Al principio la
muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del
tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo.
Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado
a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa,
fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer
regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y,
apenas salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso,
detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la
autopista está íntegramente reservada a los que regresan a la
capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros,
detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la
muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al
hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la
felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás del
Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y
come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los
dos jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta
bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca
se sabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la
marcha y habrá que correr para que los de atrás no inicien la
guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la altura
de un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada
momento la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas
con los hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión
en esas precisas circunstancias consiste en hacer correr
libremente su autito de juguete sobre los asientos y el reborde
posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más,
puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la
marcha, y contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos
en el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera violeta
donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando los antebrazos
en el volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando
una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el
ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la espera
de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento.
El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos
para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era
olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca,
brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes
cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en
plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del
ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha
contando desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual
tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda,
aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches
que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta
cansarse. Había charlado con todos, salvo con los muchachos del
Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había
discutido la situación en sus menores detalles, y la impresión
general era que hasta Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco
menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría acelerándose
una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar
lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún
accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única
explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el
gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un tópico tras
otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros, una frase
sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a
Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues llevaban una cesta de
hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le
importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve
y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que
le daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba
por principio, porque le parecía un atropello someter a millares
de personas a un régimen de caravana de camellos. En esas últimas
horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba
insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio
del ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había
acercado a charlar llevando de la mano al niño con su autito,
mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y la
muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era un
castaño) había estado en la misma línea que su auto durante
tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para
perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las
carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos
negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los
recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo
chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance,
se organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y
comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas,
cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane
que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un
Volkswagen con un soldado y una muchacha que parecían recién
casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle
porque hubiera tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía
colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris
Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista
opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia,
Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después
de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito
un cambio de impresiones con el solitario conductor del Caravelle,
no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la misma
conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la
muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los
autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la filas
exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia
probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de
calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus
novedades, los golpes de las portezuelas cuando los pasajeros se
precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se
oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero salía
corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrase
al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A
lo largo de la tarde se había sabido así del choque de un
Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un niño
herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault
que había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el
vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del
avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o
casi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca
de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la
circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos
del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y conocían
bien la región, contaban con otro domingo en que el tránsito había
estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a
parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la
izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha
de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la
vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a
la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia
se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se
estaba moviendo aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse
y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la
primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más
de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop,
y así otra vez y otra vez y otra.
En algún momento, harto de inacción, el ingeniero se había
decidido a aprovechar un alto especialmente interminable para
recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el
Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había
detenido junto a un De Soto para cambiar impresiones con el
azorado turista de Washington que no entendía casi el francés
pero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin
falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y
se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante
de comercio salió del DKW para contarles que alguien había
llegado un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había
estrellado en plena autopista, varios muertos. Al americano el
Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, y también al
ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al
404, transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del
Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una explicación más
detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches
avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba
ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al
revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en
bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de la autopista
ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener
ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño avión de paseo.
Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo de
tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los
condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin
a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros acabara de
caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la
cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte
de techos de automóviles se teñía de lila) una gran mariposa
blanca se posó en el parabrisas del Dauphine, y la muchacha y el
ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de
su reposo; la vieron alejarse con una exasperada nostalgia,
sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el
Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde
una mano cazadora trató inútilmente de atraparla, aletear
amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar
comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al
anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi
cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el
cuentakilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un asomo
del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el mundo
escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo
y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería;
las monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del
Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal, sin
soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era noche
cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan
contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un
Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general.
Era exacto que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero
no en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno de los
extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la
autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían
volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de
una catástrofe natural se propagó hasta el ingeniero, que se
encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde, pensando en
esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco
más libremente, recordó que en algún momento había sacado el
brazo por la ventanilla para tamborilear en la carrocería del
Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada
sobre el volante, sin preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya
era medianoche cuando una de las monjas le ofreció tímidamente
un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El
ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas)
y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que
aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de
chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de
la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados,
porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir
sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta
los vinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203,
y el soldado y el ingeniero abandonaron los autos junto con el
padre de la niña para buscar agua. Delante del Simca, donde la
radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un
Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no
tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña. El
matrimonio del ID se consultó un momento antes de que la anciana
metiera las manos en un bolso y sacara una pequeña lata de jugo
de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían hambre
y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza,
pero la mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la
muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas
de la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos
bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo
para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía
hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre
la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en
tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más
adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las
monjas, los hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio
que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios locales
habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía
un aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias
bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a
un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna
no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas
y se tendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de
los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a las
monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero
pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante,
y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos
hasta el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy
bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño
del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener
demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero
se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño
seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse
sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde
estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos
movimientos del exterior, un deslizarse de sombras entre los
autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la
autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió
del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no
había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin
estrellas, algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta
blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó
con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase
ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la autopista
recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre,
y el ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del
Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo
contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió
explorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los
labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW
miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para
darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París.
