Benny
Levy.
Desde hace algún tiempo te preguntas acerca de la esperanza y la
desesperación. Son temas que apenas has abordado en tus escritos.
Jean Paul Sartre.
En
todo caso, no de la misma manera. Siempre he pensado que todo el
mundo vive con esperanza; es decir, cree que algo que ha emprendido,
o que le afecta, o que afecta al grupo social al que pertenece, está
realizándose, se realizará y le será favorable, tanto a él como
a las personas que constituyen su comunidad. Pienso que la esperanza
forma parte del hombre; la acción humana es trascendente, es decir,
apunta siempre a un objeto futuro a partir del presente en que la
concebimos y en que intentamos realizarla; pone su meta, su
realización, en el futuro, y en el modo de obrar está la
esperanza; es decir, el hecho mismo de proponerse una meta como algo
que debe alcanzarse.
B. L. Has dicho que la acción humana tiende a un
fin en el futuro, pero inmediatamente añade que esta acción era
vana. La esperanza se frustra necesariamente. Entre el camarero, un
caudillo -Hitler o Stalin-, un borracho parisiense, el militante
revolucionario marxista y Jean Paul Sartre, todas estas personas tenían,
al parecer, algo en común: que todas ellas fracasaban, en cuanto
tales, en la medida en que se proponían ciertos fines.
J.
P. S.
No he dicho exactamente eso, estás exagerando. He dicho que, en
efecto, no alcanzaban nunca exactamente lo que perseguían, que
siempre había un fracaso...
B. L. Has afirmado que la acción humana
proyecta un fin en el futuro, pero has dicho también que este afán
de trascendencia desemboca en el fracaso. Nos has descrito, en El
ser y la nada, una existencia que proyectaba fines inútilmente,
aunque con perfecta seriedad. El hombre se marcaba metas, sí, pero,
en el fondo, el único fin al que aspiraba era a ser Dios, lo que tú
llamabas ser causa de sí. De ahí, sin duda, el fracaso.
J.
P. S.
Bien, no he perdido del todo esa idea de fracaso, aunque esté en
contradicción con la idea misma de esperanza. No hay que olvidar
que yo no hablaba de esperanza en la época de El ser y la nada.
Fue más tarde cuando se me ocurrió, poco a poco, la idea del valor
de la esperanza. Nunca he contemplado la esperanza como una ilusión
lírica. Siempre he pensado, aun sin decirlo, que se trataba de un
modo de atrapar el fin que me proponía como algo susceptible de
realización.
La desesperada condición humana
B.
L.
Tal vez no hablabas de la esperanza, sino de la desesperación.
J. P. S. Sí, hablaba de la desesperación,
pero, como he dicho tantas veces, no es lo contrario de la
esperanza. La desesperación era la creencia de que no podían
alcanzarse mis fines fundamentales y que, por consiguiente, había
en la realidad humana un fallo esencial. Y, por último, en la época
de El ser y la nada yo no veía en la desesperación más que
una visión lúcida de lo que era la condición humana.
B.
L.
Me dijiste un día: «He hablado de desesperación, pero en broma,
porque era el tema de moda: entonces se leía a Kierkegaard. »
J. P. S. Exacto; por mi parte, nunca estuve
desesperado, nunca consideré, ni de cerca ni de lejos, que la
desesperación fuera una cualidad que me perteneciese. Por
consiguiente, era, en efecto, Kierkegaard quien influía mucho sobre
mí en ese aspecto.
B.
L.
Es curioso, porque, en realidad, no te gusta Kierkegaard.
J. P. S. Sí, pero he estado sometido a su
influencia. Se trataba de palabras que para otros podían ser una
realidad. Por tanto, quería darles cabida en mi filosofía. Era la
moda; pensé que faltaba algo en mis conocimientos personales sobre
mí si de ellos no podía extraer la desesperación. Mas era preciso
considerar que si otros hablaban de ella es que para ellos debía
existir. Pero fíjate en que apenas se en cuenta la desesperación
en mi obra a partir de entonces. Fue sólo un momento. Es lo mismo
que veo en muchos filósofós, a propósito de la desesperación o
de cualquier otra idea filosófica: hablan de oídas del tema en sus
primeros tiempos, le dan un gran valor, y luego, poco a poco, no
vuelven a hablar de ella, porque se dan cuenta de que su contenido
no existe para ellos, de que es algo que han recibido de los demás.
