Hay un gesto tan habitual,
tan aparentemente humano, que es necesario hacer un
considerable esfuerzo para extraer del mismo esa naturalidad
que lo emborrona y lo vuelve insignificante; pero la pugna
es inevitable si queremos resituarlo en la esfera de la
consciencia verdaderamente humana. Me refiero al gesto de
colocar algo ante nuestros ojos, no tanto para verlo como
para mirarlo.
A veces, cuando me tumbo en
la cama para leer, mi gata me sigue y pretende instalarse
sobre mi pecho, justo entre mis ojos y el libro que yo acabo
de colocar ante ellos. Si bien es obvio que mi gata nada
sabe del ejercicio de la lectura, no está tan claro que
deba poseer el mismo grado de ignorancia en lo que concierne
a la visión, precisamente ella que pertenece a una especie
claramente inquisidora. Puede parecer por lo tanto
sorprendente que el animal no sea capaz de calibrar la
impertinencia que supone interrumpir la línea de visión
que se ha establecido entre mis ojos y el libro que
sostienen mis manos, y sin embargo no da la impresión de
que a la gata le importe en absoluto el inconveniente y se
echa a dormir como si para mi debiera ser lo mismo
contemplarla a ella que al libro. Mi gata representa con su
indiferencia la actitud de la propia naturaleza hacia las
construcciones humanas, en este caso la de la mirada.
El gesto de colocar un libro
ante los ojos no se encuentra tanto en el ámbito fenomenológico
del ver como en el del mirar, y si bien la naturaleza ha
previsto el complicado mecanismo de la visión, no parece
que haya tenido ninguna responsabilidad en lo que se refiere
al complejo ejercicio de la mirada. Por ello, si bien mi
gata, como la mayoría de los animales, es una gran
especialista en ver, resulta por el contrario una ignorante
intrínseca en el mirar.
La facultad animal de ver es
absolutamente pasiva: el animal ve todo aquello que se
coloca en el campo de visión, y cuando la vista se ve atraída
por algún elemento en concreto despliega una actividad
suplementaria que consiste en concentrar la atención en el
punto que es foco del interés inmediato. Pero en ningún
caso se produce una verdadera mirada. Por ello es
absolutamente impensable que en un animal, por inteligente
que sea la especie a la que pertenezca, surja la noción de
que su visualidad puede ser interrumpida. Para que algo así
pudiera ocurrir, la acción de ver debería estar precedida
de una intención y a ésta le debería seguir un gesto, ya
fuera el de colocar algo ante los ojos o el de dirigir los
ojos hacia algo expresamente y con la intención de ver
solamente aquello. La mirada es pues una construcción
compleja, compuesta de una voluntad y el gesto que pone en
relación la vista con un determinado objeto cuyo interés
precede subjetivamente a su visión propiamente dicha.
Es cierto que el diccionario
distingue claramente entre las dos actividades, puesto que
define ver
como la acción de "percibir por los ojos los objetos
mediante la acción de la luz", mientras que adjudica
al mirar la
función de "aplicar la vista a un objeto": es
decir, en un caso un acto pasivo, en el otro activo. La
diferenciación que establece la Real Academia es sin
embargo mínima y no pretende trazar las fronteras de campos
fenomenológicos drásticamente diversos, sino distinguir
tan sólo entre gestos levemente diferenciados y prácticamente
contiguos: ver sin prestar atención para de inmediato pasar
a fijar la mirada en algún punto de interés. La Real
Academia no ha detectado por lo tanto la soberbia construcción
humana que supone la mirada y se ha detenido específicamente
en el simple acto de ver que comparten todos los animales. Y
sin embargo basta con tomar conciencia de la singularidad
que supone en el campo de la fenomenología de la visión el
hecho de sentir de pronto que alguien o algo nos impide ver
aquello que queremos mirar, sensación que es inaudita en
otras regiones de la vida, para darse cuenta de que nos
encontramos ante una manifestación trascendental. Un animal
podrá seguir con la mirada la trayectoria de un elemento
interesante, podrá incluso sortear con todo su cuerpo en
movimiento un obstáculo que se interpone entre él y el
centro de interés, como puede ser por ejemplo otro animal
al que está persiguiendo, pero nunca lo hará sólo para
seguir viendo. El movimiento que un animal puede ejecutar
con el cuerpo o parte del mismo para dejar un objeto fuera
del campo de su visión con el fin de seguir viendo aquello
que atrae su interés no es una verdadera mirada, sino la
prolongación de un acto corporal en el mismo sentido: no es
la vista la que se emplea sobre el mundo, sino todo el
animal con la vista, y otros sentidos, al frente. La vista
responde en este caso a necesidades del cuerpo globalmente
considerado y por tanto acepta los campos de visión tal
como se presentan: son las características de los mismos
los que determinan el interés de la visión y no a la
inversa, como sucede con la mirada humana. De ahí que no
pueda darse en los animales la dicotomía entre una
visibilidad dada y una visibilidad construida, como se da en
el ser humano. Los obstáculos, en el animal, no lo
son nunca para la vista, sino para el cuerpo en su
totalidad.
