La palabra
que pronunció el lunes, en su asunción, Tabaré Vázquez quedó
retumbando sobre el río, y la trajo el viento. Felicidad. Es una
palabra fuerte que padece desde hace siglos el ahogo al que la
someten los engranajes del poder, civiles, militares y eclesiásticos.
Es una de esas palabras rellenas como caramelos. Una palabra
esponjosa que hace demasiada agua a la boca. Una palabra rescatada
de canciones estúpidas, de ilusiones adolescentes, de
publicidades engañosas, de sinsentidos televisivos, de tés
canasta, de concursos de belleza, de universos disímiles pero
confluyentes en un borde banal. Una palabra operada como una de
las rubias menemistas, intervenida, interceptada, rehén de miles
de dispositivos dispuestos y aceitados a lo largo del tiempo para
desviar el tempestuoso caudal que guarda en sus cuatro sílabas.
La felicidad siempre fue subversiva, dicho esto sin ningún doble
sentido. Desde que nacemos el Orden que llega desde afuera y el
que llevamos incrustado en la cabeza nos hace trampa, nos pone la
venda. Con la felicidad no hacemos más que jugar al gallito
ciego, y sólo los afortunados, los valientes y los tontos logran
rozarla.
Esa palabra ahora llega desde Montevideo
revelándonos que Uruguay es otra cosa. Se ha elegido a un
presidente que cuando asume jura “trabajar incansablemente por
la felicidad del pueblo”, y ante la plaza majestuosa vibra la
multitud aspirante a la felicidad. Podría leerse esa escena
como un acto de asunción de un presidente de izquierda que logra,
junto a su electorado, romper una hegemonía política asfixiante.
Pero también, ya que el río trae esa palabra de sentido tan
fuerte, puede pensarse qué significa, hoy, la felicidad.
Porque esa abstracción que cada ser humano encarna con más o
menos suerte algunas veces en su vida sintetiza, incluye otras
palabras que hubiesen sido más previsibles en un acto político.
Equidad, paz, derechos, justicia, dignidad, en fin, cualquiera de
las palabras de ese repertorio que sabemos todos está incluida en
la felicidad, pero la felicidad las supera a todas y las baña con
su toque mágico. Es que la felicidad colectiva no existe: es por
lo menos, en todo caso, la suma de felicidades individuales. Para
que un pueblo sea feliz es necesario que cada uno de sus miembros
experimente esa sensación de plenitud y gozo. La felicidad
individual no está en manos del Estado, pero sí es el Estado el
que debe predisponer la realidad objetiva de cada ciudadano para
que su felicidad individual no se estrelle contra obstáculos que
la deshagan una vez y otra vez desde su nacimiento hasta su
muerte. Que la felicidad individual quede en manos de los
individuos sí es un propósito político, acaso el más
importante y nuclear, porque de hecho lo que generan a destajo
nuestras sociedades son sujetos desgraciados por causas que los
exceden y sobre las que no tienen control.
En su ensayo Lo que creo, en
un apartado sobre Ciencia y Felicidad, Bertrand
Russell analizaba la crueldad que históricamente inflige la
mitad de la población a la otra mitad. Tomaba como punto de
partida de esa infelicidad colectiva la lucha por la
supervivencia, que con el correr de los siglos adoptó diversas
formas. Desde lo más profundo de la historia humana, siempre se
ha visto y registrado un tipo de felicidad colectiva por parte de
un grupo –una tribu, un pueblo, una etnia, una nación– como
resultado del aplastamiento de otro grupo. Dice Russell: “Lo
que se disputaba en la guerra era qué niños, si los alemanes o
los aliados, debían morir de hambre o de miseria (aparte de
malevolencia por ambas partes, no había la menor razón para que
ninguno muriera de hambre)”. Pueblo contra pueblo, grupo
contra grupo, clase contra clase, sectores contra sectores, género
contra género, padres contra hijos, cónyuges contra cónyuges,
Russell toma nota de cómo se reproduce esa lucha desde lo público
a lo íntimo. Y de cómo conspira esa pulsión de crueldad contra
la dicha. En definitiva, cuando denunciamos situaciones
sociales injustas, denunciamos infelicidad. Es justamente eso lo
que persiguen y logran los mecanismos de opresión pública y
privada que desvían a la gente de sus deseos y necesidades espontáneas:
desviar al hambriento de la comida, desviar al desocupado del
trabajo, desviar a la minoría de sus derechos, desviar al hombre
o la mujer comunes y corrientes de sus deseos. “El obligar a un
hombre, a una mujer o a un niño a una vida que frustra sus deseos
es a la vez cruel y peligroso”, escribe Russell con esa
sencillez que deslumbra. “Debemos respetar la naturaleza humana
porque nuestros impulsos y deseos constituyen nuestra
felicidad.”
Estas últimas líneas pueden leerse como un
manifiesto político y moral al mismo tiempo. Respetar la
naturaleza humana equivale a proporcionarle a cada uno la
posibilidad de comer, beber, abrigarse, dormir, trabajar, amar,
aventurarse adonde quiera. Una sociedad justa –o mejor: una
sociedad libre– es en definitiva eso: un lugar en el que las
personas sean individualmente responsables de sus frustraciones,
pero también de su felicidad
Gentileza
de: http://www.pagina12web.com.ar
|