"Conocí
la miseria de los otros"
B. L. ¿Y ocurre esto también con la
angustia?
J.
P. S.
Nunca he sentido angustia. Esta es una de las nociones claves de
la filosofía de 1930 a 1940. Procedía también de Heidegger. Se
trata de nociones que manejaba uno continuamente, pero que para mí
no correspondían a nada. Es cierto, yo conocía la desolación o el
hastío, la miseria, pero...
B. L. ¿La miseria?
J.
P. S.
Bueno, la conocía a través de otros, la veía, si prefieres.
Pero la angustia y la desesperación no. En fin, no insistamos en
ello, puesto que no afecta a nuestra indagación.
B. L. Al contrario, siempre es importante
saber que no has hablado de la esperanza, y que cuando hablabas de
la desesperación en el rondo no era tal tu pensamiento.
J.
P. S.
Mi pensamiento era ciertamente mi pensamiento, pero lo colocaba
bajo un epígrafe, la «desesperación», que me era ajeno. Lo más
importante para mí era la idea de fracaso. La idea de fracaso
relativa a lo que podríamos llamar un fin absoluto. En efecto, lo
que no se dice en El ser y la nada, de esta manera es que
cada hombre, por encima de los fines teóricos o prácticos que
tiene en cada instante y que se refieren, por ejemplo, a cuestiones
políticas o de educación, etcétera, por encima de todo esto, cada
hombre tiene un fin, un fin que yo llamaría, si me lo permites,
trascendente o absoluto, y todos aquellos fines prácticos no tienen
sentido más que en relación con tal fin. El sentido de la acción
de un hombre es, pues, este fin, que varía, por otra parte, según
cada hombre, pero que se caracteriza por ser absoluto. Y la
esperanza -lo mismo que el fracaso- va unida a este fin absoluto, en
el sentido de que el verdadero fracaso se refiere a él.
B. L. ¿Y es inevitable ese fracaso?
J.
P. S.
Aquí llegamos a una contradicción de la que no he salido todavía,
pero de la que espero salir gracias a estas conversaciones. Por un
lado, conservo la idea de que la vida de un hombre se manifiesta
como un fracaso; no consigue lo que intenta. Ni siquiera consigue
pensar lo que quiere pensar o sentir lo que quiere sentir. Esto
conduce en resumidas cuentas a un pesimismo absoluto. No es lo que
yo pretendía en El ser y la nada, pero ahora estoy obligado
a hacerlo constar. Además, a partir de 1945, he ido pensando cada
vez más -y actualmente estoy convencido- que la característica
esencial de la acción emprendida es, como te decía hace un
momento, la esperanza. La esperanza significa que no puedo emprender
una acción sin esperar realizarla. Y no creo, como te digo, que
esta esperanza sea una ilusión lírica, sino que está en la
naturaleza misma de la acción. Es decir, que la acción, al ser al
mismo tiempo esperanza, no puede estar abocada desde el principio al
fracaso, absoluto y seguro. Esto no quiere decir que deba alcanzar
necesariamente su fin, sino que debe mostrarse en una realización
del fin, propuesto como futuro. Y hay en la misma esperanza una
especie de necesidad. La idea de fracaso no tiene un fundamento
profundo en mí, en este momento; por el contrario, la esperanza, en
cuanto relación del hombre con su fin, relación que existe incluso
si éste no se alcanza, es lo que está más presente en mis
pensamientos.
El fracaso de la inmortalidad
B.
L.
Pongamos un ejemplo: el de Jean Paul Sartre. Siendo niño, decide
escribir, y esta decisión le consagra a la inmortalidad. ¿Qué
dice Sartre, en el ocaso de su obra, de esta decisión? Esta opción
entre opciones que fue la tuya, ¿ha sido un fracaso?
