En este mundo atroz, donde el esfuerzo de la gente
altruista a veces flaquea ante las acciones de aquellos que acaparan el
poder, ¿cómo es posible mantener el entusiasmo y continuar activo?
Tengo absoluta confianza no solamente en que el mundo
va a mejorar, sino en que no deberíamos dar el juego por perdido antes de
haber tirado todas las cartas. La metáfora es intencional: la vida es
un juego. Al no jugar se descarta toda posibilidad de triunfo. Al jugar,
al actuar, se crea al menos una posibilidad de cambiar nuestro mundo.
Existe la tendencia a pensar que lo que vemos en
el momento presente tiende a continuar indefinidamente. A veces olvidamos
nuestro frecuente asombro ante el súbito derrumbe de las instituciones,
ante los repentinos giros de conciencia en la gente, ante la inesperada
rebelión contra la tiranía y ante el imprevisto colapso de sistemas de
poder que en un tiempo parecían inmutables.
Lo que llama la atención en la historia de los últimos
cien años, es su absoluta impredecibilidad. La revolución que derrocó
al zar de Rusia, uno de los imperios semi-feudales más indolentes, logró
no solamente asombrar a las naciones imperiales más avanzadas sino que
tomó por sorpresa al mismo Lenin, obligándole a viajar precipitadamente
en tren a Petrogrado. ¿Quién hubiera previsto los insólitos cambios durante la Segunda
Guerra Mundial, el pacto nazi-soviético (esas penosas fotos del apretón
de manos entre Von Ribbentrop y Molotov), la embestida del ejército alemán
a través de Rusia, al parecer invencible, causando infinidad de muertes,
para luego ser rechazado a las puertas de Leningrado, en el límite
occidental de Moscú, en las calles de Stalingrado, concluyendo con
la derrota del ejército alemán y Hitler arrinconado en su bunker de Berlín,
esperando la muerte?
Luego vino la posguerra y el mundo tomó un curso que
nadie hubiera sido capaz de anticipar: la revolución comunista en China,
la tumultuosa y desaforada revolución cultural, y luego otro giro
radical, cuando la China post-maoísta renuncia a las ideas e
instituciones más celosamente defendidas al dar entrada al
occidente y coquetear con entidades capitalistas, ante el asombro del
mundo entero.
Nadie pronosticó la inmediata desintegración de los
antiguos imperios occidentales después de la guerra, o la singular plétora
de sociedades que serían creadas en los países recién independientes,
desde el afable socialismo aldeano de Nyerere, en Tanzania, hasta la
locura de Idi Amin en la vecina Uganda. España se convirtió en un escándalo.
Recuerdo que un veterano de la brigada Abraham Lincoln me decía que no
era posible imaginar que el fascismo español pudiera ser derrotado sin
que ocurriera otra sangrienta guerra. Pero después de que muriera Franco,
surgió una democracia parlamentaria abierta a los socialistas, a los
comunistas, a los anarquistas y a todos los demás.
El final de la Segunda Guerra Mundial resultó en dos
superpotencias con sus respectivas esferas de influencia y control, en
continua rivalidad por la hegemonía militar y política. Sin embargo, no
lograron controlar los acontecimientos, ni siquiera en aquellos lugares
considerados como sus respectivas esferas de influencia. La Unión Soviética
fracasó en su intento de dominar Afganistán, y su decisión de retirarse
después de una década de brutal intervención fue la evidencia más
contundente de que no obstante la posesión de armas termonucleares, no es
fácil subyugar una población resuelta. Estados Unidos ha enfrentado la
misma realidad, emprendiendo una guerra a gran escala en Indochina,
perpetrando el bombardeo más despiadado sobre una pequeña península en
la historia del mundo, y aun así se vio obligado a retirarse. En los
titulares de los periódicos vemos a menudo otros casos de los malogrados
intentos de dominio por parte de los presuntos invencibles sobre los presuntos humildes, como en
Brasil, en donde un movimiento de gente pobre y de jornaleros eligió a
un nuevo presidente comprometido a combatir el vil absolutismo de las
corporaciones.
Repasando este catálogo de enormes sorpresas, es
evidente que la lucha por la justicia no se debe abandonar jamás por
temor a la ventaja que supuestamente poseen aquellos que, por medio de
las armas y el dinero, se muestran implacables en su afán de aferrarse al
poder. Ese poder aparente se ha mostrado frecuentemente vulnerable a
cualidades humanas menos tangibles que las bombas y los dólares: temple
moral, entrega, determinación, unidad, organización, ingenuidad,
perspicacia, valor y paciencia, ya sea por parte de negros en Alabama
y Sudáfrica, campesinos en El Salvador, Nicaragua y Vietnam, o
trabajadores e intelectuales en Polonia, Hungría y la misma Unión Soviética.
No existe sobrio criterio respecto al equilibrio del poder que logre
disuadir a un pueblo convencido de que su causa es justa.
He intentado muchas veces unirme al pesimismo con
que mis amigos ven nuestro mundo (¿o serán solamente mis amigos?), pero
me sigo topando con gente que, a pesar de toda la evidencia de trágicos
acontecimientos que pasan por todas partes, me transmiten esperanza.
Especialmente la gente joven, de quienes el futuro depende. Dondequiera
que voy, me encuentro con gente así. Y más allá del puñado de
activistas, parece haber cientos o miles más que son afines a las ideas
poco ortodoxas. Pero tienden a no estar en contacto con los demás y por
lo tanto, mientras resisten, lo hacen con la paciencia desesperada del
infatigable Sísifo empujando tenazmente la roca a la cima de la montaña.
Intento recordar a cada grupo que no están solos, y que la misma gente
que zozobra por la falta de un movimiento nacional es testimonio de la
magnitud de dicho movimiento.
El cambio revolucionario no llega en un momento
turbulento (¡cuidado con esos momentos!) sino como una infinita sucesión
de sorpresas, rumbo a una sociedad más digna. No es necesario
emprender acciones excelsas o heroicas para participar en el proceso del
cambio. Los actos pequeños, cuando son multiplicados por millones de
personas, pueden transformar el mundo. Incluso cuando no
"triunfamos", nos queda la satisfacción y el optimismo de haber
participado, al lado de mucha otra gente altruista, en algo que vale la
pena. Hace falta la esperanza. Un optimista no es necesariamente un risueño
despistado, cantando tiernamente en la penumbra de nuestros tiempos. Tener
esperanza en la adversidad no es una simple necedad romántica. Se basa en
el hecho de que la historia de la humanidad no se basa solamente en la
crueldad, sino también en la compasión, el sacrificio, el valor y la
virtud. Lo que decidamos enfatizar en esta sinuosa historia determinará
nuestras vidas. Si solo vemos lo peor, se derrumba nuestra capacidad de
actuar. El recordar tiempos y lugares, y son muchos, donde la gente se ha
comportado dignamente, nos da la voluntad de actuar, y por lo menos la
posibilidad de virar este mundo perinola en una diferente trayectoria. Y
si actuamos, aun en mínima capacidad, no tenemos que esperar un espléndido
futuro utópico. El futuro es una sucesión infinita de presentes, y vivir
hoy tal como creemos que la gente debe vivir, en desafío total ante el mal
que nos rodea, es en sí una victoria extraordinaria.
Znet
Traducido
por Miguel Alvarado y revisado por Fernando Soler
Publicado
por ATTAC INFORMATIVO 272
Gentileza de: http://www.attac.org/attacinfoes
|