Hoy es difícil
encontrar, en las actuaciones de los profesionales de la política,
de los dirigentes económicos, o de cualquier actor público con
capacidad de influencia social, la disposición personal para
reconocer las consecuencias de sus propios actos: se destaca el
logro de sus objetivos individuales como un bien obtenido en sus
actuaciones, y se minimizan los posibles efectos perversos para la
colectividad, bajo el argumento de que es el precio que hay que
pagar por el logro de aquel bien (abstracto para los demás).
De esta
manera se mantiene a salvo el ámbito de los privilegios y se aleja
la posibilidad de una rectificación y de una asunción de la
responsabilidad, en su caso. Este modelo de conducta va penetrando
en los comportamientos generales de la población, configurando una
cultura que olvida lo ya definido desde la filosofía y desde los
filósofos, esto es, que la libertad radical del hombre (Wilhelm
Weischedel) se fundamenta en la responsabilidad.
La racionalidad ha llegado hasta tal hipertrofia que se justifican
con razones externas los efectos de nuestras acciones: las causas de
los problemas siempre están fuera. El discurso que manejan ciertos
“líderes” y “tribunos” de nuestra sociedad, desarrollada y
democrática, no les compromete en nada.
A la palabra se la usa como medio de comunicación, pero se le niega
el peso que tiene en cualquier acción creadora. Lo que cuenta es la
imagen que se da. De esta manera vemos que detrás de un discurso
vacío, estratégica y tácticamente oportuno, se intenta ocultar la
trascendencia de determinadas acciones y las consecuencias que
tienen para los intereses de los demás.
Ocultar la realidad
No se asumen
las responsabilidades, se busca justificar los efectos sociales que
provocan las actuaciones por no tenerse en cuenta la existencia de
los otros con los que se interacciona. Por eso, los discursos y las
actuaciones posteriores están llenos de razones que manipulan los
resultados “no queridos”. En esa labor de justificación sí se
hace un gran esfuerzo y se gasta mucho dinero.
No importa si todo se tambalea, si las instituciones quedan en
entredicho. Si las razones argumentadas no tienen consistencia, no
importa. Lo realmente interesante es que el discurso consiga
convencer a los afectados. Así, superamos los efectos que se han
producido sobre la imagen del personaje. Ese es el objetivo, y los
problemas acaban ahí.
En el fondo,
el discurso actual es una máscara que nos oculta la realidad. Dicha
máscara está hecha con los ingredientes que requiera la
oportunidad. Esos ingredientes nunca serán los mismos, ya que para
ello se prostituirá la palabra, que cambiará su sentido según
convenga.
Se usarán las palabras que pueden confundir la conciencia que el
otro posee de los hechos; se ocultará la realidad tras aquellas
palabras que tienen eco en la subjetividad del que escucha. De esta
manera, el otro o los otros son enredados en los cables del discurso
oportunista que le construye una realidad aparente, respaldada por
la supuesta autoridad del que habla: en eso han avanzado mucho las técnicas
de la comunicación.
Efectos
colaterales
Al final,
por lo menos momentáneamente, el “paciente auditorio” queda
convencido de la bondad de los objetivos del “brillante orador”
y de la atractiva imagen que proyecta su oratoria dimensionada por
el poder de salir en los medios de comunicación.
Sin entender cómo, el destinatario se solidariza con la acción o
con la mercancía que le vende el “destinador”. También el
destinatario asume los efectos no previstos e incluso puede terminar
celebrando, como si fuesen propios, los éxitos alcanzados por el
“protagonista”, de esta tragedia, claro.
Las otras consecuencias, las que nunca se tuvieron en cuenta, las
que atañen a los intereses de los otros, si benefician a alguien
será gracias a las bondades del “principal”, pero si son
desgraciadas se les llamarán “efectos co-laterales”. Es decir,
colaterales porque se les hacen a un de lado, pues no interesan como
dato para prever y revisar la acción, y para asumir responsabilidad
alguna.
De esta
manera, repartimos la desigualdad como si hubiésemos hecho
justicia. El dolor causado no se tiene en cuenta, es obra de una
voluntad “ajena” al propósito que se perseguía.
Apetito de más
Quizás este
propósito ajeno sea denominado “voluntad divina”, esa voluntad
lejana e imprevisible que todavía está probando la paciencia de
los muchos y premiando con poder y bienestar, nunca se sabrá las
razones, las vidas de los pocos, aquellos que se han nominado, a sí
mismos, los poseedores de la tierra.
El poeta John Berger, en su obra Algunos pasos hacia una pequeña
teoría de lo visible, dice: ... Hoy abundan las imágenes. Nunca se
habían representado y mirado tantas cosas. Continuamente estamos
entreviendo el otro lado del planeta, o el otro lado de la luna. Las
apariencias son registradas y transmitidas, rápidas como el rayo.
Pero esto ha venido a cambiar algo, inocentemente. Se las solía
llamar apariencias físicas porque pertenecían a cuerpos sólidos.
