A Francis Fukuyama le correspone el mérito de haber popularizado una
de las provocaciones que, en los últimos veinte años, más han puesto a
prueba el sistema nervioso de la intelectualidad europea, aparentemente
muy experimentada en el juego transgresor. Para muchos sólo fue un
mero enunciado, un flash, una frase lapidaria -"la historia
ha terminado"- que apuntaba a una lectura descaradamente
distinta del mundo en un momento de esperanza, perplejidad y desconcierto
en el tablero mundial. Ante el colapso final de la Unión Soviética,
el orden de las emociones variaba según los países y las escuelas de
pensamiento, pero en ningún caso se alteraba el producto: un azoramiento
generalizado.
El célebre artículo sobre el fin de la historia fue recibido como una
auténtica afrenta por todas las corrientes emparentadas con el marxismo.
También por aquellas que veían en el derrumbe de la Unión Soviética
una bendición del cielo que dejaba finalmente expedito el camino para la
socialdemocracia y sus bondades equilibradoras. Tampoco gustó al
catolicismo social, ya en aquellos momentos muy baqueteado por el nuevo
curso del romano y polaco pontífice. Y ni siquiera emocionó a la
democracia cristiana de corte más convencional, entonces entusiasmada a
la entronización de la Vírgen María en el glacis ex soviético.
Tanto para los herederos de la izquierda hegeliana como para los albaceas
del Concilio Vaticano II afirmar el final de la historia era un
atrevimiento sólo concebible por una cabeza de huevo norteamericana.
Fukuyama provocó acidez de estómago y no tardó en ser objeto de burla y
sarcasmo cuando, apenas arriada la bandera roja del Kremlin, Yugoslavia
comenzaba a arder en llamas: ¡toma final de la historia!
Después de la Unión Soviética vinieron las montañas rusas. Muy
lejos de la balsa de aceite imaginada por la utopía marxista al formular
la hipótesis de una sociedad comunista y más lejos todavía -es un
suponer- de los tiempos del Juicio Final, del Acontecimiento Definitivo
que nos congregará algún día a todos y a todas en el valle de Josafat,
el mundo más bien se asemeja hoy aun tíovivo con los frenos rotos. Al
caos que Robert Kaplan auguraba en La anarquía que viene,ensayo
publicado en 1994 en The Atlantic Monthly después de que Fukuyama
hubiera elaborado los quince folios de su profecía sobre la democracia
liberal como remanso final de la historia.
Dado que ambos autores han sido etiquetados como neoconservadores,
estaríamos ante un interesante dilema: o bien el encasillamiento no es
del todo correcto o bien el movimiento neocon presenta una
sugerente pluralidad interna que permite que algunos de sus intelectuales
canten la cercanía de la Nueva Jerusalén liberal, mientras otros
pronostican, con igual fervor, el retorno de las siete plagas de Egipto.
En uno u otro caso, sin embargo, el mito de la Tierra Prometida sigue en
pie.
Quizá Kaplan y Fukuyama hablen de una misma realidad y de un mismo
proyecto. El primero, con buena pluma de periodista y con excelentes
informes del Pentágono sobre la mesa, oteando, realista, el horizonte; el
segundo fabricando metáforas para la recarga del debate ideológico.
El mundo anárquico y con serios riesgos de desagregación estatal que
hace más de diez años anticipaba Kaplan legitima la reivindicación del
estado-nación como único garante de la civilización occidental, que
plantean Fukuyama y de todos demás los autores de la órbita neocon.
La paradoja consiguiente es fácil. Quizá demasiado. Mientras la Unión
Soviética daba sentido a sus contrafuertes europeos: la socialdemocracia
y la doctrina socialcristiana, el conservadurismo norteamericano era
profundamente antiestatalista. Pero muerto el perro, se acabó la
rabia. Liquidada la URSS y abierto un periodo de grandes incertidumbres
(y acaso de esperanzas, por qué no), el estado-nación debe rearmarse
como garante de un orden básico amenazado por las nuevas entropías. Pero
ello no quiere decir que los conservadores añoren el estado social
protector, ese modelo europeo cuya viabilidad pasará una dura prueba en
las próximas décadas. La cuestión no es ampliar la Seguridad Social,
sino garantizar la ejecución de las leyes, precisa Fukuyama.
Ojo, por tanto, con las caricaturas fáciles. Hay un pensamiento
Fukuyama, como hay, con todos sus matices y posibles contradicciones, un sólido
pensamiento neoconservador que reivindica el imperio de las elites en la
actual travesía del desierto: ¡Moisés, Moisés!
Publicado por el diario La Vanguardia de
Barcelona el 16 de febrero de 2005.
Gentileza
de: http://www.lavanguardia.es/
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