De ahí la originalidad que
supone un gesto como el de colocar algo ante los ojos para
exponerlo expresamente a la inspección de la vista, un
gesto que hace que ésta, de elemento de supervivencia pase
a ser agente de conocimiento. El gesto, adscrito a la
mirada, de colocar un objeto ante los ojos debe anteceder
forzosamente, pues, al de la propia escritura, que así se
muestra en parte subsidiaría del mismo. Antes de que la
mano procediera a inscribir un lenguaje visible sobre una
superficie, es decir, antes de que pasara a objetivar los
procesos reflexivos, se produjo la conversión de la vista
en mirada, un proceso que suponía asimismo la delimitación
de un campo visual susceptible de ser inspeccionado
visualmente y de constituirse, por lo tanto, en receptáculo
de los signos que expresan el pensamiento.
Tomando en consideración
esta hipótesis, da la impresión de que la escritura surge
para prolongar la mirada más allá de la propia mirada,
hacia una región distinta a la que puede ofrecer la intención
mimética de la imagen. Lo corrobora Zizek al hablar del
efecto del registro simbólico sobre la mirada: “la
emergencia del lenguaje abre un agujero en la realidad, y
este agujero cambia el eje de nuestra mirada”. (1) Es
decir, que la escritura, al quebrar la superficie
reflectante de lo real pone ante la vista los mecanismos del
pensamiento, pretende, en una palabra, homologar la función
de ver a la de pensar. Una vez comprobado por la experiencia
humana que la visión podía discriminar la realidad
mediante la mirada (esa conjunción de intención, gesto y
visualidad), el siguiente paso era convertir en expresivos
los elementos de la realidad captados y asimilados
visualmente por la mirada. De ahí que los lenguajes
acostumbren a poseer una primera fase iconográfica, en la
que se construye para la vista una realidad visual paralela
y manipulable.
Lo cierto es que la
civilización occidental no renuncia a esta homologación
entre la imagen y el pensamiento hasta una fase bastante
tardía de su desarrollo. Concretamente no lo hace hasta
que, a principios del siglo XVII, Kepler, en su disputa con
Robert Fludd, establece la diferenciación entre imágenes
poéticas e imágenes didáctico-ilustrativas que sienta las
bases del entendimiento posterior de las imágenes,
corroborado en su momento por la filosofía cartesiana. Que
ahora el prestigio de Kepler, avalado por el posterior
desarrollo de la ciencia, sea infinitamente mayor que el del
olvidado Fludd, un inglés perteneciente a la corriente del
esoterismo neoplatónico que tanto auge experimentó en la
cultura europea a partir del Renacimiento, no es ni mucho
menos un fiel reflejo de la situación en que ambos se
encontraban en el momento en que sus sistemas de pensamiento
entraron en contacto. De la misma manera que Kepler se acercó
a Fludd fascinado por las imágenes que se incluían en una
obra de éste que descubrió por azar, (2) no parece que en
ningún momento el filósofo inglés detectara el hecho de
que estaba defendiendo una postura, la de la validez hermenéutica
de las imágenes, que tenía los días contados. Si bien
Kepler acusa a Fludd de hacer imágenes poéticas en el
sentido de la poesis
aristotélica, no por ello reniega aún de su utilización,
aunque distingue significativamente entre lo que él
denomina imágenes divertidas y las imágenes objetivas,
siendo sólo por medio de estas últimas que los objetos del
mundo son representados directamente en el alma: (3) “la
visión está originada por la imagen de la cosa vista
que se forma en la superficie cóncava de la retina”. (4)
Con este postulado, Kepler extraía la imagen del ámbito de
la mirada y la devolvía al de la visión, donde iba a
permanecer, para la ciencia, hasta la era contemporánea. El
gesto de la mirada se reservaba en su esencia para los
textos, por más que la lectura no contemplase en su
fenomenología ningún espacio que hiciera honor a la
complejidad del mirar, precisamente por pretender
constituirse en puente que conectase la verdad con la razón,
por encima de lo visible. En su momento, Galileo y Descartes
desviaron respectivamente la noción de verdad de lo
percibido y la trasladaron, el primero a las leyes físicas
y el segundo, a las ecuaciones matemáticas. Se produjo así
un corte epistemológico que separó la visión del
conocimiento y, de ahí en adelante, cuando hubo que tratar
de éste quedaba claro que debía abandonarse el campo de lo
visible. Pero esto ocurría porque se consideraba a la
imagen depositaria de los valores de la visión y no de los
de la mirada. La ciencia, alimentada por las ideas
cartesianas, ignoró los valores de aquella imagen-mirada
que Fludd, con presupuestos erróneos, pretendía
fundamentar, y se decantó en favor de una inocua e
improductiva imagen-visión que no hacía sino repetir la
inercia de lo real.
El
retorno de lo simulado
El gesto de colocar algo
ante los ojos para verlo expresamente, para ejercer sobre el
mismo un proceso hermenéutico generado por la visión, no
puede por tanto dejar de sorprendernos cuando le prestamos
la atención que merece. Lo más curioso, si recordamos la
anterior reflexión en torno al desasosiego que supone ver
interrumpida la propia mirada, es que cuando ejecutamos el
gesto de construirla, es decir, cuando levantamos un libro,
una pintura o cualquier otro objeto para situarlo ante
nuestros ojos, no estamos haciendo otra cosa que interrumpir
nuestra visión.
