Como
un fogonazo, la imagen de la antiquísima estatuilla egipcia
retratando el oficio de escriba en la época de los faraones asaltó
ayer mi memoria, cuando terminé de corregir los trabajos que me
han venido entregando mis estudiantes universitarios de tercer año.
De aproximadamente
cincuenta trabajos, sólo dos estaban escritos con menos de tres
faltas de ortografía. Los restantes lucían un promedio de unos
veinte errores cada dos páginas. A veces
menos, a veces más. Y no solamente errores “menores” como ausencias de tildes
para diferenciar un que de un qué, o un solo
de un sólo, sino errores de esos que
llamamos (¿llamábamos?) groseros, escandalosos, como baso en lugar de vaso, echo en
lugar de hecho o desauseado en lugar de desahuciado.
“¿Y qué?” pueden
contestarme mis colegas de la publicidad y mis colegas de la
docencia. Ya a nadie puede sorprender la desalfabetización
de nuestros ciudadanos.
Es común que en artículos
de prensa o en avisos publicitarios, se cuele algún errorcillo.
Justo ayer leí cocido donde debió decir cosido en
la revista de un importante semanario.
Justo ayer un prestigioso docente de nuestra facultad nos relató en la sala de
profesores que un estudiante a punto de egresar y con el sueño
de transformarse en
cronista deportivo, refiriéndose a Maracaná escribió “la asaña”.
En su defensa podríamos decir tal vez, que lo mismo sabe a gloria
un triunfo deportivo que un plato de
buena pasta italiana, y es verdad que en tren de bromas, muchas veces el tema da
para reírse si no fuera tan alarmante.
Y es doblemente alarmante
porque sólo alarma a la vieja generación - entre la que me
incluyo-, educada en el orgullo de la “cero falta”.
La nueva generación no
está alarmada en absoluto. Es normal escribir con errores, sin comas, sin mayúsculas,
con errores de tipeo, es normal y es bueno que así sea porque internet no permite
demoras, en internet todo el mundo escribe como le sale y yo quiero ser como
todo el mundo.
He
tratado, escribiendo así, de introducirme, sin diccionario, en la
mente de un veinteañero. ¿Qué más piensa sobre el tema?
Hablando ayer con mis
estudiantes (universitarios de nivel socioeconómico medio y
superior), al devolverles los trabajos plagados de errores
marcados en virulento amarillo para que los
retornen sin faltas, descubro que piensan que es injusto que se les demande entregar un
trabajo sin errores ortográficos, cuando nadie se ha
preocupado de enseñarles
a escribir de esa manera (sic).
Piensan que es una
exigencia desmedida: nadie se los ha pedido antes. Piensan que es
una exigencia sin remedio: el corrector del PC a veces corrige y a
veces no. Piensan que es
una exigencia inútil: su futuro laboral no depende de un error más
o menos. Piensan que es una
exigencia prematura: todavía están en un salón de clase, ya tendrán tiempo
de ponerse a la altura cuando reciban el título.
¿Piensan en definitiva
que es una exigencia ridícula? Y reflexionando así fue cuando
por asalto se me apareció la imagen del pequeño escriba egipcio,
tan serio, tan antiguo, ¿tan caduco?
Porque lo cierto es que
nuestra cultura está cambiando. Aunque algunos niños japoneses
expuestos a estímulos visuales demasiado intensos de sus
programas de tevé (¿o eran sus
videojuegos?), hayan sufrido ataques epilépticos por sobreexcitación neuronal,
estamos cada vez más acostumbrados a los códigos
visuales que a los
escritos.
Recuerdo cuando apareció
en nuestra querida “tele” local el primer aviso publicitario
en formato video-clip. “El grito del canilla” del diario El País
mostraba una velocísima sucesión
de imágenes de las calles montevideanas. El público joven adoró el comercial, y el
estilo de la publicidad cambió. Los veteranos, en cambio, no
entendían nada, no veían
nada. No alcanzaban a procesar el sentido a través de los
vertiginosos cortes sucesivos.
Nuestros niños, nuestros
jóvenes, crecen en una cultura visual nueva (ya es un cliché
decir que la gente lee cada vez menos), y que además venera lo rápido,
lo instantáneo, lo
pre-digerido y lo light: lo que exija el menor esfuerzo.
Los estudiantes
universitarios no escapan a ello. Me viene a la memoria ahora una
profesora -nada veterana, por cierto-, de una sesuda materia teórica
de esas que son bases de una carrera,
que lamentábase, desolada, de que los estudiantes a su vez se quejaban de que la
materia no era lo suficientemente “divertida”.