A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían
rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente.
Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó
al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la
noticia era tan dudosa como las de la víspera, y que el
extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir y
obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más
tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso
darle nada. El calor empezaba a subir y la gente prefería
quedarse en los autos a la espera de que se concretaran las buenas
noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez,
y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga
del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba
el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría
en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa
indignación del conductor de un Floride, para quien el
embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando la
niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a
hablar con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto
había cantidad de provisiones. Para su sorpresa los campesinos se
mostraron muy amables; comprendían que en una situación
semejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se
encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía un gesto circular
con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se
pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo
molestaba la idea de erigirse en organizador, y prefirió llamar a
los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y con el
matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente
a todos los del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo
inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció las
pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había
conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía
y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a
consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón;
el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que
le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los
ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron
visiblemente contentos, como si se sintieran más protegidos. Los
pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el
americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la
voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno
de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza
instintiva, se encargará de coordinar las actividades. A nadie le
faltaría de comer por el momento, pero era necesario conseguir
agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus a
secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de
los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y
ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que
evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían
cubrirse las necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose
en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas y en el
Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese
tiempo, y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría
resuelto. Pero solamente el soldado regresó con una cantimplora
llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas. El
ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el
viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se
estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en
un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con
él del asunto, y le dijo que se dirigiera al representante de su
grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Más tarde vieron
volver al muchacho del Simca que no había podido conseguir agua,
pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños,
la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le
estaba contando a la muchacha del Dauphine su circuito por la
periferia (era la una de la tarde, y el sol los acorralaba en los
autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y le señaló el
Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó
por el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su
asiento para beber a grandes tragos de la cantimplora que había
traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el
ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el otro
muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos
pasos atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía
corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su
compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acercó al muchacho de
la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho gritó y
protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse
a intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a
Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto,
por lo demás inútilmente puesto que la columna avanzó apenas
cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera,
una de las monjas se quitó la toca y su compañera le mojó las
sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus
actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de
los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se
quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los
mismos juegos de palabras, en un escepticismo de buen tono. Para
el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos y
sucios era la vejación más grande; lo enternecía casi la
rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les
brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a
repetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el
ingeniero miró casualmente por el retrovisor y encontró como
siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del
Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había
mantenido ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus
facciones se habían afilado todavía más, y se preguntó si no
estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a charlar con el
soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se
dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación,
por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más
tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se
apartaba jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían
hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la inacción.
Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían
peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban,
y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían
la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer
soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió
entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró
pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo
con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló
un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta
electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto que el
ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la
noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las
ocho las mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se
había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén
general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito
suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con los jefes
de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del
soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a
los grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se decidió
que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a
la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del
Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció
su coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo
necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó el
ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una
de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su
madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam,
envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a
los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó
el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo unos
tragos del aguardiente que el campesino había entregado a Taunus
esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban
algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a
cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras Taunus dormía
junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero
descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño,
el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor
indistinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta
autos más adelante había habido un principio de incendio en un
Estafette, provocado por alguien que había querido hervir
clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido
mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos
la noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana
la columna empezó a moverse muy temprano y hubo que correr y
agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero como en
todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se
impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían
avanzado más de cincuenta metros, y empezaba a divisarse la
sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se envidiaba la
suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y
aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un
grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y
pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole
por las piernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas
que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a
las mujeres más jóvenes para que atendieran a la anciana que no
se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba
con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo.
Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los
esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su
travesura, entendió que era el momento de darles su oportunidad.
Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos
cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en
ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad
relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y
los dejaron solos con el médico. Después las monjas se ocuparon
de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde
como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus
cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó
correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para
hacerlo avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los
ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del bosque.
Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían
mantas se alegraron de poder envolverse en ellas. Como la columna
no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en el aire,
que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el
ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el
campesino del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no
correspondían ya a la realidad, y lo dijo francamente; por la mañana
habría que hacer algo para conseguir más provisiones y bebidas.
El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que
tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no
despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los
responsables de los grupos más alejados, en un radio de ochenta o
cien automóviles, y tenían la seguridad de que la situación era
análoga en todas partes. El campesino conocía bien la región y
propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba para
comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se
ocupaba de designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño
durante la expedición. La idea era buena y no resultó difícil
reunir dinero entre los asistentes; se decidió que el campesino,
el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y llevarían todas
las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los
otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones
similares, y al amanecer se explicó la situación a las mujeres y
se hizo lo necesario para que la columna pudiera seguir avanzando.
La muchacha del Dauphine le dijo al ingeniero que la anciana ya
estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a las ocho llegó
el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio
regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404
quedaría habilitado permanentemente como ambulancia; los
muchachos, para divertirse, fabricaron un banderín con una cruz
roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que la
gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la
temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los
chaparrones y se vieron relámpagos a la distancia. La mujer del
campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y una jarra de
plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca.
Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro
abierto que no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó
por qué los expedicionarios tardaban tanto en regresar; más
tarde Taunus lo llamó discretamente a su auto y cuando estuvieron
dentro le dijo que habían fracasado. El amigo de Taunus dio
detalles: las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba a
venderles nada, aduciendo las reglamentaciones sobre ventas a
particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían
de las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían
podido traer una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones,
quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar en detalles.
Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin que cesara el
embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran
los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico,
que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un
gesto de exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo
y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había
hablado de una operación de emergencia para despejar la
autopista, pero aparte de un helicóptero que apareció brevemente
al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía
cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la
noche para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas
horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la
charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le
contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a
la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y bajó
para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba
solamente las últimas noticias y se puso a hablar con las monjas.
Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se esperaba
más del sueño que de las noticias siempre contradictorias o
desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar al
ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que
el tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los
muchachos del Simca había visto el coche vacío, y después de un
rato se había puesto a buscar a su dueño para matar el tedio.
Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había
protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan
callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana
no quedó la menor duda de que Floride, como se divertían en
llamarlo los chicos del Simca, había desertado llevándose un
valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa
interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo
del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los
había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se
preguntaban hasta dónde habría podido llegar Floride en su fuga
a través de los campos. Por lo demás parecía ser la noche de
las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al
ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado
y su mujer serían responsables de algo que, después de todo,
resultaba comprensible en plena noche y en esas circunstancias.
Después lo pensó mejor y levantó la lona que cubría la
ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un
metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como
pegada al vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre.
Sin hacer ruido salió por el lado izquierdo para no despertar a
la monjas, y se acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, y
el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre se
había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la
agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que
lo había abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir
en los autos estaba bien establecida (las noches eran ya tan frías
que a nadie se le hubiera ocurrido quedarse fuera) y a pocos les
preocupaba que otros anduvieran entre los coches y se deslizaran
hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a
un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su
propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba
someter a los que venían más atrás a una sorpresa por lo menos
penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la
violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían
amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de
comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo
necesario para cerrar herméticamente el portaequipaje del
Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se les agregó la muchacha
del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero. Él
le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a
su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el
cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch
tape y tubos de cola líquida a la luz de la linterna del soldado.
Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus resolvió que su
marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del
203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá
tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a
instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie
pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine y las
monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el
grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad
en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo
ligero. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres
de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran de
establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse
por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite
de la autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras.
En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del
DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido
y no se movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no
formaba parte del grupo de Taunus pero que todos apreciaban por su
buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de
revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus
fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que
conviniera ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible
hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o
esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre ochenta y
doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía
en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado
de a ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW que le
hacía la corte a su manera profesional. Esa misma tarde el
muchacho encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un
Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero al
anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de
agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre
tomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las
monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y
las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del
Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros
de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para el día
siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirse para
discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos
como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías empezaban a
descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la
calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados
se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en
mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de
su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a
imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las
portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches
heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamente a la muchacha del
Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y
tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin
resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó
a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó
encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche
ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomas de la
rienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y
colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente
el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de
empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha,
las luces de una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban
ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la columna avanzó
bastante más, quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió
con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo
Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los
locutores hablaban enfáticamente de medidas de excepción que
liberarían la autopista, y se hacían referencias al agotador
trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas policiales.
Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la
contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las
sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del
noveno día, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después,
abriéndose paso entre la nieve que caía desde el mediodía y
amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de una
inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto
con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño
pasó al Caravelle donde también estaba su amiguita del 203;
jugaban con sus autos y se divertían mucho porque eran los únicos
que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó casi
de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que
despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas
entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se
obtenían las provisiones y el agua. Lo único que podía hacer
Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el
mejor partido posible de algunos trueques. El Ford Mercury y un
Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y
el ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el
estado físico de cada uno. Increíblemente la anciana del ID
sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de
disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había
sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y
era de las que más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera,
siempre débil y un poco extraviada. La mujer del soldado y del
203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá
para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido
al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En
la noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada;
las portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar o
salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos
tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de
uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de
felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había
equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían
acercando. Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo
de su coche, vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y
estopa verde. Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por
milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia
descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un
cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había
reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a
moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en
su auto, pero al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y al
muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche
a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese
frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante
estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una
historia de un tubo de leche condensada, y salvo las transacciones
oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había relación
posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca
suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la
nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de
lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las
dificultades de aprovisionamiento, siguieron días frescos y
soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse,
reanudar relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían
discutido la situación, y finalmente se logró hacer la paz con
el grupo de más adelante. De la brusca desaparición del Ford
Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que había
podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el
mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas,
aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se
preguntaban qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero
para Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerlo prisionero
y exigirle que revelara la fuente de los suministros, pero en esos
días la columna había avanzado un buen trecho y los jefes
prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a
perder por una decisión violenta. Al ingeniero, que había
acabado por ceder a una indiferencia casi agradable, lo sobresaltó
por un momento el tímido anuncio de la muchacha del Dauphine,
pero después comprendió que no se podía hacer nada para
evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle
tan natural como el reparto nocturno de las provisiones o los
viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte
de la anciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar
otra vez en plena noche, acompañar y consolar al marido que no se
resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia estalló
una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver
precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento,
sin horarios previsibles; lo más importante empezó cuando ya
nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el
primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la
impresión de que el horizonte había cambiado (era el atardecer,
un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo
inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos,
a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo
Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el
soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo del
Simca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía
interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que
lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción,
algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que
despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus
les ordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el
ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso.
Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empezaban a moverse,
y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su
triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el
404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su
vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso;
el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la
par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el
Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez
lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda,
interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas
veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a
tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de
Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una
sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París
y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa
o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y
a comer y beber, y que después habría muebles, habría un
dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón
para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas,
París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el
pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían
vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y a
colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas
limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber
y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas
y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la
lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a
hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre
que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no
se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda,
pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó
atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que
podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el
Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que
detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y
que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la
palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo
suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y
deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era
natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran
paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le
veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía
para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se
retrasaba todavía más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404
aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque
estaba a punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y
el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un
gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el
Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más
adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del
404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja
a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o
del Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en
seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un
Renault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que empezaba a
sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera sustituido
por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera
el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no
existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros adelante,
seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la
izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404
alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgón negro, quizá
un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera, adelantándose
o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de
la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las
masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas
que todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban
adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando
sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez
más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a
sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía
que el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar
otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que
era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que
ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos
rituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las
caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los
niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las
cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos
del Simca, el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de
esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y
corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás
estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún
auto; a través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y
quizá escándalo otros rostros que no había visto nunca. Sonaban
las bocinas, y el 404 tuvo que volver a su auto; el chico del
Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló
alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a
ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si
la autopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda del
404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le pareció que el
grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría
seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en
el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba
fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que
abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad
de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del
soldado debía de estar su chaqueta de cuero. Taunus tenía la
novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de
lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí,
tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que
Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente se aferró
a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los
alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación
con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche,
sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o
las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que
eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera
una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas;
de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le
pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba
locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros
por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se
supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la
noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los
otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante,
exclusivamente hacia adelante.
|