Cumpliendo con un muy
posmoderno peregrinaje y para fundamentar su célebre
concepto de simulacro, Baudrillard se refirió a Borges,
concretamente a la alegoría de aquel meticuloso emperador
que en su obsesiva pretensión de obtener el mapa más
detallado posible de su imperio consiguió finalmente que
sus cartógrafos le confeccionaran uno que coincidía
exactamente con el territorio, las formas del cual
quedaron así cubiertas y anuladas por su propia
representación. Con esta prevalencia ontológica del
territorio frente a un mapa arruinado por el tiempo y con
sus pedazos desperdigados sobre la superficie de aquel, se
ha querido confeccionar, no tanto un juicio acerca de las
imperiales omnipotencias, como una enseñanza sobre el peso
que adquiere siempre lo real ante la inevitable levedad (y
livianidad) de la imagen. La parábola sirvió a Baudrillard
para introducirnos en una era, la contemporánea, en que
“el territorio ya no precede al mapa ni lo sobrevive: es
el mapa el que precede al territorio y lo engendra”, y añade
que “si fuera preciso retomar la fábula, hoy serían los
jirones del territorio los que se pudrirían lentamente
sobre la superficie del mapa”. (5) Moraleja: una época
que tolera a los fantoches mientras permite que se pudran
los titanes, deja mucho que desear.
Pero lo que en su día pasó
como la visión original y escalofriante de un nuevo
Apocalipsis, no era otra cosa que la penúltima versión de
un libelo contra la mirada tan antiguo como el mito de la
Medusa cuya mirada convertía a los hombres en piedra, o la
parábola de la mujer de Lot que por mirar se transformaba
en estatua de sal. Con tan larga tradición a sus espaldas,
no sorprende que Baudrillard continúe con la difamación
afirmando que “detrás del barroco de las imágenes se
esconde la eminencia gris de la política”, (6) aunque
todos sabemos que nunca ninguna dictadura ha impedido ver, y
sin embargo todas han prohibido mirar.
Tanto la advertencia de
Baudrillard como las anteriores admoniciones de Marshall
McLuhan y Daniel Boorstin (7) son víctimas de la propia
trampa de la cultura occidental que las ha engendrado, una
cultura que ha ido arrinconando el concepto de
imagen-mirada, emparentado con la ciencia, para permitir que
se impusiera una concepción de la imagen cercana a la visión,
es decir, que fuera, de tan natural, inocua. Esta noción
mimética de la imagen ha sido proverbialmente gestionada
por una tradición artística a la que los postulados de
Leone Battista Alberti vaciaron en su momento de ideología
y densidad epistemológica. Ni siquiera la irrupción
furibunda de las modernas vanguardias consiguió romper este
cordón umbilical que une los albores perspectivistas del
Renacimiento italiano con el amanecer de la norteamericana
realidad virtual del siglo XXI.
La cuestión es saber si
esta paulatina sustitución de la realidad por su simulacro
es intrínsecamente dañina o si, por el contrario, puede
resultar a la postre tan beneficiosa como lo ha sido otro
cambalache no menos famoso, el de la realidad por el texto,
que no ha dejado de tener sus detractores, entre los que
figuran nombres tan ilustres como el de Cervantes, quien a
su Don Quijote le acusó de darse en exceso a la lectura y
en consecuencia perder el mundo de vista. Si al final hemos
aprendido a ver
razonadamente aquellos libros que colocamos ante nuestros
ojos y cuya lectura, no tan sólo no obnubila nuestra
comprensión de la realidad sino que la acrecienta, nada nos
impide pensar que la educación de nuestra mirada puede
otorgar a los simulacros la facultad de añadir densidad a
un mundo que por naturaleza carece de atributos y que cuando
los adquiere social e históricamente, éstos son automáticamente
negados por una estética ciega de tanto ver y poco mirar.
No iba, pues, tan
desencaminado el emperador de Borges al demandar mapas tan
monstruosos que anularan el territorio, puesto que de su
existencia dependía la comprensión del mismo. Una vez el
mapa se hubo extendido sobre el imperio, el crimen fue dejar
que se arruinara, puesto que, como muy bien dice
Baudrillard, para entonces no había más territorio que el
mapa, aunque ello no ocurriera por una burda suplantación
espuria, sino porque a través del mapa el territorio se hacía
por vez primera plenamente inteligible. Era el momento de la
verdadera conquista, aquella que no habían conseguido ni la
política ni las guerras del emperador y que ahora sin
embargo alcanzaban las maquinaciones siempre vilipendiadas
de la representación. Por fin se hacía visible, y se
confundía con él, toda la complejidad metafísica de un
mundo en apariencia indiferente. De esta forma, ya no habría
lugar para paradojas como la que propone Heinz von Foerster
y según la cual “no se puede ver que no se ve lo que no
se ve”. (8) En el ámbito de la imagen, la proverbial
invisibilidad del significado se rinde ante una mirada
plenamente inteligente.
