El estreno de
'La pasión de Cristo', la película ideada y dirigida por Mel
Gibson, alabada por el Papa Juan Pablo II y por su secretario,
Angelo Sodano (y hasta por vigilantes locales disfrazados de
periodistas), logró opacar, con sus elogios y sus repudios, el
destino de tres filmes que de una manera o de otra trataban la
misma cuestión pero que en la Argentina nunca pudieron ser
estrenados oficialmente. ¿Tan larga es la mano del clero?
Larga es, y de
larga data, pero también es cierto que los papistas son más
papistas que el Papa, así que rasgarse las vestiduras por una película
menor y mediocre como la de Gibson, es decir, a la altura de
Gibson, es continuar con la política de la zanahoria y el burro.
Pregunto: la ideología de Gibson ¿es muy diferente a la de
Steven Spielberg o Roberto Benigni? Basta y sobra con 'La lista de
Schindler' y 'La vida es bella'.
Pier Paolo
Pasolini fue asesinado en una playa cerca de Roma en 1975. Era
poeta, novelista, guionista, semiólogo, cineasta, crítico de
cine, homosexual, marxista y católico. Su versión de 'La Pasión
según San Mateo' no humanizaba a Cristo, no lo convertía en víctima
ni en héroe de la clase trabajadora. El Cristo de Pasolini es un
representante, es el misterio encarnado, y esa, su condición, es
su política.
En ese
sentido, la política es heredera de la religión, y más
precisamente, de la teología, que Mateo o sus copistas
construyeron para racionalizar el misterio que velará para
siempre la distancia entre Dios y los hombres pero que alguien
debe administrar. Será la Iglesia de Pedro, sus grandezas y
miserias.
Es curioso:
Pasolini filma a contramano de la ideología del Concilio Vaticano
II; descree del ecumenismo (que disuelve la teología en el
humanismo) porque la equivalencia entre integrismo y teología es
falsa: el misterio que inaugura el orden simbólico es un
horizonte que la política instrumenta para integrar segregando.
Esa tensión articula su relato, y no resuelve, aunque deje
filtrar la idea, que la política también puede ser una hija
putativa de la teología. Pasolini, además de católico, es
marxista.
Al contrario
de Martin Scorsese, un protestante del derecho y del revés,
que humaniza a Cristo desde el título de su película, 'La última
tentación de Cristo', como si el crucificado, redivivo, hubiera
sido un anacoreta que resistió, o un flagelante que vio; esto es,
un superhombre humano, demasiado humano.
Y dueño de su
destino, y de su experiencia y de sus estados extáticos,
inconmensurables, imposibles de transmitir sino es a modo de
alegorías, sermones o ejemplos: dueño del juicio exacto, no se
deja engañar por los poderes que todo lo deforman, así vive su
relación con Dios y así aconseja que se viva, sin mediaciones.
El Cristo de
Scorsese asusta a la jerarquía eclesial porque prescinde de la
misma, en la vertiente evangelista que no socorre ni engaña. Ese
Cristo hipnotiza y los purpurados están para despertar a la plebe
del sueño eterno. Ese Cristo hipnotiza porque su historia está
narrada según los protocolos de un realismo mágico tan devaluado
como los representantes literarios que en la Argentina tributan a
ese género. El Cristo de Scorsese encanta, simplemente.
El de Jean-Luc
Godard no aparece, se anuncia, y destierra de un plumazo el
mito de la virginidad, no por la prepotencia de los hechos (hecho
no hay nada) sino por el acto que anuncia en potencia. La tierra,
la sangre, mitos reaccionarios, dice Godard, que sin decirlo se
inclina a pensar a Cristo, su nacimiento y muerte en virtud de la
filiación.
¿Quién es,
qué es un padre?, se pregunta el realizador ginebrino. Yo te
saludo, María, dice, como quien se despide y sabe que las
despedidas son imposibles porque el peso de los muertos oprime la
cabeza de los vivos, sin concurso de la voluntad. Demasiado
sofisticado todo para un clero tan preocupado por la corrupción
de la carne.
Es el turno de
Mel Gibson, del radicalismo religioso, la espectacularización
y la mercadotecnia de la producción cultural, el primado del
sadismo y la imparable regresión ideológica y social de los
Estados Unidos de hoy.
Es verdad,
como escribe el periodista español José Vidal-Beneyto, que
Hutton Gibson, padre del actor, niega la Shoah y se alinea con el
costado más tradicional que reprocha a la iglesia norteamericana
su remozamiento teológico y laxismo moral. La respuesta: un
antisemitismo difuso.
Pero ni una
cosa ni la otra: no hay remozamiento teológico, ni hay laxismo
moral; lo que hay en los Estados Unidos es un batiburrillo de
corruptos y abusadores, y cuáqueros liberales, que todos
confundidos convergen en el fanatismo de la Moral Majority del
pastor Jerry Falwell, lobby político-religioso tan fuerte como la
Christian Coalition de Pat Robertson.
Es verdad
también que Mel Gibson hizo decir misa en latín según el rito
tridentino durante los meses que duró el rodaje del bodrio en
Cineccitá, y que como miembro de los sedevacantistas (que
consideran que la sede de Roma está vacante desde que se
apoderaron de ella los papas modernistas), hizo construir en
California, hace ya unos años, una iglesia exclusivamente
reservada al culto.
Pero
también es verdad que Mel Gibson es un ignorante que en su película
hace hablar a Cristo en latín (y no en hebreo, o arameo); que es
un ariete involuntario o no de George Walker Bush en su cruzada
para quedarse en la Casa Blanca; que su antisemitismo es tan
difuso que no puede evitar que su disfraz se parezca al de un
musulmán; y que su ideología, como la de Spielberg y Benigni en
su momento, no es más que políticamente correcta.
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(Publicado el 3 de abril de 2004)
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