Si no me divierte, no
presto atención.
Qué lío para una
pretensión de “cero error”. Aprender a escribir sin
faltas da mucho trabajo. Enseñar a escribir sin faltas da
mucho trabajo. ¿Recuerdan la frase “la letra con sangre entra”? Sin
llegar al extremo literal, seguro que muchos nos acordamos de aquellas planillas
odiosas donde repetíamos los errores corregidos, veinte veces cada uno, cincuenta veces,
doscientas veces.
¿Odiosas pero efectivas?
No siendo especialista en pedagogía, no me atrevo, así, de
primeras, a afirmar que la generalización de los errores ortográficos
se debe a una falla o a un cambio en la
educación primaria. Sé que a mis hijos no solían corregirles las faltas, sé
que los estudiantes universitarios dicen lo mismo, sé que hay
maestros que aducen escasa paga, escaso tiempo, escaso apoyo.
Por las razones complejas
que sean – cultura visual, cultura light, desprestigio de
las formas tradicionales de autoridad o disciplina, declive de la
institución educativa, cambios en la
didáctica de la ortografía -, el problema parece haber llegado para quedarse.
Y no sólo en la
pauperizada educación primaria estatal, sino a todo nivel: he
visto errores “grabes” en textos académicos escritos por
docentes universitarios, tanto del ámbito privado como público.
Pero
– y me pongo aquí en abogado del diablo -: ¿son efectivamente
graves estos errores? ¿es realmente necesario escribir de acuerdo
con las normas ortográficas que
dicta la Real Academia Española? Si después de todo, se aduce,
para comunicarse
alcanza con que el otro te entienda.
A
favor de una simplificación de la ortografía
Hace algún
tiempo recibí por e-mail un sabroso párrafo que dice así:
Sgeun un etsduio de
una uivenrsdiad ignlsea, no ipmotra el odren en el que las
ltears etsan
ersciats, la uicna csoa ipormtnate es que la pmrirea y la utlima
ltera
esten ecsritas en la
psiocion cocrrtea. El rsteo peuden estar ttaolmntee mal y aun
pordas lerelo sin
pobrleams. Etso es pquore no lemeos cada ltera por si msima preo
la paalbra es un
tdoo...
Lo que
demuestra sin lugar a dudas, que un texto puede estar enteramente
mal tipeado y la comprensión permanece intacta. (Si esto es así,
cuánto menos se afectará la
comprensión si sólo nos olvidamos de un tilde de vez en cuando o
cambiamos una zeta
por una ese alguna vez).
Y los que
gustan de citar autoridades que apoyen su opiniones pueden
remitirse a Gabriel García Márquez promoviendo “jubilar la ortografía” durante el Primer Congreso
Internacional de la Lengua Española ocurrido en México, Zacatecas. (1)
Y están también
los que aducen que la guerra ya se perdió desde que la comunicación
en la era de la aldea global, vía correo electrónico o vía chat,
impuso la
“necesidad” de eliminar tildes, mayúsculas, puntos y comas en
aras de la rapidez, de la
instantaneidad de respuesta - y también del ahorro de dinero, ya
que la conexión a Internet es cara y cada segundo demorado en
pulsar una tecla extra hace llorar al
consumidor alerta-. Creo que incluso rodea al escribiente económico
un halo de
persona ocupada, eficiente, racional, que no tiene tiempo para
perder en revisar
errores de tipeo o agregar puntitos o comitas donde el sentido se
entiende
sin.
Lo anterior
puede ser acusado de argumento elitista en pro de la laxitud
ortográfica: después de todo, siguen siendo unos pocos los que
viven conectados a la Red. Pero
está también el argumento democratizante: es bueno que a nadie
le importe si se
escribe bien o mal, pues así todos seremos iguales, instruidos o
no,
cultos o
incultos, ortográficos o disortográficos, universitarios
titulados o con apenas primaria terminada. Ya se encargó Veblen
con su Teoría de las Clases Ociosas, de
incluir el cultivo de la correcta ortografía entre las
actividades diferenciadoramente
inútiles de la clase superior.(2)
Una
reflexión al margen: ¿maestros de brazos caídos?