Modelos
para la mente
Si, como propone Derrick de
Kerckhove, la estructura del teatro griego fue el primer
modelo del espacio mental de occidente, no cabe duda de que
el segundo fue la cámara oscura y que entre ambos delimitan
el espacio conceptual donde, a partir del Renacimiento,
empezó a fraguarse la idea de sujeto que tuvo su culminación
y su crisis con Nietzsche y Freud. La comparación entre
ambas estructuras es muy ilustrativa. Mientras que en el
teatro griego, si tomamos como ejemplo el de Epidauros, el
espectador contempla en comunidad una representación
cercada por los espectadores, en la cámara oscura, si nos
atenemos al modelo de Athanasius Kircher, el espectáculo se
ha privatizado y es un espectador individualizado el que lo
observa de forma más distanciada, pero también con un
mayor grado de focalización.
El teatro griego venía a
formalizar una relación que partía de la mezcla
indiscriminada del espectáculo y su público, cuando los
coros se mezclaban con el mismo y convertía en óptico lo
que había sido estructuralmente acústico. (9) En su
recinto, el espectáculo era único para todos, si bien cada
cual conservaba una relación individual con el mismo a través
del mecanismo de identificación que delimitó Aristóteles.
La identificación era el equivalente psicológico de la
mirada que salvaba en la mente la distancia física que ésta
constataba en el mundo físico. El trasvase de lo acústico
a lo óptico significaba un proceso de racionalización,
estructurado a través de la mirada, es decir, de una visión
enriquecida mediante el proceso de identificación con el héroe
y su tragedia. De la irracionalidad dionisíaca se pasaba a
una organización apolínea en la que la irracionalidad se
desplazaba hacia lo subjetivo: el caos desaparecía de la
realidad, en la que se había experimentado como vivencia
comunitaria, y quedaba reducido a un movimiento pasional de
alcance semiprivado.
La cámara oscura fue, mucho
más incluso que el teatro griego, una metáfora de la
mente, en este caso la del empirismo, en la que se impone la
paradójica presencia de un ojo interno capaz de observar la
imagen del mundo que llega reflejada a sus oscuros rincones.
Cuando un espectador entraba por lo tanto en una cámara
oscura, era como si se internarse en su propio cerebro y
fuera capaz de contemplar el proceso de recepción de las imágenes
del mundo en el mismo. De esta forma, ese espectador resolvía
una paradoja con otra, al tiempo que acrecentaba su proceso
de ensimismamiento. Pero la importancia de la mirada quedaba
de esta forma disminuida, puesto que la imagen, al
proyectarse sobre una de las paredes de la cámara oscura,
parecía corroborar su clara independencia del observador,
mientras mostraba estar directamente conectada con el mundo
a través del haz de luz que la introducía en el recinto.
La separación entre sujeto y objeto, cuyo inicio el teatro
griego había formalizado, parecía pues fundamentarse
plenamente con la cámara obscura, a pesar de que en éste
caso todo el proceso se realizase en el interior de un
dispositivo que aislaba tanto al sujeto como al objeto de la
realidad exterior. De todas formas, la consolidación de
este divorcio requería una conexión racional del sujeto
con el objeto que sustituyese la relación empática de la
dramaturgia aristotélica, pero curiosamente esta conexión
surgió de rebajar la importancia de la mirada como relación
entre ambos términos. Es decir que la cámara obscura
fundamentó la distinción trascendental entre la mirada
artística y la visión
científica: una regida por las emociones; la otra por la
razón.
De esta forma desaparecía
cualquier trazo del juego de tensiones dialécticas entre
unión y disociación, entre identificación y
distanciamiento, entre mirada y visión que se producía en
el primer modelo mental y que la dramaturgia aristotélica
pretendió resolver a su manera. Hubo que esperar a Brecht
para que, a principios del siglo XX, éste desenterrara
tales tensiones y quisiera resolverlas desde la perspectiva
opuesta, con una dramaturgia expresamente no aristotélica.
Pero ello no suponía tanto una novedad como una acomodación
a los nuevos tiempos. La ciencia, que en su momento había
establecido los límites de su territorio, dejando fuera del
mismo al arte, regresaba ahora para hacerse con todo. La
dramaturgia brechtiana, con su efecto de distanciación (Verfremdungseffekt),
simétrico a la identificación aristotélica, no proponía
realmente un nuevo modelo mental, sino que por el contrario
no hacía más que fundamentar los presupuestos del modelo
cartesiano, cuando éste ya había entrado en decadencia, a
pesar de que la proliferación del espectáculo cinematográfico
pareciese indicar todo lo contrario. (10)
De esta crisis del segundo
modelo mental surge, pues, un tercer modelo y lo hace en el
ámbito de la informática, a mediados del siglo XX, cuando
Douglas Engelbart decide conjuntar un monitor de televisión
y uno de esos ordenadores que hasta ese momento había sido
completamente opacos, unas cajas negras de funcionamiento
lineal que ejecutaban su recóndito cometido en el intervalo
que iba del input
al output. Aparentemente, el monitor
permitía observar por primera vez un funcionamiento
abstracto, el que se producía entre estos dos polos, pero
para hacerlo no podía simplemente poner de nuevo en marcha
el dispositivo de la ventana de Alberti, capaz de dejar ver
el paisaje sin entrometerse en el mismo. No cabe duda de que
el monitor de televisión era formalmente un sucesor de la
ventana renacentista, con una compleja genealogía que había
transitado por la pintura, el teatro y la pantalla
cinematográfica, pero esta nueva ventana ya no conectaba,
como su antecesora, con la superficie visible del mundo,
sino que lo hacía, aparentemente por vez primera, con la
verdad escondida detrás de la misma, es decir, con las
maquinaciones de aquel lenguaje mediante el cual, según
Galileo, estaba escrito el libro del universo: las matemáticas.
