Jacques
Derrida, la muerte en sus propias palabras
Reproducimos "Adieu"*,
la oración fúnebre que pronunció
en ocasión de las exequias
de su amigo Emmanuel Lévinas en 1995
JACQUES DERRIDA
Barcelona - 2002
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Desde hace
mucho tiempo, he temido el instante del adiós a Emmanuel Levinas.
Sabía que en el momento de decirlo me temblaría la voz; sobre
todo, al decirlo en voz alta y pronunciar la palabra adieu aquí,
ante él, tan cerca de él. Esa misma palabra, "à-Dieu",
que en cierto sentido me viene de él. Una palabra que él me enseñó
a pronunciar de otra manera. Medito sobre lo que Levinas escribió
acerca de la palabra francesa "adieu" –algo que
evocaré más adelante– y espero encontrar la entereza para
hablar aquí. Me gustaría hacerlo con las palabras de un niño,
llanas, francas, palabras desarmadas como mi pena.
Sin
embargo, ¿a quién está uno hablando en estos momentos? ¿En
nombre de quién se permite uno hacerlo? Con frecuencia, aquellos
que se atreven a hablar y hablan en público, a interrumpir con
ello el murmullo animado, el secreto o el intercambio íntimo que
nos une profundamente al amigo o al maestro muerto, aquellos que
pueden ser escuchados en el cementerio terminan por dirigirse de
manera directa, sin ambages, a la persona que ya no está más,
que ya no vive, que ya no está aquí y que no podrá responder.
Con la voz entrecortada, se dirigen de tú a tú [tutoientt]
al otro que guarda silencio; lo invocan sin circunloquios, lo
convocan, lo saludan e, incluso, se confían a él. Esta necesidad
no emana tan sólo del respeto a las convenciones ni es
simplemente una parte de la retórica de nuestra oración. Se
trata, más bien, de atravesar con el lenguaje ese punto en el que
nos quedamos sin palabras y –debido a que todo lenguaje que
vuelve al yo, al nosotros, parece inapropiado– de dirigirse
hacia una reflexión que retorne a la comunidad agobiada por la
pena, para su consuelo o su duelo, y hacia lo que se llama en una
expresión confusa y terrible "la labor del duelo".
Cuando se ocupa sólo de sí mismo, ese lenguaje corre el riesgo,
en esta inflexión, de alejarse de lo que es aquí nuestro mandato
–el mandato entendido como honestidad o rectitud [droituret]:
hablar directamente, dirigirse al otro, hablar para el otro,
hablar al que uno ama y admira antes de hablar de él–.
Decir adieu a él, a Emmanuel, y no tan sólo recordar lo
que nos enseñó acerca de un cierto Adieu.
La palabra droiture
–"honestidad" o "rectitud"– es otra
palabra que empecé a escuchar y aprender de manera distinta
cuando la escuché en boca de Levinas. De todos los momentos en
los que habla sobre la rectitud, el que primero me viene a la
mente es una de sus Cuatro lecturas talmúdicas;** ahí la
rectitud nombra lo que es, como él dice, "más fuerte que la
muerte". Y abstengámonos de buscar en lo que se dice que es
"más fuerte que la muerte" un refugio o una coartada,
un consuelo más. Para definir la rectitud, Levinas explica, en su
comentario sobre el Tractate Shabbath, que la conciencia es
la "urgencia de una destinación que lleva al Otro y no un
eterno regreso al yo",
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una inocencia sin
ingenuidad, una rectitud sin estupidez, una absoluta rectitud que
es también una autocrítica absoluta, que se lee en los ojos del
que es el objetivo de mi rectitud y cuya mirada me cuestiona. Es
un
movimiento hacia el otro que no regresa a su punto de origen en la
forma en que regresa una desviación, incapaz como es de
trascendencia: un movimiento más allá de la ansiedad y más
fuerte que la propia muerte.
Esta rectitud se llama Temimut, la esencia de Jacob. (QLT,
p. 105.)