J. P. S. He dicho a menudo que era un
fracaso en el plano metafísico. Quería decir con eso que no he
hecho una obra sensacional, del tipo de la de Shakespeare o de Hegel
y, por tanto, en relación a lo que yo hubiera querido, es un
fracaso. Pero mi respuesta me parece muy falsa. Ciertamente, yo no
soy Shakespeare ni Hegel, pero he creado unas obras tan cuidadas
como he podido; algunas de ellas han sido fracasos, seguramente;
otras, menos; y otras han sido éxitos. Y con eso basta.
B.
L.
Pero, ¿y el conjunto con respecto a tu decisión?
J. P. S. El conjunto ha sido un logro. Sé
que no he dicho siempre lo mismo, y en este punto estamos en
desacuerdo, pues pienso que mis contradicciones importaba poco y
que, a pesar de todo, he seguido siempre una misma línea.
B.
L.
¡Ya estamos ante la «recta intención»! En tal caso, ¿no cree
que el fracaso vaya indisolublemente unido a la posición del fin en
el elemento de lo absoluto?
J. P. S. No lo creo. Por otra parte si se
quiere descender hasta lo innoble, se puede estimar que no he
pensado nunca de mí, sin deja de pensarlo de los demás. Veía cómo
se equivocaban, cómo, aun cuando creyeran haber acertado era el
fracaso total. Por mi parte me decía que al pensar así y al
escribirlo, lo realizaba, y realizaba de un modo más general mi
obra. Desde luego, no lo pensaba con claridad; si no, me hubiera
dado cuenta necesariamente de esa enorme contradicción; pero de
todos modos lo pensaba.
La
innoble diferencia
B. L. Pero, ¿qué diferencia hay entre el
anhelo de ser del camarero, ese camarero henchido de seriedad del
que hemos hablado al principio, y el ansia de inmortalidad de
Sartre, prescindiendo de todo lo innoble? ¿O es que sólo lo
innoble constituye la diferencia?
J.
P. S.
Creo, a pesar de todo, que la idea de inmortalidad hacia la que
me dejaba ir muy a menudo cuando escribía y hasta que he dejado de
escribir era un sueño. Creo que la inmortalidad existe, pero de esa
manera. Intentaré explicarme un poco más adelante. Creo que en la
manera como yo aspiraba a la inmortalidad tal como la concebía, yo
no era tan diferente del camarero o de Hitler, pero que la manera
como yo trabajaba en mi obra era diferente. Era limpia, era moral,
ya veremos qué quiere decir esto. Así, pues, considero que un
cierto número de ideas que acompañan necesariamente a una acción
-por ejemplo, la idea de inmortalidad- son sospechosas son turbias.
Mi trabajo no ha estado presidido por la voluntad de ser inmortal.
B. L. Pero, ¿no se puede partir de esa
diferencia? Tú nos hablas de la obra como de un pacto de
generosidad, de un pacto de confianza entre el lector y el autor. La
labor de escritor ha sido siempre lo esencial para ti.
J.
P. S.
La labor social...
B. L. ¿No es esa labor social la expresión
de un deseo al menos tan fundamental como ese deseo de ser de que
nos hablas en El ser y la nada?
J.
P. S.
Sí, pero pienso que hay que definirlo. Pienso, si quieres, que
hay una modalidad distinta a la primera modalidad de espíritu de
seriedad. Es la modalidad moral. Y la modalidad moral implica que
dejamos, al menos a aquel nivel, de tener como fin el ser; ya no
queremos ser Dios, ya no queremos ser causa sui; es otra cosa
la que buscamos.
B. L. Después de todo, esta idea de causa
sui sólo surge a partir de una tradición teológica muy
determinada.
J.
P. S.
Así es, si quieres.
B. L. Del cristianismo a Hegel.
J.
P. S.
De acuerdo, si te empeñas. Es mi tradición, no tengo otra. Ni
la tradición oriental, ni la tradición judía. Carezco de ellas a
causa de mi historicidad.
Gentileza
de: AGENCIAS,
© ELPAIS.es | Cultura - Publicado el 15-10-2003 con motivo de la
muerte de de Benny Levy..
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