Pero si bien momentáneamente la pantalla se pobló de
paisajes intrínsecamente numéricos, patrocinando hiperbólicamente
una estética emparentada con la ruptura que había supuesto
el arte abstracto con respecto al realismo y dando con ello
la impresión de que se trataba simplemente de auspiciar un
ejercicio de ver,
lo cierto es que pronto se impuso la necesidad de mirar
y se dio paso a la metáfora, es decir, a una construcción
de la mirada. Con ello se pusieron los fundamentos del
tercer modelo mental, que hoy se conoce como interfaz.
El concepto de interfaz, que
en sus inicios fue entendido como “el hardware y el
software a través del que el ser humano y el ordenador se
comunican, y que ha ido evolucionando hasta incluir también
los aspectos cognitivos y emocionales de la experiencia del
usuario”, (11) es de una trascendencia tan acusada como la
que en su momento alcanzaron el teatro griego y más tarde
la cámara oscura, y guarda con ellos esta relación genérica
que he comentado: los tres son modelos de la mente y
configuran el imaginario de una determinada epistemología.
Pero sería un error no comprender el cambio que la interfaz
supone con respecto a los modelos anteriores y creer que se
trata simplemente de la prolongación de una dramaturgia
cuya operatividad se quiere tan prolongada que se acaba
considerando de carácter ontológico. Así, Brenda Laurel,
en su ensayo ya clásico donde equipara el ordenador con el
teatro, efectúa una serie de planteamientos que delatan
cierto concepto inmovilista de la imaginación que no está
demasiado lejos de resultar patético por el marco
tradicionalista en el que se inscribe:
“Los ordenadores son
teatro. La tecnología interactiva, como el drama, ofrece
una plataforma para representar realidades racionales en las
que determinados agentes ejecutan acciones con cualidades
cognitivas, emocionales y productivas (...) Dos mil años de
teoría y práctica dramática han sido dedicados a una
finalidad que es remarcablemente similar a la incipiente
disciplina del diseño de la interacción entre el ser
humano y el ordenador: concretamente, crear realidades
artificiales en las que el potencial para la acción está
enriquecido cognitiva, emocional y estéticamente”. (12)
La interfaz es un espacio
virtual en el que se conjuntan las operaciones del ordenador
y el usuario. En este sentido es cierto que pone en
funcionamiento los dispositivos aristotélicos de la
identificación, puesto que lo que sucede en el espacio de
la interfaz está regido por las metáforas visuales, y por
lo tanto parte de ese funcionamiento se refiere a la
vertiente emocional y subjetiva del arte. Pero, por otro
lado, esta subjetividad está representada, o puesta en
evidencia, para la mirada, y no busca la recepción pasiva
del usuario, sino su actuación. De ello se deriva que,
paralelamente a la comunión empática que se produce a través
de la observación pasiva, espectacular, del juego metafórico,
la interfaz proponga también una necesaria
distanciación de carácter didáctico, capaz de activar la
mirada del usuario, que podrá, de esta forma, actuar en el
núcleo de la máquina. Ahora bien, no termina aquí el tráfico
de equivalencias, puesto que, en cierta medida, la interfaz
también permite convertir la básica pasividad de la
identificación en una función activa, de la que aquella sólo
acostumbra a disfrutar, pasajeramente, en su culminación
catártica. A la vez, genera también la operación
contraria que consiste en diluir la irracionalidad de este
momento catártico en el ámbito de la visualidad metafórica,
que es de carácter espacial. La catarsis pasa así, de ser
un resorte emotivo incontrolable por el espectador, a
convertirse en una representación en continua metamorfosis
dirigida por la mirada del usuario, mientras que, a su vez,
el factor distanciador que propone esta imagen se impregna
de una tensión identificativa que al no acabar de
resolverse mantiene aquella en constante efervescencia. (13)
Se trata, en definitiva, de un juego dialéctico entre
objetividad y subjetividad que ya recorría los fundamentos
de la estética cinematográfica, pero que ahora adquiere
definitiva operatividad y se adentra por territorios
inexplorados por la dramaturgia fílmica.