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Meditaciones como ésta pusieron en marcha –como
lo hicieron otras meditaciones, aunque cada una de ellas en forma
muy particular– los grandes temas que el pensamiento de Levinas
nos ha revelado: el de la responsabilidad, en primer lugar, pero
la responsabilidad "ilimitada" que excede y precede a mi
libertad, el de un "sí incondicional", como lo
dice en las Cuatro lecturas talmúdicas, un "sí
más antiguo que el de la inocencia espontánea", un sí
apegado a esta rectitud que significa "fidelidad original a
una alianza indisoluble". (QLT, pp. 106-8; 49-50.) Las
palabras finales de esta lección regresan, por supuesto, a la
muerte; lo hacen precisamente para no dejar que la muerte diga la
última palabra, o la primera. Nos recuerdan un tema recurrente en
lo que fue una paciente meditación acerca de la muerte, que siguió
el camino contrario a la tradición filosófica que va de Platón
a Heidegger. Antes de decir lo que debe ser el à-Dieu,
otros textos hablan de la "rectitud que permanece hasta el
final en el rostro de mi prójimo" como la "rectitud de
una exposición a la muerte, sin defensa alguna".***
No puedo encontrar, ni siquiera desearía tratar
de encontrar las palabras precisas que den el justo valor a la
obra de Emmanuel Levinas. Es tan vasta que sus orillas ya no se
pueden ver, y habría que empezar por aprender de él y de Totalidad
e infinito, por ejemplo, cómo pensar lo que es una
"oeuvre" u "obra" –y lo que es la
fecundidad–. Además, no cabe la menor duda, ésta sería una
tarea de siglos de lectura. Hoy, más allá de Francia y Europa
–observamos día a día incontables indicios de esto en un número
creciente de publicaciones, traducciones, cursos, seminarios,
conferencias– las repercusiones de su pensamiento han cambiado
el curso de la reflexión filosófica de nuestro tiempo, así como
de la reflexión sobre la filosofía: sobre qué es lo que
la relaciona con la ética o, según otra idea de la ética, con
la responsabilidad, la justicia, el Estado y, por lo demás, con
otra idea del orden, una idea que sigue siendo más actual que
cualquier innovación, porque precede absolutamente al rostro del
Otro.
Sí. Ética antes y más allá de la ontología,
del Estado o de la política, pero también ética más allá de
la ética. Recuerdo que un día en la rue Michel Ange,
durante una de esas conversaciones iluminadas por la claridad de
su pensamiento, la generosidad de su sonrisa, el humor sutil de
sus elipses, que recuerdo con tanto aprecio, me dijo: "Sabes,
con frecuencia se habla de la ética para describir lo que yo
hago, pero lo que finalmente me interesa no es la ética en sí,
sino lo divino, la divinidad de lo divino". Ahí pensé en
una separación singular, la separación elemental del velo que
está dado y ordenado por Dios [donné, ordonnét]; el velo
confiado por Moisés al inventor o al artista, que no al tejedor;
el velo que separa lo santo de lo santo en el santuario.
También pensé en cómo otra de las Lecciones talmúdicas
precisa la necesidad de distinguir entre el carácter sagrado y la
santidad, es decir, la divinidad del otro, la santidad de la
persona, que es, como Levinas lo dijo alguna vez a Shlomo Malka,
"más santa que una tierra, incluso una tierra santa, pues al
encarar una afrenta que se hace a una persona, esta tierra aparece
en su desnudez revelándose tan sólo como piedra y madera". (Les
Nouveaux Cahiers 18, pp. 1-8.)
Esta meditación acerca de la ética y la
trascendencia de lo santo con respecto a lo sagrado, es decir, con
respecto al paganismo de las raíces y de la idolatría del lugar
se volvió, por supuesto, indisociable de la reflexión incesante
sobre el destino y la idea de Israel ayer, hoy y mañana. Dicha
reflexión consistió en cuestionar y reafirmar el legado no sólo
de la tradición bíblica y talmúdica, sino también de la
aterradora memoria de nuestro tiempo. Esta memoria es la que aquí
dicta cada una de mis oraciones, ya sea de cerca o de lejos,
incluso sabiendo que Levinas protestaba de vez en cuando contra
ciertos abusos autojustificatorios a los que esa memoria y la
referencia del Holocausto han dado pie.
Más allá de las acotaciones y las preguntas,
quisiera simplemente agradecer a alguien cuyo pensamiento,
amistad, confianza y "bondad" (y doy a la palabra bondad
todo el significado que se le da en las últimas páginas de Totalidad
e infinito ) han sido para mí, como para tantos otros, una
fuente viva; tan viva y constante que no puedo pensar lo que hoy
le está pasando a él o me está pasando a mí. Me refiero a esta
interrupción, a esta respuesta sin-respuesta que, para mí, nunca
llegará a su fin mientras yo esté vivo.
