HOMENAJE A JULIO CORTÁZAR
EN
EL 20º ANIVERSARIO DE SU MUERTE
Julio Cortázar
Fantomas
contra los vampiros multinacionales
por
Julio Cortázar
© 1977 Tribunal Russell
(Continuación)
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V
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VI
El astuto narrador había
comprendido ya que el muchacho rubio era-nada-menos-que-Fantomas, y
antes de que las cosas empezaran a precipitarse decidió cerrar la
revista y los ojos (la nena rubia lo ninguneaba de nuevo, sumida en
los graves problemas financieros del pobre Aristóteles Onassis) y
resbalar despacito en el tobogán de la fatiga. Ocho días de
trabajo en el Tribunal Russell, con una última reunión hasta la
madrugada, horas y horas escuchando a relatores y testigos que
aportaban pruebas sobre la represión en tantos países de América
latina y el papel de las sociedades transnacionales en el pillaje de
las economías y la dominación en el plano político y
paralelamente, porque la dominación económica exigía otras
dominaciones, otros cómplices y otras víctimas, la repetición
hasta la náusea de testimonios sobre el asesinato, la tortura, la
persecución, las cárceles en Chile, Brasil, Bolivia, Uruguay y no
pare de contar. Como un símbolo que ya nadie nombraba, la sombra
ensangrentada del Estadio Nacional de Santiago, el narrador creía
escuchar otra vez las voces que se sumaban a lo largo del tiempo y
los países, la voz de Carmen Castillo narrando ante el Tribunal la
muerte de Miguel Enríquez, la voz de los jóvenes indios
colombianos denunciando la implacable destrucción de su raza, la
voz de Pedro Vuskovic presentando el acta de acusación y pidiendo
la condena del gobierno norteamericano y de sus múltiples cómplices
y sirvientes en la incesante violación de los derechos humanos y
del derecho de cada pueblo a su autodeterminación y a su
independencia económica. Cada tanto, como una obstinada
recurrencia, alguien subía para dar testimonio de muertes y
torturas, un chileno que mostraba las técnicas empleadas por los
militares, un argentino, un uruguayo, la repetición de infiernos
sucesivos, la presencia infinita del mismo estupro, del mismo balde
de excrementos donde se hunde la cara de un prisionero, de la misma
corriente eléctrica en la piel, de la misma tenaza en las uñas. Y
al salir de todo eso (de la representación mental de todo eso, podía
corregir el narrador) se entraba de nuevo en lo personal (pero
entonces lo personal también debía ser una representación mental
de la vida, una cortina de humo, un cómodo tren Bruselas-París, un
número de Fantomas, un cigarrillo negro, una nena platinada
cuyo tobillo acababa de rozar el suyo y era promisor y tibio aunque
Onassis y Romy Schneider), una mera representación mental de la
vida si todo lo otro se borraba con un simple parpadeo y un cambiar
de tema. "No se borra", pensó el narrador, "en todo
caso a mí no se me borra", y ningún tobillo tibio borraría
nada aunque valiera como tobillo, como promesa de patita toda
entera, una vez más esa difícil conquista de un equilibrio en el
que la vida cesara de ser su propia representación y se buscara
desde adentro y hacia adentro. Y aun así, qué difícil escapar al
calambre de la culpabilidad, de no hacer lo suficiente, ocho días
de trabajo para qué, para una condena sobre el papel que ninguna
fuerza inmediata pondría en ejecución, el Tribunal Russell no tenía
un brazo secular, ni siquiera un puñado de Cascos Azules para
interponerse entre el balde de mierda y la cabeza del prisionero,
entre Víctor Jara y sus verdugos. ("Pórtese bien", le
estaba diciendo el señor al niño, cuyo portarse mal parecía
consistir únicamente en jugar con una bolita de vidrio, hacerla
saltar entre sus manos y recogerla cada tanto del suelo).
Adelantándose
a sus palabras, el narrador le alcanzó fuego a la nena platinada.
Para muchos portarse bien era eso, no salirse del molde social, un
niño bien criado no juega con bolitas en un tren, un hombre que
vuelve de un tribunal no se pone a leer tiras cómicas ni imagina
los pechitos de una chica romana; o bien sí, lee la tira cómica
e imagina los pechitos pero no lo dice y sobre todo no lo escribe
porque inmediatamente le caerá encima uno de esos fariseísmos de
la gente seria que para qué te cuento. Casi divertido (aunque lo
jodiera la cosa, el calambrecito de la supuesta culpa) el narrador
pensó que alguien muy querido había dicho que el primer deber de
un revolucionario era hacer la revolución, frase que andaba
engolando muchos pescuezos en tierras calientes y templadas, pero
a nadie se le ocurría reparar en esa mención casi marginal de
"primer deber", un deber al que seguían otros puesto
que ése era el primero. Y esos otros no habían sido enumerados
porque no hacía falta, porque al decir esa frase el Che había
mostrado una vez más su humanidad maravillosa, había dicho
"el primer deber" mientras tanto otros hubieran dicho
"el único deber", y en ese pequeño cambio de nada, una
palabrita por otra, estaba el gran matete, la diferencia capital
no solamente en las conductas del presente sino en el destino aún
tan lejano de cualquier revolución hecha o por hacer. "Razón
por la cual", resumió el narrador, "vamos a entrarle a Fantomas
como epítome de mi punto de vista en la materia, y a buen
entendedor etcétera". Tenía esa mala costumbre de pensar
como si estuviera escribiendo, y viceversa dicho sea de paso.