En la interfaz se conjugan,
pues, dos mundos antagónicos y dos dramaturgias igualmente
opuestas, que ahora pueden trabajar conjuntamente, de la
misma forma que otra de sus características destacadas es
que, en su terreno, las operaciones matemáticas se
transforman en estética y ésta en operaciones matemáticas.
Concluyendo: la interfaz es un dispositivo capaz de reunir
en su actuación dos pares de paradigmas de crucial
importancia: por un lado, el del arte y el de la ciencia, en
cuya escisión se ha basado gran parte de la cultura
contemporánea, y por el otro, el de la tecnología y el
humanismo, de cuya dialéctica se ha alimentado, tanto
positiva como negativamente, el imaginario del siglo que
termina. Es en este sentido que la interfaz se constituye en
una herramienta de futuro, capaz de articular, no tan sólo
un funcionamiento práctico, sino de fundamentar también
todo un imaginario de indudable complejidad.
Con la interfaz se objetiva
definitivamente la mirada y todos sus dispositivos. Se
trata, por supuesto, de un espacio escénico como indica
Laurel, pero en ningún caso esta escena es aristotélica,
como no podía ser de otra manera, después de un siglo de
dramaturgia cinematográfica y con el trabajo subterráneo
que efectúa constantemente el lenguaje publicitario en la
imaginación contemporánea. En la interfaz, la figura del
espectador sucumbe a sus propias maquinaciones, puesto que
éste, como usuario, se construye constantemente a sí
mismo, en la medida en que sus acciones determinan el mundo
en que ellas mismas son posibles y operativas. El mecanismo
ya lo había intuido Benjamin, cuando en los albores de la
era de la tecnología de masas exploró el surrealismo como
la última instancia de la inteligencia europea y llegó a
la conclusión de que estaba formando “un ámbito de imágenes
que no se puede ya medir contemplativamente”. (14) Sólo
que, esa instancia que Benjamin entendía como postrera, se
ha revelado finalmente como poseedora de un paradójico
aliento de futuro:
“La physis, que se
organiza en la técnica, sólo se genera según su realidad
política y objetiva en el ámbito de las imágenes del que
la iluminación profana hace nuestra casa. Cuando cuerpo e
imagen se interpenetran tan hondamente que toda tensión
revolucionaria se hace excitación corporal colectiva y
todas las excitaciones corporales de lo colectivo se hacen
descarga revolucionaria, entonces y sólo entonces se habrá
superado la realidad tanto como el Manifiesto
Comunista exige”. (15)
La paradoja, raíz de toda
una serie de claroscuros, reside en el hecho de que esta
destilación revolucionaria ha acabado produciéndose en el
seno de un capitalismo multinacional desorbitado. La
interfaz se revela así como un modelo que reúne tendencias
que, si en un principio parecían contrapuestas, ahora
demuestran ser indicios de corrientes subterráneas de mucho
mayor calado y que en realidad convergían. No entra dentro
de los planes de este artículo contemplar las
contradicciones sociales y políticas que este modelo
mental, como los anteriores, pone al descubierto cuando se
examina con detenimiento: al fin y al cabo, las funciones de
cualquier modelo deben entenderse como primordialmente
sintomáticas y no como apologéticas. Pero no estará de más
hacer notar que muchas de las relaciones sociales contemporáneas
adquieren las conformaciones que muestra básicamente la
interfaz, lo que no deja de probar su validez como modelo.
Así en un reciente artículo aprecido en un periódico,
Jean-Paul Fitoussi, al comentar las características de la
nueva economía, dice lo siguiente:
“Al fin se ha encontrado
la piedra filosofal, bajo la forma del surgimiento de un
nuevo agente económico, figura del futuro inscrita ya en el
presente: el trabajador capitalista, especie de síntesis
individualista entre el socialismo y el capitalismo. En
cierto modo, se trata de la interiorización del conflicto
de clase, ya que, al parecer, no existe un tercer
explotador. ¡La autoalienación resultante dejaría como única
libertad al individuo el dar lo mejor de sí mismo!”. (16)
Esta síntesis perversa, que
funciona siguiendo las formulaciones de las que es imagen la
interfaz, nos advierte que la realidad ha dejado atrás su
proverbial sencillez, aquella que la cámara oscura, por
ejemplo, pretendía emblematizar. La interfaz, en este
sentido, anuncia una complejidad mucho mayor, pero esta
complejidad desaparecería si entendiéramos que la sintonía
de los dispositivos de la interfaz con las características
de la modernidad (o la posmodernidad) es garantía
suficiente de una absoluta solidez ética de ambas. En otros
momentos de la historia, por ejemplo mientras perduró la
mirada unidimesional de la Ilustración, la nitidez del
modelo podía servir de fundamento del mismo, así como de
lo modelado: el trabajo de la metáfora desaparecía tras el
óptimo funcionamiento de una de sus apariencias, destinada
precisamente a la ocultación. Pero una época como la
nuestra que nace, con Nietzsche, en el ámbito de la
sospecha, no puede permitirse eludir la duda sobre sus
propias construcciones, aunque tampoco pueda, como hubiera
querido Adorno, simplemente demonizarlas. Es por ello que,
así como las estructuras del teatro griego y de la cámara
oscura eran capaces de darnos una imagen clara de
determinado funcionamiento mental (que a la postre era también
social), no sucede lo mismo con la interfaz, cuya visualidad
aparece difuminada por el continuo cambio de posiciones de
los elementos que la configuran. Quizá debamos acabar
aceptando que esta visualidad borrosa es precisamente el
icono más claro de una mentalidad que ha dejado atrás el
limpio movimiento de los mecanismos para entrar en el
complejo y cambiante entorno del fluido electrónico. Un
nuevo entorno en el que el rudo enfrentamiento de las
polaridades contrapuestas deja paso al hechizo que destilan
todos los mestizajes, el cual no está, por supuesto, exento
de peligros.