La no-respuesta: sin duda recordarán que en el
notable curso que impartió entre 1975 y 1976 (hace exactamente
veinte años) sobre La muerte y el tiempo, allí donde
define la muerte como la paciencia del tiempo y se entrega a un
encuentro enorme, crítico y lleno de nobleza con Platón, Hegel
y, particularmente, con Heidegger, Levinas define una y otra vez
la muerte –la muerte que "encontramos" ... "en el
rostro del Otro"– como la no respuesta; dice:
"es la sin-respuesta". Y más adelante: "Hay aquí
un final que siempre tiene la ambigüedad de una partida sin
retorno, de un llegar a su fin, pero también de la conmoción (¿es
realmente posible que esté muerto?) de la no-respuesta y de mi
responsabilidad".****
La muerte: en primer lugar, no la desaparición ni
el no ser ni la nada, sino una cierta experiencia para el
sobreviviente de la "sin-respuesta". Tiempo atrás, Totalidad
e infinito ya había cuestionado la interpretación
tradicional "filosófica y religiosa" de la muerte como
"el paso a la nada" o "el paso a otra
existencia". Identificar la muerte con la nada es lo que le
gustaría al asesino, como Caín por ejemplo, que –piensa
Levinas– debe haber tenido esa noción de la muerte. Sin
embargo, inclusoesta nada se presenta como una "suerte de
imposibilidad" o, más precisamente, como una interdicción.
El rostro del Otro me prohibe matar; me dice: "no matarás",
incluso si esta posibilidad es el supuesto de la prohibición que
la hace imposible. Esta pregunta sin respuesta es irreductible,
primordial, como la prohibición de matar, más antigua y decisiva
que la alternativa de "ser o no ser", que no es ni la
primera ni la última pregunta. "Acaso ser o no ser no sea la
pregunta par excellence ", dice otro de sus textos.
(C, p. 151.)
De todo esto quiero deducir que nuestra tristeza
infinita debería alejarse de lo que en el duelo la lleve hacia la
nada, es decir, hacia eso que sigue vinculando –así sea de
manera potencial– la culpa con el asesinato. Cierto, Levinas
habla de la culpa del sobreviviente, pero se trata de una culpa
que no tiene falta ni deuda; es, en realidad, una responsabilidad
delegada, confiada en un momento de emoción sin paralelo, el
momento en que la muerte se revela como la excepción absoluta.
Para expresar esta emoción sin precedentes, la que siento aquí y
comparto con ustedes, la que nuestro sentimiento de propiedad nos
impide exhibir, y para poner en palabras, sin ánimo de confesión
o exhibición personal, cómo esta emoción tan singular se
relaciona con la responsabilidad que nos es delegada y confiada
como un legado, permítanme, una vez más, que sea Levinas el que
hable. Aquel cuya voz hoy me gustaría tanto escuchar cuando dice
que la "muerte del otro" es la "primera
muerte", y que "yo soy responsable del otro en la medida
en que es un mortal". Escuchemos el curso de 1975 y 1976:
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La muerte de
alguien no es, a pesar de lo que parecería ser a primera vista,
un hecho en sí (la muerte como un hecho empírico, cuya sola
presencia sugeriría su universalidad); no se agota en esa forma.
Alguien que se expresa en su desnudez –el rostro– es de hecho
alguien en la medida en que me busca, en la medida en que se pone
bajo mi responsabilidad: ahora debo contestar por él, ser
responsable de él. Cada gesto del Otro es una señal dirigida
hacia mí. Para regresar a la clasificación esbozada
anteriormente: mostrarse, expresarse, asociarse, confiarse a mí.
El otro que se expresa está confiado a mí (y no existe deuda con
respecto al Otro –porque lo que se debe no puede pagarse: nunca
estaremos a mano–) [es más, se trata de una "obligación más
allá de toda deuda", porque el yo que
es lo que es, singular e identificable, sólo es a través de la
imposibilidad de ser sustituido, aun cuando es precisamente ahí
donde la "responsabilidad por el Otro", la
"responsabilidad del rehén" es una experiencia de
sustitución y sacrificio]. El Otro me individualiza en esa
responsabilidad que yo tengo de él. La muerte del Otro me afecta
en mi identidad como un yo responsable... constituido por una
responsabilidad imposible de describir. Es así como soy afectado
por la muerte del Otro; ésta es mi relación con su muerte. Es
desde ese momento, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien
que ya no responde más, una culpa del sobreviviente. (MT, pp.
14-15; cita entre paréntesis, p. 25.)