Me pregunto
ahora si una posición filosófica como ésta pueda haber calado,
y estar todavía calando, en los docentes de educación primaria
encargados de enseñar a leer y a
escribir (sin faltas) a la actual generación juvenil, al sufrir
en carne propia las
condiciones deficientes en que muchos niños llegaban (¡y
llegan!) al aula: sin útiles, sin
desayuno, sin cena. Acabo de leer un libro de Duschatzky y Corea (3) sobre las
escuelas marginales de Córdoba durante la crisis del 2000 y la
declaración de la
directora de una de esas escuelas intentando explicar el
ausentismo de los maestros:
“los maestros faltan porque se enferman, y se enferman porque no
pueden enseñar”.
(4) ¡Sería tan lógico que ante la
impotencia de tener que enseñar a niños que
no pueden aprender, los maestros reclamaran la reducción de las exigencias!
Pero ya lo he
dicho: mi campo de especialidad no es la pedagogía. Lo que sí
constato es que si los programas o las prácticas docentes
cambiaron o caducaron, o la exigencia
escolar decreció, o los alumnos por diversas razones ya no están
a la altura de las exigencias, esto no se circunscribió a la enseñanza
pública sino que se
extendió a la
privada, de donde proviene la mayoría de mis estudiantes
universitarios.
Puedo teorizar
sobre la cultura light, puedo suponer un desprestigio de la
disciplina, podemos discutir ad infinitum con los expertos
sobre las verdaderas causas y no ponernos jamás
de acuerdo, pero sigue en pie el hecho de que la ubicación temporal del
problema está en la escuela: cuando los niños en su mayoría
escribían
sin faltas eso
era atribuido a la buena enseñanza de la escuela, a la didáctica
de sus primeros años, sin importar si el niño tenía o no
incorporado un hábito de lectura (no lo tenía)
que le ayudase a corregirlas. ¿Por qué ahora que el sistema no funciona deberíamos
atribuir las fallas a otras razones, como el hecho de que los
jóvenes no
leen?
Me explico de
nuevo: la enseñanza de la ortografía es responsabilidad de la
escuela, pero la razón de que la escuela esté fallando en su
responsabilidad no está clara. Es
probable que las razones sean múltiples y complejas, donde la responsabilidad
es sin duda colectiva, y la explicación, sociocultural.
Argumentos
como el que la nueva generación no lee libros no explican
entonces el origen del problema sino su consolidación: los niños
llegan mal aprendidos a la adolescencia,
y como no se exponen a textos bien escritos, no tienen modo de auto-corregirse.
Y como
aparentemente nadie tiene interés en arreglar este estado de
cosas, ni en la enseñanza primaria, ni en la secundaria, ni en la
universitaria, la escritura con faltas se
perpetúa. Si damos por sentado que estas instituciones responden
a la demanda de la
sociedad, entonces la sociedad no está tan interesada como antes en exigir que
se enseñe a escribir bien a sus futuros ciudadanos. Pero si lo
que sucede es que las instituciones ignoran olímpicamente esta
demanda, esta necesidad
social, ¿no sería hora de intervenir y exigir?
Reforma
ortográfica: ¿una necesidad?
Habíamos
empezado listando los argumentos por los que parece que a la
sociedad ya no le interesa tanto que sus integrantes escriban
bien. Primero: alcanza con escribir de
modo que te entiendan. Segundo: la comprensión no se ve afectada
por algunos pequeños
errores. Tercero: hasta Gabriel García Márquez ha dicho que la ortografía ya
no es necesaria. Cuarto: Internet exige escribir de un modo más
simple y marca un camino hacia la simplificación en todas las áreas.
Quinto: la realidad es
que ya nadie escribe sin faltas: es inútil, tonto y obcecado
luchar contra la corriente.
Sexto: es más justo y solidario que todos podamos escribir sin
errores sin ser
“sancionados” o marginados de diversas maneras por ello.
Los promotores
de una reforma ortográfica simplificante aducen estos y otros
argumentos para promover distintas modificaciones: desde la
eliminación definitiva de los tildes
y la supresión de las haches al comienzo de las palabras,
hasta reformas más
drásticas que implican que directamente se escriba tal como se
pronuncia. (5) Nada tan desorbitado, sin embargo, si
vemos la evolución del idioma castellano. ¿Quién
es capaz de leer o escribir en castellano medieval? ¿Recuerdan que hace no
tantos años escribíamos septiembre en lugar de setiembre?
El lenguaje es algo vivo,
evoluciona, y la Real Academia, letra a letra, lentamente,
incorpora algunos
cambios.