Próxima
estación, Lacan
Con la interfaz entramos en
una verdadera epistemología de la mirada que supera
mediante una operatividad inmediata el lastre de su intrínseco
voyeurismo.
Finalmente, el objeto proverbialmente situado ante los ojos
salva la distancia que los separa de ellos, pero no lo hace
sólo mentalmente como antaño, sino configurando un espacio
complejo en el que las estructuras óptico-performativas se
conjuntan con dispositivos paradramatúrgicos que tienen sus
raíces en la psicología individual y en las
representaciones del imaginario social.
Una de las características
más sobresalientes de nuestra cultura es la materialización
de los procesos del inconsciente a través de los medios de
comunicación. Como dice Fredric Jameson, “el eclipse del
tiempo interior (...) quiere decir que estamos leyendo
nuestra subjetividad en las cosas externas”. (17) La última
polémica desatada por Sloterdijk, y que ha hecho que
Habermas sacara por enésima vez la caja de los truenos, se
refiere precisamente a esta realidad: el posible fin, no
tanto del humanismo, como del caldo de cultivo humanista en
el que se fundamentaban las sociedades occidentales, que
“ya no puede ser suficiente para mantener unidos los vínculos
telecomunicativos entre los habitantes de la moderna
sociedad de masas”. (18) No deja de ser ridículo rasgarse
las vestiduras ante la constatación de que algo ha cambiado
después de un siglo de transformaciones tecno-sociales que
han creado un nuevo paisaje humano, absolutamente distinto
al anterior, el cual, a pesar de su desparición empírica,
parece que todavía fundamenta gran parte del imaginario de
occidente. Sin querer entrar en la polémica, ni suscribir a
rajatabla el giro anti-humanista de Sloterdijk, creo que
debería ser suficiente con detectar la formación de una
nuevo modelo mental para aceptar la necesidad de un cambio
de planteamientos, incluso para una posible defensa del
humanismo.
Si posee la calidad de
modelo mental que le he adjudicado, la interfaz tiene que
ser capaz de poner de manifiesto los elementos más
destacados del imaginario epistemológico contemporáneo,
como hemos visto que hacía en el caso de aquellas
configuraciones sociales más publicitadas por corresponder
al funcionamiento de la idea hegemónica de realidad social.
(19) Pero su configuración se refiere también a la
decisiva y creciente simbiosis contemporánea entre el ser
humano y la máquina, de la que se deriva el no menos
trascendental proceso de exteriorización de la subjetividad
mencionado antes y que configura en gran medida los procesos
de construcción de la identidad en el seno de nuestras
sociedades multimediáticas.
El fenómeno ya fue
detectado en su momento por Lacan, cuya presunta charlatanería
se va viendo transformanda en verdad necesaria, a medida que
tomamos consciencia de la complejidad del mundo que
habitamos y de la necesidad de herramientas para explicarla.
Para Lacan, el yo no percibe cosas, sino imágenes “que
una vez inscritas en el yo, una vez recibidas por el yo, van
a convertirse en la sustancia del yo. Es decir que entre el
yo y el mundo se extiende una única dimensión, una sola
dimensión continua, sin partición alguna, sin ruptura, que
llamamos: dimensión imaginaria”. (20) En pocas palabras,
el espacio de la interfaz. De la misma manera que Zizek está
poniendo de manifiesto la ineludible importancia hermenéutica
de Lacan, cuando, en lugar de plantearse la tradicional
tarea de pretender explicar un objeto (en este caso, la
cultura popular) mediante una teoría (el psicoanálisis
lacaniano), emprende la operación inversa de explicar a
Lacan mediante la cultura popular, (21) también la
concordancia de algunos de los presupuestos de Lacan con las
configuraciones de la interfaz sirven de prueba para
determinar el ajuste de ambos con la realidad de la
fenomenología social contemporánea. Sobre todo cuando
comprobamos que esta dimensión imaginaria que coagula el yo
con las imágenes, y que la interfaz exterioriza y por lo
tanto convierte en objetivamente operativa, corresponde a
ese dominio de la imagen que, como he dicho, había
detectado Benjamin y en el que “se anulan la distancia y
las fronteras entre sujeto e imagen, en tanto que el sujeto
mismo ha penetrado en el espacio de la imagen, al participar
en él con su propio cuerpo”. (22) Toda esta batería de síntomas
que va destilándose a lo largo del siglo XX y que, en un
momento determinado, toma cuerpo en un dispositivo tecnológico
como la interfaz, esculpe la fenomenología del sujeto
contemporáneo, que está formada inevitablemente por las
cualidades del objeto, de la misma manera que la configuración
de éste no puede prescindir ya de los reflejos de aquel. Y
de la misma manera que la metafísica emanada de la cámara
oscura se desvaneció en la concreción operativa del
aparato cinematográfico (siguiendo los pasos de un
idealismo aristotélico que en su momento cuajó en la
materialidad de la cámara oscura), también la hermenéutica
compleja de la tecnosociedad, tan denostada por la crítica
anglosajona y sus seguidores, (23) se ha hecho verdad en una
tecnología que hoy resulta irrecusable. Recordemos, sin
embargo, que el cine no fue en absoluto el simple puerto de
llegada del sujeto cartesiano, fundamentado en el
dispositivo de la cámara oscura, sino que su fenomenología
significaba el arranque de las complejas fenomenologías
posteriores, por lo que no conviene circunscribir la
importancia de la interfaz al hecho de que materialice
simplemente las intuiciones que le preceden. En realidad, el
trabajo está todavía por hacer.