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Y un poco más adelante:
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La relación
con la muerte en su excepción –y la muerte es, sin importar su
significado en relación con el ser y la nada, una excepción– a
la vez que confiere a la muerte su profundidad no es una visión,
ni siquiera una aspiración (ni una visión del ser como en Platón,
ni una aspiración hacia la nada como en Heidegger), una relación
meramente emocional, que se mueve con una emoción que no está
compuesta de las repercusiones de un conocimiento previo de
nuestra sensibilidad y nuestro intelecto. Es una emoción, un
movimiento, una inquietud hacia lo desconocido. (MT, pp.
18-19.)
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Aquí el énfasis se halla en lo desconocido.
Lo desconocido no es el límite negativo de alguna forma de
conocimiento. Este no-conocimiento es el elemento de amistad u
hospitalidad que permite la trascendencia del extraño, la
distancia infinita del otro. "Desconocido" es la palabra
escogida por Maurice Blanchot para el título de un ensayo,
"Conocimiento de lo Desconocido", que dedicó al que había
sido, desde el momento de su encuentro en Estrasburgo en 1923, el
amigo, la amistad misma del amigo. Sin duda, para muchos de
nosotros, para mí ciertamente, la fidelidad absoluta, la amistad
ejemplar de pensamiento, la amistad entre Maurice Blanchot
y Emmanuel Levinas fue una gracia, un don; permanece como una
bendición de nuestros tiempos y, por más de una razón, como una
fortuna, es decir: una bendición para quien tuvo el enorme
privilegio de ser amigo de cualquiera de los dos. Para escuchar
hoy y aquí a Blanchot hablar para Levinas y con Levinas, como yo
tuve la fortuna de hacerlo en su compañía un día de 1968, cito
un par de líneas. Después de nombrar lo que nos
"cautiva" en el otro y de hablar sobre un cierto
"arrebato" (palabra utilizada con frecuencia por Levinas
para hablar de la muerte), Blanchot nos dice (L’entretien
infini, pp. 73-74):
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No debemos
perder la esperanza en la filosofía. En el libro de Emmanuel
Levinas [Totalidad e infinito ] –donde, me parece, la
filosofía de nuestro tiempo ha alcanzado, como nunca antes, la
elaboración más sobria y que cuestiona de nuevo, como cabría
esperarlo, nuestras formas de pensamiento e incluso nuestras dóciles
reverencias ante la ontología– se nos invita a hacernos
responsables de lo que es, en esencia, la filosofía y aceptar,
con toda la intensidad y el rigor infinito que le son posibles, la
idea del Otro; es decir, la relación con el autrui. Es como si
encontráramos una nueva vertiente en la filosofía y un salto que
ella y nosotros mismos nos viéramos urgidos a realizar.
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Si la relación con el otro presupone una separación
infinita, una interrupción ahí donde aparece el rostro, ¿qué
sucede en el momento en que esa interrupción surge de la muerte
para hacer un vacío todavía más infinito que la separación
anterior, una interrupción en el centro de la interrupción
misma?, ¿dónde y a quién le sucede? No puedo hablar de esta
agobiante interrupción sin recordar, como muchos de ustedes sin
duda lo hacen, la ansiedad ante la interrupción que yo pude
sentir en Emmanuel Levinas cuando, al teléfono por ejemplo, parecía
temer en todo momento que se cortara la comunicación, temer el
silencio o la desaparición, la sin-respuesta del otro a quien
llamaba y a quien trataba de aferrarse con un "allo, allo"
después de cada frase y, en ocasiones, a la mitad incluso de la
frase.
