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Liberalismo genuino
Rupturas y recomposiciones

por Ferran Sáez Mateu

 

   

     
BIN LADEN               PROTESTA CONTRA LA GUERRA DE IRAK        BUSH Y EQUIPO

 

Fukuyama es un académico 'made in Harvard', no un ideólogo formado en las trincheras políticas

 

En 1989, y en cuestión de pocas semanas, Francis Fukuyama pasó de un relativo anonimato a la fama mundial a raíz de un artículo periodístico que decretaba el fin de la historia. A Samuel Huntington le ocurrió algo parecido en 1993, cuando publicó en Foreign Affairs un texto que anunciaba la posibilidad de un choque de civilizaciones. Ambos artículos dieron lugar a sendos libros de dimensiones considerables y repercusiones más bien inauditas. A partir de entonces, Fukuyama y Huntington se transformaron en una especie de tándemi deológico que, previamente caricaturizado, servía igual para un roto que para un descosido. El 11-S alguien no muy dado a las sutilezas sentenció que Fukuyama había perdido -la historia seguía su dramático e imprevisible curso mientras que los vaticinios de Huntington parecian haberse confirmado. El supuesto perdedor publicó un artículo en The Observer (Hay que regresar al Estado, 4 julio de 2004) donde parecía retractarse de sus veleidades proféticas de hacía 15 años, pero no de su trasfondo. El liberalismo genuino -el de Hayek, sin ir más lejos- nunca ha sido partidario de convertir el Estado en una entidad raquítica y residual; quien tenga alguna duda, que relea Camino de servidumbre.

A mediados de los 90, Fukuyama y Huntington fueron ubicados en la órbita ideológica de, por ejemplo, Newt Gingrich, personaje clave del giro conservador que se produjo en EE.UU. cuando Clinton todavía detentaba el poder. Esa apreciación resulta equívoca o, cuando menos, sesgada. Fukuyama es, esencialmente, un académico made in Harvard, no un ideólogo formado en las rudas trincheras de la política. Colaboró con el Departamento de Estado en calidad de analista en los tiempos de Bush (padre) pero su producción teórica no tiene nada que ver con la fraseología que generan los intelectuales orgánicos, ni tampoco con el inconfundible tufillo a refrito de conceptos (no de ideas) que acostumbra a emanar de los think tanks, sean de derechas o izquierdas.

En este sentido, la obra de Fukuyama resulta mucho más emparentable con el Edward O. Wilson de Conscilience que no con las filípicas reaccionarias -y políticamente coyunturales- del mencionado Gingrich. En The Great Disruption éste no se aleja demasiado de las ideas de Conscilience (ambos libros, por cierto, fueron publicados casi simultáneamente). El término inglés conscilience -inusual incluso en esa lengua, e imposible de traducir- alude a las nociones de unidad y reconstrucción. Proponer o apelar a esos dos conceptos implica, por razones obvias, la constatación de una ruptura/disgregación previa. Para el sociobiólogo Wilson esa ruptura está asociada a aquel ambientalismo radical de los años 60 que excluía cualquier relación entre lo biológico y lo cultural. Esa escisión imposibilitaba pensar la conducta humana desde una perspectiva unitaria. Para el politólogo Fukuyama, la ruptura radica en la (falsa) contraposición entre tradición y progreso, que también eclosionó en la década de los 60 en forma de contracultura. Afectaba a cosas tan distintas como la manera de cantar o de entender las relaciones sexuales, pasando por la moda o la alimentación (macrobiótica, por supuesto). En este punto cabe hacerse una pregunta inevitable: ¿por qué si Fukuyama y Wilson parten de los mismos parámetros y llegan a conclusiones muy parecidas el primero se ha convertido en icono neoconservador mientras el segundo es un respetable entomólogo no connotado ideológicamente? La respuesta es sencilla. Wilson -experto en la conducta de las hormigas- es un destacado activista medioambiental; Fukuyama, en cambio, fue asesor de la Casa Blanca en momentos agitados. Ambas cosas marcan. Disculpan e inculpan, respectivamente.

¿Qué pretende reconstruir exactamente Fukuyama? ¿Se trata acaso del viejo orden patriarcal anterior a las convulsiones culturales de los 60?. La respuesta es compleja. En The Great Disruption -ni, que yo sepa, en ninguna otra parte de su obra- Fukuyama hace apología de ese orden ancestral. Lo que critica es la manera como fue liquidado. Aunque ineludible e históricamente necesaria, esa ruptura no tenía porque ser como fue. Si se nos permite la paráfrasis, otra ruptura era posible. Eso es lo que separa a Gingrich o a sus actuales versiones neocon de Fukuyama. Para los primeros, se ha llegado demasiado lejos porque el punto de partida era erróneo, o incluso perverso; para el segundo, no se ha llegado a ninguna parte, precisamente porque no se estipuló una meta final clara. Esa es exactamente la diferencia entre el universo mental de un reaccionario y el de un liberal-conservador. ¿Y qué separa al cristiano renacido George W. Bush del pragmatismo florentino, à l´ancienne, de Fukuyama? Bastante más de lo que algunos creen. "Algunos conservadores religiosos esperan, y muchos liberales temen, que el problema del declive moral se resuelva con un retorno a la ortodoxia religiosa", leemos al final de The Great Disruption. Bush está entre los que esperan; Fukuyama entre los que temen esa solución agónica.

La honda, irreversible transformación de las sociedades industriales en postindustriales acaecida en los 60, contenía varios peajes: un relativismo paralizante, una desconfianza autodestructiva hacia cualquier forma de estructura jerárquica, una visión casi nihilista de la política. Hegeliano a su manera, Fukuyama piensa que esa ruptura no debe ser negada, sino superada en tanto que fase de transición. Esa recomposición es precisamente la que permitirá consumar las potencialidades de la ruptura. En nombre del progreso, por cierto.

 

Publicado por el diario La Vanguardia de Barcelona el 16 de febrero de 2005.

Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/

 

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