En
contra de una Reforma
Hay, claro,
opositores a cualquier tipo de reforma: hay conservadores ultra
convencidos de que alterar, aunque sea “legalmente”, una sola
letra, una sola norma, es un
ataque imperdonable a las formas, un sacrilegio inexplicable. Hay otros que
aunque no se oponen con tanto ímpetu, lo encuentran más inútil
que útil, y en todo
caso, pernicioso. En especial, encuentran perniciosas aquellas
propuestas que sostienen que hay que escribir como se pronuncia.
El problema es que la misma palabra
es pronunciada de manera diferente dependiendo de si el hablante vive en España,
en Uruguay o en el Caribe. En Montevideo, en Rocha o campo
afuera.
Depende si sabe inglés o francés además de español. E incluso,
de si ha visto alguna vez o nunca, la palabra impresa.
“Caricia” podría escribirse “carizia”, “lluvia
escribirse “yuvia”, “pájaro” escribirse “páharo”,
“Géant” escribirse “Yan”.
Una reforma drástica
de este tipo llevaría a que la actual cohesión del mundo hispano
se desintegre, pues lo que hoy consigue la convención sobre una
ortografía unificada es
que en cualquier lugar del mundo donde se hable y escriba en español,
todos
entendamos lo mismo. De otra forma con el tiempo surgirían
dialectos
diferentes en
cada región, en cada grupo, haciendo cada vez más difícil la
comunicación inter-regional o incluso inter-grupal.
Por otra
parte, mantener la tradición es una forma de mantenerse conectado
con el pasado. En temas de lenguaje implica poder establecer la raíz
histórica de las palabras, y
por lo tanto poder rastrear más fácilmente su significado. Es fácil
deducir que
“Psicología” viene de “psiquis” (mente) y si sabemos que
“logos” remite
a
“ciencia”, el significado se devela automáticamente. Pero si
nos guía un objetivo simplificador y escribimos “sicología”,
la raíz epistemológica es “sico” que viene del griego
“sycon” que significa “higo”, por lo que “sicología”
terminaría significando “ciencia de
los higos”.
Además, si
definimos al lenguaje como herramienta de comunicación humana, y
a la comunicación humana como un fenómeno de trasmisión e
intercambio de significados,
lo que resulta esencial es que la trasmisión sea correcta, sin
fallas de comprensión
entre el emisor y el receptor. Para reforzar la comprensión y
minimizar el error, el lenguaje está cargado de redundancias.
Cuando hablamos repetimos
frases y palabras, repreguntamos sobre lo que acabamos de
escuchar. Y cuando escribimos hacemos cosas en apariencia
innecesarias. Por ejemplo, escribir con todas las
letras cuando con menos letras se entendería igual. Hay una
modita en Internet
que es escribir “sls” en lugar de “saludos”. ¿Se entiende
igual, verdad? Y el hebreo original, tengo entendido, escribía
sin vocales, teniendo el lector que suponerlas.
Hagamos la prueba con un texto en español, poniendo un punto
donde iría una
vocal y veremos que aunque la comprensión sigue siendo posible,
exige más esfuerzo
pues implica para cada punto, probar y descartar cuatro vocales
hasta dar con la quinta que imprime significado:
C.m.nz.b.
. p.n.rs.
n.rv..s. .lg.n.s
d. s.s c.br.s
.st.b.n s.b..nd.
d.m.s..d. .lt.
.n l.s .c.nt.l.d.s. .nt.nc.s
d.c.d.. s.b.r
.l m.sm.
h.st. d.nd.
.ll.s .st.b.n
p.r.
tr..rl.s d.
r.gr.so.
Lo que sucede,
además de redoblar el esfuerzo, es que al reducir la redundancia
aumenta la posibilidad de atribuir otros significados: ¿“n.rv..s.”
querrá decir “nerviosa” o “nervioso”? Cuando dice “c.br.s” ¿significará
“cabras” o “cobras”? Claro, está el contexto que ayuda a
seleccionar uno u otro significado posible, pero
la interpretación del contexto es muchas veces subjetiva. Me fui a
este ejemplo extremo y extraño para ilustrar lo que pasaría si a
partir de ahora escribiéramos de la misma manera todos los homónimos: “caza” como “casa”, o
“cima” como “sima”, “vaca” como “baca”, etc. Simplemente, pasaría que la atribución
de uno u otro sentido dependería del contexto. Pero si un esposo cazador deja una
nota sobre la mesa que dice: “Me voy de casa porque no me gusta
cómo cocinas”, ¿le entenderá la esposa?