¿Qué pasa cuando un gran pensador se sumerge en
el silencio, uno a quien conocimos en vida, a quien leímos, releímos
y también escuchamos, de quien todavía esperábamos una
respuesta, como si dicha respuesta nos ayudara no sólo a pensar
de otra manera, sino también a leer lo que pensábamos que ya habíamos
leído de él, una respuesta que se reservaba todo y tantas cosas
más que creíamos haber reconocido con su rúbrica? Esta
experiencia con Emmanuel Levinas, así lo he aprendido, es
interminable, al igual que todas las reflexiones que son fuente y
origen; porque nunca dejaré de empezar o empezar de nuevo a
pensar en ellas como el fundamento del comienzo renovado que me
ofrecen, y volveré a descubrirlas una y otra vez en casi
cualquier tema. Cada vez que leo o releo a Levinas me siento
colmado de gratitud y admiración; colmado por esa necesidad, que
no es una limitación sino una fuerza amable que obliga y nos
obliga, por respeto al otro, a no deformar ni torcer el espacio de
pensamiento, sino a ceder ante la curvatura heterónoma que nos
relaciona con el otro en su completud (o sea, con la justicia,
como Levinas lo afirma en una formidable y poderosa elipse:
"la relación con el otro, es decir, la justicia"), que
responde a la ley que de esa forma nos convoca a ceder ante la
anterioridad infinita del otro en su completud. Así llegó, al
igual que esta convocatoria, a alterar discreta pero
irreversiblemente las ideas más poderosas del fin del milenio,
empezando por las de Husserl y Heidegger a quienes, de hecho,
Levinas introdujo en Francia hace ya sesenta y cinco años. Este
país que tanto apreciaba por su hospitalidad (y Totalidad e
infinito –p. 305– no sólo muestra que "la esencia
del idioma es bondad", sino que "es amistad y
hospitalidad"), esta Francia le debe a él, entre otras
cosas, entre tantas contribuciones significativas, al menos dos
acontecimientos nodales del pensamiento, dos actos inaugurales que
hoy son difíciles de aquilatar, porque han sido incorporados al
cuerpo de nuestra cultura filosófica después de haber
transformado su paisaje.
Uno fue, para decirlo brevemente, la primera
introducción a la fenomenología de Husserl, iniciada en 1930 con
traducciones y lecturas interpretativas, que irrigaría y fecundaría
tantas corrientes filosóficas francesas. Después, o mejor dicho
al mismo tiempo, concibió la introducción al pensamiento
heideggeriano, que no fue menos importante para definir la
genealogía de muchos filósofos, profesores y estudiantes
franceses. Husserl y Heidegger a un mismo tiempo a partir de 1930.
Anoche releí unas páginas de ese prodigioso libro que fue para mí,
así como para tantos otros antes que yo, la primera y mejor guía.
Escogí unas cuantas frases que han dejado su marca en el tiempo y
que nos permiten medir la distancia que nos ayudó a cubrir. En
1930, un joven de veintitrés años dijo en el prefacio que releí
anoche y releí sonriendo, sonriéndole: "El hecho de que en
Francia la fenomenología no sea una doctrina conocida para todos
ha sido un problema constante para escribir este libro". O al
hablar de la "poderosa y original filosofía" del
"señor Martin Heidegger, cuya influencia se siente a menudo
en este libro", el mismo libro recuerda que "el problema
ocasionado aquí por la fenomenología trascendental es un
problema ontológico en el sentido preciso que Heidegger le da a
este término". (Théorie de l’intuition dans la phénoménologie
de Husserl, p. 7.)
El segundo acontecimiento, el segundo cisma filosófico,
diría yo el feliz traumatismo que le debemos (en el sentido de la
palabra traumatismo que le gustaba recordar, el
"traumatismo del otro" que viene del Otro), es que al
leer con cuidado y reinterpretar a los pensadores que acabo de
mencionar, pero también a tantos otros, filósofos como
Descartes, Kant y Kierkegaard, escritores como Dostoyevski, Kafka,
Proust, por mencionar algunos –y difundía sus palabras a través
de publicaciones, cursos y lecturas (en l’École Normale Israélite
Orientale, en el Collège Philosophique y en las universidades de
Poitiers, Nanterre y La Sorbonne)–, Emmanuel Levinas desplazó
paulatinamente el eje, la trayectoria e incluso el orden de la
fenomenología u ontología, que él había introducido en Francia
desde 1930, hasta lograr moldearlos con rigor y bajo una condición
inflexible y simple. Una vez más, Levinas cambió por completo el
paisaje sin paisaje del pensamiento, y lo hizo en una forma digna,
sin polémica, desde su interior, con fidelidad y desde lo lejos,
desde el acotamiento de un lugar completamente diferente. Creo que
lo que ocurrió ahí, en esta segunda travesía, en esta segunda
ocasión en que nos lleva más lejos aún que en la primera, es
una mutación discreta pero irreversible, una de esas
provocaciones singulares, poderosas y raras que se dan en la
historia y que, durante más de dos mil años, han marcado de
manera indeleble el espacio y el cuerpo de lo que acaso es, o es
diferente, a un simple diálogo entre el pensamiento judío y las
otras formas de pensamiento, las filosofías de origen griego o,
en la tradición de un cierto "aquí estoy", los otros
monoteísmos abrahámicos. Esta mutación se dio a través de
él, a través de Levinas que fue consciente de esa inmensa
responsabilidad de una manera, creo yo, a la vez transparente,
confiada, tranquila y modesta, como un profeta.