Notas:
(1) Zizek, Slavoj. Mirando al sesgo.
Barcelona: Paidós, 2000. Pág. 31.
(2) Se trataba de Utriusque
Cosmi Maioris scilicet et Minoris Metaphysica, Physica Atque
Technica Historia (1617).
(3) Westman, Robert. S. "Nature, Art, and Psyche: Jung, Pauli, and
the Kepler-Fludd polemic". En: Vickers, Brian (ed.). Occult
and Scientific Mentalities in the Renaissance,
Cambridge: Cambridge University Press.
(4) Kepler, citado por Westman, op.
cit.
(5) Baudrillard, Jean. Cultura y simulacro.
Barcelona: Kairós, 1987. Pág.10.
(6) Op. cit. Pág. 16.
(7) Puede decirse que
Boorstin dio la primera voz de alarma ante el advenimiento
posmodernista del temido mundo de las imágenes en su libro
de 1961 The Image:
A Guide to Pseudo-Events in America. Para una
introducción a la historia de este prejuicio ver: Durand,
Gilbert. Lo
imaginario. Barcelona: Ediciones del Bronce, 2000; y
Tomás, Facundio. Escrito,
pintado. Madrid: Visor, 1998.
(8) Citado por Niklas
Luhmann en "¿Cómo se pueden observar estructuras
latentes?" (Watzlawick
y Krieg. (eds.). El
ojo observador. Barcelona:
Paidós, 1994)
(9) Smith, Christopher. “From Acoustics to Optics: The Rise of the
Metaphysical and the Demise of the Melodic in Aristotle’s
Poetics”. En; Michel Levin, David (ed.). Sites
of Vision. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press,
1999.
(10) Hablar de las características
fenomenológicas del cine, que complican enormemente la
pretendida simplicidad de la cámara obscura, está fuera
del alcance de este artículo.
(11) Laurel, Brenda (ed.). The
art of human-computer interface design,
Addison-Wesley, Co, 1994, Pág. XI.
(12) Laurel, Brenda. Computers
as Theatre. Addison-Wesley Publishing Co. 1993.
(13) Donde mejor se observa
este canje dialéctico es en los videojuegos, cuya evidente
simplicidad no es más que la antesala de futuras
complejidades.
(14) Benjamin, Walter. Iluminaciones
I, Madrid: Taurus, 1971. Pág. 60.
(15) Op. Cit. Pág. 61-62.
(16) Fitoussi, Jean Paul.
“Cosas dichas de soslayo”, El
País, 31 de octubre de 2000. Pág. 15.
(17) Jameson, Fredic. Las semillas del tiempo.
Madrid: Editorial Trotta, 2000. Pág. 22.
(18) Sloterdijk, Peter. Normas para el parque humano, Madrid: Siruela, 2000. Pág.
28.
(19) Estas ideas hegemónicas,
no nos confundamos, no son realmente modernas, sino que
surfean sobre los dispositivos verdaderamente innovadores
para preservar disposiciones de poder muy antiguos.
(20) Nasio, Juan David. La
mirada en psicoanálisis. Barcelona: Gedisa, 1994. Pág.
27.
(21) Zizek, Op. Cit.
(22) Weigel, Sigrid. Cuerpo,
imagen y espacio en Walter Benjamin. Barcelona: Paidós,
1999. Pág. 50.
(23) Me refiero a la polémica
desatada por Alan Sokal y su adlátere Jacques Bricmont,
que, si algo ha puesto de manifiesto, es la miseria
intelectual de un conservadurismo contemporáneo, el que
representan los denunciantes, que pretende ocultar su
inanidad tras cierto disfraz de progresismo. Es muy sintomático
que su infausto libelo Imposturas
intelectuales haya sido rápidamente traducido a
todos los idiomas, y comentado por todos los columnistas de
pro, que no se enteran de nada, mientras que la respuesta al
mismo (de muy distinta categoría intelectual), Imposturas
científicas, no ha conseguido traspasar las
fronteras de la lengua francesa.
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