Y para extremar las cosas aún más: ¿qué pasaría si cada cual
escribiera como le pareciese ignorando todas las normas?
Por ejemplo:
Aviakedadoelpeskolgadodelaramadeunarvolfueradelalqansedelozgatozdbyodeqaerce
delavocadesuraptoraquauzadekualkyermobymientodesmañanadotalbesparadefende
rlodelosotrostalbesparaexybirlokomounapiesaestraoryinaryaeliloceavyaenredadoym
arkobaldopeceazuzkontinuoztyroneznokonzeguyadztrravarlo (6)
Es cierto, nadie escribe así, pero recibo a menudo apuradas
instrucciones laborales electrónicas, sin puntos ni comas ni
tildes ni mayúsculas ni signos de interrogación, que resultan
tan incomprensibles como este párrafo. Personalmente, no estoy en
desacuerdo con el uso de una jerga escrita especial para Internet,
o en la
generalización de ciertos nuevos convencionalismos divertidos como
escribir “xq” en lugar de “porque”, siempre que la
comprensión para el receptor se mantenga igual de rápida que la escritura para el emisor. De otro modo, se
vuelve abuso.
En definitiva, los
partidarios de no “jubilar a la ortografía” anticipadamente,
contestan uno por uno los argumentos de los reformistas. Primero: no alcanza con que cada uno
escriba de modo que le entiendan, es decir del modo que le
parezca, porque el
lenguaje no es un asunto individual sino social. Segundo: la
comprensión se ve afectada
incluso por pequeños errorcillos. Tercero: García Márquez
dijo lo que dijo, en serio o en broma, pero sus libros están
todos publicados con una ortografía impecable.
Cuarto: Es cierto que Internet reclama escribir de un modo más rápido
en los
intercambios personales, pero como institución no admite errores:
el que escribe mal en
sus buscadores nunca encontrará lo que busca. Quinto: la realidad
es que ya
nadie escribe sin faltas, cierto; luego es más necesario que
nunca luchar para revertir esa tendencia. Sexto: es más justo y
solidario que todos podamos escribir sin
errores, punto. Eso no significa emparejar hacia abajo, sino hacia
arriba.
Mientras
discuten, ¿qué hacemos?
Pero mientras
tanto, las normas las dicta la Real Academia Española. ¿Qué
hacemos entonces? ¿Las respetamos o las ignoramos? Volviendo a la
pregunta antes formulada: ¿es realmente necesario escribir bien -
es decir, de acuerdo con las reglas ortográficas? ¿Sirve de algo
tanto esfuerzo?
Las
recompensas de escribir bien
Debo aclarar
antes de proseguir lo que más de un lector me estará reclamando
que aclare: escribir bien no se reduce a escribir sin faltas de
ortografía. Escribir bien requiere además, armar bien las
frases, encadenar lógicamente los párrafos, de modo que el
sentido se trasmita correctamente. Esto que parece tan sencillo no
lo es, y muchas veces la dificultad para el lector no es saltar
por encima de las “minas” disortográficas, sino entender qué
quiso decir el escribiente.
Pero hoy nos
centraremos en las faltas de ortografía, considerándolas la señal
más visible y menos subjetiva del problema. Y voy a hablar de las
recompensas de escribir bien pensando concretamente en los
estudiantes de Ciencias de la Comunicación. Y ya no desde una
discusión teórica que puede ser interesante para los académicos
pero estéril para los pragmáticos, sino desde mi experiencia empírica
como profesional de la Comunicación.
Escribir sin
faltas tiene obviamente una recompensa inmediata: uno se hace
entender mejor y más rápidamente cuando escribe. Logra con más
eficiencia sus objetivos de comunicación.
Escribir sin
faltas denota preocupación por el receptor. Y el receptor lo
agradece. Muchos lectores censuran inconscientemente la falta de
respeto que implica una revisión descuidada del texto.
Escribir sin
faltas trasmite una imagen de educación pulida. En un mundo
competitivo, y ante igualdad de formación, un currículo sin
faltas (o un informe, o un aviso publicitario) frente a uno con
faltas, hace una diferencia significativa.
Escribir sin
faltas es como lucir un traje sin manchas. Es parte de una fachada
que puede no condecir con el interior, pero que colabora en
trasmitir una imagen de profesionalismo riguroso.
Pero hay otras
razones de más peso práctico para quien va a desempeñarse como
Comunicador Social, para quien va a ser publicista, periodista,
guionista, comunicador organizacional: escribir con faltas es muy
caro.