Uno de los indicios de las repercusiones de esta
onda histórica de choque es la influencia de su pensamiento más
allá de la filosofía y del pensamiento judío, en varios círculos
de la teología cristiana, por ejemplo. No puedo olvidar el día
en el que, durante una reunión del Congrès des Intellectuels
Juifs, mientras los dos escuchábamos la ponencia de André Neher,
Levinas volteó hacia mí y dijo con esa suave ironía que nos era
tan familiar: "Ves, él es el judío protestante y yo soy el
católico" –agudo comentario que invitaría a una larga y
seria reflexión.
Todo lo que ha pasado aquí ha pasado a través de
él, gracias a él, y hemos tenido la suerte no sólo de recibirlo
en vida, de él en vida, como una responsabilidad delegada por los
vivos a los vivos, sino también de debérselo mediante una deuda
cándida y amable. Un día, hablando con Levinas sobre sus
investigaciones acerca de la muerte y de lo que le debía a
Heidegger en el mismo momento en que se estaba alejando de él,
escribió: [La muerte y el tiempot] "Se distingue del
pensamiento de Heidegger y lo hace a pesar de la deuda que todo
pensador contemporáneo tiene con Heidegger –una deuda que con
frecuencia nos pesa–" (MT, p. 8). La buena fortuna de
nuestra deuda con Levinas es que nosotros podemos, gracias a él,
asumirla y afirmara sin pesar, en la entusiasta inocencia de la
admiración. Se trata del orden de este sí incondicional del que
hablé antes y frente al que se responde "sí". Este
pesar, mi pesar, es no habérselo dicho y no habérselo demostrado
suficientemente en el curso de los treinta años durante los que,
en la reserva del silencio, a través de conversaciones breves y
discretas, de escritos que eran demasiado indirectos o cautos, nos
dirigíamos con frecuencia entre nosotros lo que yo ni siquiera
llamaría preguntas o respuestas, sino tal vez, para usar una más
de sus palabras, una suerte de "pregunta, oración", una
pregunta-oración que, como él dijo, es anterior incluso al diálogo.
Esta misma pregunta-oración que me encaminó hacia él, acaso
compartida en la experiencia del à-Dieu, con la que empecé.
El adiós del à-Dieu no marca el fin. "El à-Dieu
no es una finalidad", dice, desafiando la "alternativa
entre el ser y la nada", que "no es final". El à-Dieu
saluda al otro más allá del ser en "lo que significa más
allá del ser la palabra gloria". "El à-Dieu no
es un proceso del ser; en el llamado soy de nuevo atraído al otro
ser humano a través del cual este llamado tiene significado: al
prójimo por el que debo temer" (C, p. 150).
Dije que no quería simplemente recordar lo que él
nos confió del à-Dieu, sino en primer lugar decirle adiós,
llamarlo por su nombre, decir su nombre, su primer nombre, de la
manera en que se le llama en el momento en el que si ya no
responde, es porque él responde en nosotros, desde el fondo de
nuestros corazones, en nosotros y ante nosotros, en nosotros justo
frente a nosotros, al llamarnos y recordarnos: "à-Dieu".
Adieu, Emmanuel.
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NOTAS
*Oración fúnebre
pronunciada durante el sepelio de Emmanuel Levinas el 28 de
diciembre de 1995.
**E. Levinas, Quatre lectures talmudiques. Se abrevia como
QLT. Las notas son de P. Brault y M. Naas (Critical Inquiry,
Autumn 1996).
***J. Derrida se refiere a "La conscience
non-intentionnelle", publicado en Entre nous: Essais sur
le penser-à-l’autre, p. 149. En lo sucesivo, abreviado como
C.
****E. Levinas, Le mort et le temps, pp. 10, 13, 41-42. En
lo sucesivo, abreviado como MT.
|
Traducido
por José Manuel Saavedra e Isabel Correa
©Jacques
Derrida. Este texto forma parte de un libro en preparación
sobre problemas del otro, compilado por E. Cohen, T. Bubnova y A.
M. Martínez de la Escalera.
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Publicación:
Jacques Derrida,
"Adieu", Fractal n° 4, enero-marzo, 1997,año 1,volumen
II, pp. 11-24.
Gentileza de: http://www.fractal.com.mx/
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