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La educación del hijo adoptivo (2)

por Mario Coppolillo

 


Estos conflictos son los mismos que se producen en las relaciones padres-hijos biológicos, pero se diferencian en la manera de enfrentarlos, por las ansiedades y angustias que impiden a los padres adoptivos hacer valer sus derechos ante el hijo adoptivo. La novela familiar del neurótico, donde Freud lo ilustra de una manera muy clara, se pone de manifiesto la rebelión que el hijo experimenta frente a los padres biológicos y los despoja de todo derecho, otorgándoles la supremacía a los padres de sus fantasías. Aquí es donde se pone de manifiesto, donde se denuncia la culpa que los adoptantes experimentan al creer que el hijo adoptivo es un “hijo robado a otros”, que no tienen derecho porque otros lo han concebido. También se pueden observar situaciones opuestas en las que el hijo adoptivo, consciente de que ha sido adoptado, se niega a rebelarse y se somete pasivamente a los mandatos de los padres adoptivos, como retribución, como agradecimiento por haberlo criado y educado, por haber sido salvado del abandono. Cuando nos referimos a las prohibiciones y frustraciones, lo hacemos en el sentido de la protección y de la adaptación del niño a las normas y pautas culturales, en el mismo sentido que se entiende para las relaciones padres-hijos biológicos.

Cuando los padres están seguros y han asumido de una manera muy clara el rol que les corresponde frente al hijo adoptivo, no temen a la rebelión ni a los reproches; el desafío del hijo es algo que no resulta peligroso y es tenido en cuenta como otra más de las vicisitudes por las que atraviesa la misma relación, en vías de consolidarse en un vínculo firme y estable.

Lo que sí podríamos considerar peligroso es que el hijo, al dirigir sus ataques y reproches, se encuentre con figuras frágiles, fácilmente gobernables que se las puede atemorizar con pronunciar simplemente una frase, una expresión, que es temida porque constituye el núcleo de un conflicto que nunca se resuelve, el punto débil de los padres. La seguridad de los padres adoptivos es lo que tranquiliza al hijo, al tomar éste conciencia de que los padres pisan sobre terreno firme, y que no son fácilmente destruibles, por el simple hecho de dirigir un ataque contra ellos. Lo que es más angustioso para el hijo adoptivo es sentir la posibilidad de desarmarlos pronunciando unas simples palabras, que no son tan simples cuando constituyen el nódulo del propio drama.

Cuando los padres han logrado comprender perfectamente qué papel están jugando frente al hijo, y se sienten seguros de su posición frente a él, sin culpas ni ansiedades persecutorias, podrán abordar mejor el aspecto educativo. Si entienden que pueden sancionarlo, porque son depositarios de la Ley (Ley otorgada por la cultura, por el Derecho, en tanto que han legitimado el papel que han de ejercer) pueden prohibir con los mismos derechos que lo hacen los padres biológicos. Cuando el hijo desea atacar a los padres y desarmarlos de todo derecho, porque cree que “hay otros” a los que puede apelar (sus padres de origen) se equivoca. Al haberlo abandonado, y desaparecido, la Ley los ha despojado de todo derecho para cederlo a otros (los adoptantes). Si los padres de origen abandonaron también renunciaron a sus derechos, que la Ley otorgó a otros, que asumieron un compromiso por adopción.

Con la afirmación de que ellos no son los padres y, por lo tanto, no tienen derecho a prohibir, el hijo adoptivo está poniendo a prueba la capacidad de los padres, para hacerse cargo de las dificultades que comporta la adopción (la crianza, la educación).  Esto nos demostraría, de alguna manera, que la autoridad, según la creencia de los padres adoptivos, tiene como sostén la capacidad de poder engendrar al hijo y por consiguiente, está permitido en este caso prohibir y castigar. Según las fantasías del niño la autoridad sólo emana de aquéllos que le dieron la vida. Pero los que le dieron la vida rehusaron a mantenerla y otros se hicieron cargo de su supervivencia, de modo que también le dieron la vida, devolviendo al niño la posibilidad de supervivencia, otorgando todo aquello que reestablece la plenitud (cuidados, amor, educación, sostén) y que los padres de origen no pudieron ofrecer.

Más aún, si fueron capaces los padres adoptivos de restablecer al niño lo que había perdido, cuidados, amor, alimentos, apoyo de todo tipo, no pude faltar el principio que regula el vínculo del niño con sus padres y con la sociedad, con la cultura, es decir, la autoridad necesaria para ordenar su vida y transformar al adoptivo en un “hijo prohijado” por mandato cultural.

La madre adoptiva asume generalmente un modo de comportamiento que resulta de una permanente comparación con el modelo de una madre imaginaria, la madre de los orígenes, se comporta con el niño como una fuente de constantes gratificaciones. Coloca al hijo adoptivo en una situación en la que “todo está permitido”, lo que va a determinar una falta total de límites con respecto a las necesidades de las demás personas con las que él entre en contacto. De esta manera se contribuye a que el hijo entre en permanente conflicto con la realidad, ya que para él no tiene límites, ya que sus impulsos fueron siempre satisfechos de inmediato , resultado este de una desmedida permisividad por parte de los adoptantes, y que suele ser observada con frecuencia. Estas actitudes parentales demasiado permisivas configuran en el niño verdaderos trastornos de personalidad, cuando el hijo se enfrenta con un mundo social que se halla regido por límites y leyes. Si todo estuvo permitido en la familia adoptiva, también lo estará fuera de ella. Tanto los padres adoptivos como los padres biológicos deben preparar al hijo para vivir en una sociedad regida por el principio de realidad, y a esto debe contribuir la educación. Pero no se entienda educación como sometimiento a las normas sociales y aceptación pasiva de todo un conjunto de modos de comportamiento; preferimos hablar de una adaptación creativa, transformadora, que dé al niño la posibilidad de elegir y desarrollar sus potenciales creadores.

 

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