemporaneidad
que todavía no ha sido borrada. Pero como la adjetivación
posmoderna ha sido utilizada para caracterizar tanto a
sensibilidades, a filósofos, a eras, a ideologías, a modos de
producción post-fordista, a reglas poéticas para las
composiciones literarias, artísticas, arquitectónicas o
cinematográficas y hasta incluso a fascismos, conviene atender a
todas estas posibilidades cada vez que uno encuentre la palabrita
en cuestión, no sea que se esté ante un nuevo y enésimo caso de
extensión del ya muy ancho campo semántico posmoderno.
Joan Pipó Comorera es profesor de Filosofía
y realiza para el Departament d’Ensenyament una investigación
sobre ‘La filosofia contemporània més recent’. Ha prologado
y cotraducido la edición catalana de ‘La condició
postmoderna’ (Angle Editorial, 2004)
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/
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