Hoy las apariencias son volátiles. La innovación tecnológica
permite separar fácilmente lo aparente de lo existente. Y esto es
precisamente lo que necesita explotar de continuo la mitología del
sistema actual. Convierte las apariencias en refracciones, como si
fueran espejismos; pero no son refracciones de la luz, sino del
apetito, de un único apetito, el apetito de más. Y añade: Vivimos
en un espectáculo de ropas y máscaras vacías.
Así, si se hace la guerra, la responsabilidad es del otro que tiene
armas químicas y que nos pone en peligro a todos. ¡Pero es que no
las tiene!... ¿Es un peligro que haya armas químicas? Pues sí, se
responde. Pues por eso se ha hecho la guerra.
Hipertrofia de la
racionalización
El dar por
supuesto algo que no se ha demostrado y terminar definiendo la
necesidad de la “acción preventiva” es lo que llamamos la
hipertrofia de la racionalización. Ya no se requiere el dato
positivo, la estadística concreta, el porcentaje, o un objeto en
tres dimensiones con cuya materialidad se puede obtener una
experiencia y un conocimiento. Hoy nos inventamos el supuesto y a
eso le damos categoría de realidad absoluta.
Los otros son los responsables de mis actuaciones, me obligan a
hacer lo que hago ”porque ponen en peligro el bienestar que tanto
nos ha costado alcanzar”, se argumenta. Así, nos apoyamos en los
riesgos que conlleva la delincuencia para frenar la avalancha de
inmigrantes, y ocultamos la realidad de la marginación y la pobreza
que origina el fenómeno de la inmigración.
Nos apoyamos
en los bajos rendimientos escolares para culpar a los alumnos de
desinterés por los estudios y ocultar la complejidad del problema,
ya que esto nos llevaría a poner en cuestión todo el sistema,
también el sistema educativo, que no estimula el despertar del espíritu
del niño ni la maduración responsable del joven. Realidades que
nos obligarían a revisar los patrones que se manejan a la hora de
dar sentido a la educación.
Hablamos de los efectos del cambio climático, para no asumir la
responsabilidad que tenemos en que montañas de lodo cubran las
tristes y miserables aldeas de las afueras de las grandes urbes. La
valoración que se hace de las causas oculta la realidad cruda y fea
que no queremos aceptar, porque ella nos habla del mundo que estamos
ayudando a construir con nuestras acciones, o con nuestros
silencios.
La evasión, un síntoma
La evasión
de la responsabilidad es un síntoma, uno más, de la confusión con
la que tomamos decisiones. Hemos perdido las referencias, los
patrones. Aquellos patrones y referencias que nos hablaban de una ética
y una moral para una conducta social consecuente, y no los hemos
sustituido por otras referencias y por otros patrones que nos sirvan
como brújula, en nuestras vidas personales y en la vida
comunitaria. Así vagabundeamos por nuestra propia existencia y
somos pasto del anonimato que todo lo consume.
Y es que, en la mesa social, sólo se ofrecen productos materiales,
es verdad que de bonitos colores y formas, pero vacíos de
contenido. Tan vacíos que cuando se les quiere tomar en serio se
nos disuelven como el humo, son nada. Pero no hay que preocuparse,
el vendedor de humos está bien asesorado, nuevos magos y
prestidigitadores crearán con sus fantasías nuevas promesas de
realidad que entretendrán por un tiempo el sueño de los
inconscientes.
Llamar a las cosas por su nombre es fundamental para desenmascarar
el engaño en el que vivimos. También es importante asumir el
protagonismo en nuestras vidas, defender el espacio que nos
corresponde, no hacer dejación de nuestros derechos y de nuestros
deberes, valorar que el sentido de lo que vivo lo pongo yo, que en
cada tiempo y lugar yo soy el centro de mi experiencia y que, por lo
tanto, he de cuidar mis opciones porque, aunque cierre los ojos a la
realidad que discurre sin una clara voluntad, nada me exime de mi
responsabilidad, ni por ello dejaré de padecer los efectos de mis
renuncias.
Sentido del vivir
Creemos que del
despertar a la responsabilidad depende, en buena parte, el que se
pueda desenmascarar ese discurso vacío que nos atrapa pero no nos
nutre. Para ello es necesario ejercer la voluntad personal y
afanarse por dilucidar cualquier aspecto o propuesta del discurso
predominante que nos limita la libertad de ser conscientes.
Si no se asume, también, el compromiso con los efectos de nuestras
acciones, éstas no consolidan una realidad duradera, por lo que
viviremos sin poder echar raíces, sin fuerza para soportar los
embates de cualquier experiencia dura, sin capacidad para gozar
intensamente, en su amplio sentido y dimensiones ( no en el “a
tope”, o sea, hasta la muerte), los dulces momentos que también
la vida nos depara.
Por lo tanto, nos perdemos la oportunidad de conocer el sentido del
vivir y, por eso, no es de extrañar que la desconfianza y la
desesperación se apoderen de nuestro espíritu y nos lleven a
pensar que nada tiene sentido, y que todo lo que sucede a nuestro
alrededor parece destruirnos provocándonos desconfianza y
desesperanza. Otro espejismo del mundo imaginario que entre todos,
unos por acción y otros por omisión, estamos construyendo.
Gentileza
de: http://www.tendencias21.net/
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