—Hace un calor terrible dijo la señora,
despertándose de una siesta benemérita.
Todo el mundo salvo el niño miró en diversas direcciones en
busca de las manijas o llaves que siempre responden a tales
opiniones, y fue el cura quien la encontró casi debajo de su
sotana y hubo un gran intercambio de sonrisas satisfechas. Para
ese entonces el muchacho rubio se había enterado de las terribles
noticias sobre la desaparición de libros de autores famosos y el
diálogo final con su amiga era sumamente romántico.
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VII
El salto a la página
siguiente era más bien brusco incluso en el plano de la moralidad y
las buenas costumbres, porque en efecto el muchacho rubio era
Fantomas que, revestido ya de una inexplicable máscara blanca, se
instalaba en su harén cibernético, rodeado de digamos secretarias
en minifalda que respondían a los nombres del zodíaco, idea
delicada, y de toda clase de télex, teléfonos electrónicos y
otros dispositivos tecnológicos. Justo a tiempo, porque la negrita
Libra y el morochón Piscis se precipitaban hacia su amo y señor
para anunciarle que acababa de arder la biblioteca de Calcuta,
seguida de un incendio padre en la de Tokio, cuyo edificio valía
una ojeada a las que casi inmediatamente se sumaron las de Bogotá y
la de Buenos Aires.
"Menos mal que Borges ya se jubiló", se
dijo el narrador que empezaba a compartir el cultísimo ambiente de
la historieta. Pero no le quedó tiempo para meditar sobre la
providencial salvación del ilustre escritor porque ya Libra volvía
más negrita que nunca con la aterradora noticia de que acababan de
desaparecer todas las Biblias, todas las Divinas Comedias y toda
novela de Dostoyevsky (sic). Lo peor parecía ser la Biblia, pues en
la televisión se agarraban la cabeza: "Es inexplicable cómo
pudieron desaparecer todas las Biblias, calculadas en mil millones
de ejemplares, repartidas en todo el mundo..."
Estupefacto ante la licuefacción de semejante
best seller, el narrador no pudo menos que decírselo al cura, era
su deber más elemental y no trepidó en mostrarle la figurita
correspondiente, aunque la vestimeneta de Libra y lo que se
alcanzaba a sopesar visualmente en Piscis no parecía demasiado
recomendable para eclesiásticos. Hubiera preferido no escribirlo
por obvio, pero el cura se puso del color de la ceniza y presa de un
soponcio momentáneo, sólo atinó a decir: "¡Coño!" Más
elocuente fue el señor, quien luego de enterarse de lo sucedido se
enderezó en toda su estatura, que no era mucha, y bramó:
–¡Mi ejemplar de puño y letra de Gutenberg! ¡Es
un complot de la masonería!
Una frenada más bien grosera les probó que ya estaban en París, y
la salida del compartimiento resultó confusa por la mezcla de lágrimas,
valijas y despedidas, sin habar de que la nena platinada, por lo
visto indiferente al sentimiento religioso o bibliotecológico
reinante, se mandó mudar la primera antes de que el narrador
pudiera rescatar la revista y bajar su maleta, por lo cual el viaje
en taxi hasta el Barrio Latino fue más bien melancólico y sin ningún
tobillito que le diera esperanzas para esa noche y las siguientes.
Una vez en su departamento, bañado y con un buen trago, los dos
kilos de cartas por abrir que lo esperaban le impidieron seguir
enterándose del bibliocidio, y cuando al fin decidió volver a la
revista le ganaron de mano con el toque característico de las
llamadas de larga distancia. Todavía inmerso en el aura cultural,
pensó que a lo mejor era su querido Juan Carlos Onetti que se había
vuelto loco y lo llamaba después de veintitrés años de silencio,
pero apenas escuchó un musgo afelpado, un lento terciopelo
penumbroso, supo que era Susan Sontag y le brincó un diástole de
alegría porque tampoco Susan era de las que se prodigan en el teléfono.
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VIII
Estás enterado,
claro –dijo Susan.
–¿De qué? ¿De dónde me hablas? ¿Porqué
tengo la impresión de que se trata de algo malo, y eso que no soy
telépata ni vidente?
Lo mío no interesa –dijo Susan–, pero después
que me rompieron las piernas tuve tiempo para pensar que...
–¿Las piernas?
–Ah, entonces no estás enterado. ¿Pero
cómo puedes no estar enterado si Fantomas te llamó por teléfono
antes que a mí?
Lo malo en este tipo de diálogo, solía decirse
el narrador, es que se prolongan muchas páginas porque se componen
sobre todo de monosílabos, gritos, preguntas espasmódicas, inicios
de explicación cortados por nuevas preguntas, y tendencia recíproca
a insultarse por la falta de rapidez mental. Todo eso sucedió tal
cual, pero podía resumirse de todas maneras en una frase de Susan:
"Cuelga y sigue leyendo, estúpido". Y anota mi teléfono
para llamarme después".
Cosa que así se hizo, y bastó abrir la revista
ahí donde la frenada del grosero maquinista había interrumpido la
lectura para encontrarse con una orden de Fantomas a Libra:
A Libra no debían
gustarle demasiado los hermosos e inteligentes libros del narrador,
pues a pesar del orden de llamadas indicado por Fantomas, el primero
en manifestarse fue el penúltimo:
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Continuación...
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