ÀLEX BARNET - 13/10/2004
Hay que liberar a la cultura de los excesos del copyright y de un
concepto sobre la protección de contenidos que no encaja con la
sociedad del siglo XXI. Esta visión no implica ninguna apología
de la piratería, ni procede de ningún panfleto elaborado por las
mafias del top manta. Proviene del especialista en copyright
Lawrence Lessig, y está expuesta y argumentada en su último
trabajo: Free culture, how big media uses technology and the
law to lock down culture and control creativity (Cultura
libre, cómo los grandes medios utilizan la tecnología y la ley
para cerrar el acceso a la cultura y controlar la creatividad).
El libro ha sido publicado en papel en EE.UU. por Penguin Books y,
paralelamente, está disponible gratuitamente en internet.
Lessig es uno de los expertos empeñados en que el debate sobre la
propiedad intelectual y distribución de bienes culturales avance
y tenga el nivel que merece. Y lo hace con una coherencia que
explica por qué su libro se comercializa en papel y está
disponible gratuitamente en internet. No es ninguna extravagancia,
sino una medida lógica en un autor que estima que estamos en la
transición hacia nuevas formas de distribución cultural, en las
que contenidos libres pueden incrementar el valor de contenidos
que no lo son. Y que ambas formas van a coexistir.
Lessig dedica parte de su trabajo al análisis del fenómeno de la
música digital en internet, que desde Napster es noticia por las
quejas de la industria discográfica. Para el autor, la piratería
de verdad –copiar un producto y venderlo con ánimo de lucro–
es un hecho que no tiene ninguna defensa posible, pero es erróneo
juntar este hecho con el intercambio de ficheros, que en muchos
casos estaría en la línea de prestar o compartir un libro o un
disco, algo que nunca se ha visto como un delito. Lessig se apoya
en algunos datos. En 2002, la RIAA (la asociación de las discográficas
norteamericanas) informó que las ventas de discos compactos habían
caído un 8,9 por ciento (de 882 millones a 803 millones de
unidades), mientras que estimaba que las descargas de internet
llegaban a 2.100 millones de compactos.
Descargarse y robar
“Si cada descarga fuese una venta perdida, entonces la industria
habría sufrido una caída en ventas del 100 por ciento, no de un
7 por ciento. Si 2,6 veces el número de CD vendidos fueron
descargados gratuitamente, y sin embargo los ingresos sólo
cayeron un 6,7 por ciento, entonces hay una enorme diferencia
entre descargarse una canción y robar un CD”, dice Lessig.
Lessig estima que globalmente las descargas no son exclusivamente
negativas, ya que ayudan a difundir más música, e invita a ver
el fenómeno como una muestra del cambio de tecnología, de hábitos
y de cultura que afecta a los creadores, los usuarios y la
industria. Y opina que el reciente éxito de los sistemas de venta
online de canciones de pago, encabezado por iTunes, debería
tranquilizar a muchos.
Más en profundidad, lo que le interesa al autor es señalar
que detrás de la colérica reacción oficial –que plantea un
escenario simplista en el que internet debe ser censurada y todos
los usuarios son presuntos piratas– se esconde el deseo de dar
una vuelta de tuerca más para que la industria extienda el
control sobre los productos culturales. Ésta es la guerra
sumergida, explica, que en los últimos años ha alargado los
plazos de vigencia del copyright, ha retrasado el paso de los
mismos a dominio público y ha creado un histérico escenario para
juzgar la irrupción del fenómeno digital.
Cultura libre aporta datos sobre este conflicto. En los últimos
40 años, los plazos de vigencia del copyright en EE.UU. se han
alargado once veces. Actualmente, los derechos para autores
corporativos (caso de Disney) son de 95 años. Y para los autores
naturales suman toda la vida del creador, más otros 70 años. El
Congreso, además, tiene la potestad para, en algunos casos, dar
plazos a perpetuidad. El libro también contiene bastantes
ejemplos jugosos de hasta donde llega el tema, como el de una
carta de la American Society of Composers, Authors ans Publishers
a la organización Girls Scouts pidiéndole que pague por las
canciones que las niñas cantan en sus juegos de campamento.
Lessig es mejor explicando la complejidad de la situación y
apuntando medidas genéricas –copyrights más cortos, visión
social de su papel, simplificación de las leyes, etcétera– que
resolviendo todas las preguntas que los temas plantean. A su favor
hay que decir que no rehuye la complejidad de los datos a juzgar y
que aborda el problema desde una perspectiva radical, pero nunca
extremista. Y que resulta brillante difundiendo la idea de que está
en marcha una gran discusión sobre el copyright y el uso social
de los productos culturales.
Fórmulas médicas, patentes informáticas de uso general,
desarrollos tecnológicos de alcance universal y contenidos
educativos de primera necesidad son temas que no deberían
gestionarse con modelos antiguos o que no respondan a las
necesidades de un mundo dividido por una estremecedora brecha
entre pobres y ricos. El debate ya ha empezado. Hemos visto las
recientes quejas de los países del tercer mundo ante los precios
de los tratamientos del sida. El software libre se está
convirtiendo en una bandera para muchos países en vías de
desarrollo. Y hace sólo unos días, Argentina, Brasil y Bolivia
han solicitado a la OPMI (Organización Mundial de la Propiedad
Intelectual) que desarrolle políticas que no beneficien sólo a
las empresas.
Cultura Libre es una introducción militante a este debate,
amplio y complejo. Se trata de aumentar las posibilidades que
tiene la sociedad de acceder a la cultura, sin maltratar a los
autores. El conocimiento y la cultura son grandes negocios del
nuevo siglo y hay que discutir en qué medida dejan de ser sólo
una mercancía y pasan a tener un papel importante a la hora de
redistribuir el progreso.
La
traducción al castellano de ‘Cultura libre’ a cargo de
Antonio Córdoba está disponible en: www.elastico.net/archives/001222.html
Gentileza de: http://www.lavanguardia.es/
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