Hay una frase
de humor negro que circula en la Facultad de Ingeniería: “En la
Facultad de Medicina te podés equivocar porque los errores se
tapan con tierra. En Ingeniería no te podés equivocar porque es
demasiado caro”.
En Publicidad, es carísimo. Cada error ortográfico,
cada errorcillo de tipeo puede costar miles de dólares. Una
partida de diez mil folletos devueltos por un cliente enojado
porque la dirección fue mal escrita o el nombre del producto mal
tipeado, se reimprime a costo de la agencia. Recuerdo con temblor
las horas de corrección con lupa de cada original de prensa. Y
recuerdo con sonrisa el error famoso de un gran creativo
publicitario, que dejó pasar un titular de prensa donde
“Hijo” salió escrito sin “hache” y el cliente se perdió.
El creativo de marras, dice el anecdotario, publicó al día
siguiente, a su costo, un aviso que decía: “Ayer un ijo
lloró”.
En Periodismo tiene otro tipo de costo, además del
económico. La letra impresa tiene por algún motivo no muy claro,
una apariencia de verdad impersonal indiscutible. Pero eso,
mientras no se cuele un error. Ahí el lector cae súbitamente en
la cuenta de que el artículo fue escrito por un ser humano, tan
falible como él. Nace la desconfianza. Si el periodista se
equivocó al escribir, o el corrector falló en corregir, ¿será
que con la misma falta de rigor se investigaron los sucesos?
Confianza y credibilidad son un capital que se construye también,
con la impecabilidad al escribir.
El profesional de la Comunicación tiene entonces, la
necesidad de escribir sin faltas para desempeñar su función
correctamente y sin costos económicos o de imagen para el Medio
donde desempeña sus funciones.
Para concluir
Cada vez menos personas
escriben correctamente: a nadie le importa, y cabe la posibilidad
de que la presión social por la simplificación de la escritura
haga su efecto en algunos años.
Pero mientras tanto, la
correcta ortografía seguirá siendo indispensable en muchos ámbitos.
Lo terrible es que implica
que el escribir bien vaya quedando en manos de una élite
ilustrada, tal vez con más poder que el resto. Igualito que en el
antiguo Egipto. El privilegiado escriba moderno, a diferencia de
la “masa” disortográfica, será el que por talento natural
redacte sin errores, o el que haya recibido una enseñanza
especializada.
Mas allá de la tristeza
impotente por las oportunidades decrecientes en que queda
sumergida la mayoría, me queda mi responsabilidad concreta como
docente.
Me pregunto entonces si
una Facultad de Comunicación, donde la escritura correcta es
todavía vital para el futuro profesional, no debiera pararse
frente al problema de la escritura como la Facultad de Medicina
frente al uso del bisturí: no se aprende en las escuelas, pero
sin saber manejar el instrumento, el título no se obtiene.
-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
Bibliografía:
1. Zedelka, “RE: Experimento” , 8 de noviembre de 2000, www.lists.albura.net/efe.es.
Ver también: Gómez J., Jorge. “García Márquez se a vuelto loco”, http://sololiteratura.com/marquezseavuelto.html.
Y también:
“La ortografía entre la tradición y la jubilación”, Foro, www.unidadenladiversidad.com.
2. Veblen, Thorstein. The
Theory of the Leisure Class. Chapter 14: The Higher Learning as an
Expression of the Pecuniary Culture. (La
Teoría de las Clases Ociosas. Capítulo 14: El Aprendizaje
Superior como expresión de la Cultura Pecuniaria). Publicado en
el sitio web de Estudios Americanos de la Universidad de Virginia,
www. xroads.virginia.edu/~HYPER/VEBLEN/veblenhp.html
3. Duschatzky, Silvia y Corea, Cristina. “Chicos en
banda. Los caminos de la subjetividad en el declive de las
instituciones.” Ed. Paidós, Buenos Aires, 2002.
4. Corea, Cristina.
Conferencia brindada a propósito de la publicación de Chicos en
Banda. Copia del documento facilitada por Alicia W. de Perkal,
mayo de 2004.
5.
Foro: “La ortografía entre la
tradición y la jubilación”, www.unidadenladiversidad.com.
6.
“Utilidad de la ortografía” ,
http://sepiensa.org.mx/contenidos/l_orto/uno.htm
..................................................................................................................
Montevideo,
junio-julio de 2004
|