También puede escribirse no ante la muerte, sino desde
su vórtice, en el vértigo mismo de la ausencia.
Entregarse
al duelo de la escritura para negarse al engaño del consuelo y a
los espejismos del duelo. La escritura en la muerte resiste así
al engaño que fraguan las palabras, pero también a la
identificación con el duelo de los otros. Negarse a la esperanza
inútil de que el duelo ceda ante la obstinación de la vida.
¿De
dónde surge lo intolerable de la muerte?
Al
escribir desde el vértice de la ausencia de otro, el yo que
escribe sabe que ningún lenguaje habrá de encontrar ya un tú.
Los trazos residuales de la escritura se hunden en ese yo sin
el otro, para arrastrar consigo el gesto de la palabra hacia
el vacío de una voz sin escucha. Articulada desde la muerte, esta
palabra ya sin un tú es la indecencia misma. “Todo lenguaje que
retorna a sí mismo. a nosotros, parecería indecente, como un
discurso reflexivo que regresara a la comunidad herida, a su
consuelo o a su duelo”, dice Derrida.
Sin
embargo la escritura del duelo enfrenta otra paradoja: la
indecencia del lenguaje sin escucha es quizá menos cruel que esa
otra indecencia que acompaña el lenguaje que emerge de la estela
de la muerte: la del olvido.
Ese
yo sin el otro, ¿a quién le habla? “Al otro en mí”-escribe
Derrida.
Ese
otro en mí que es menos un rastro que un desecho: no la
sombra de quien muere, sino de su muerte ya ocurrida. El otro en mí:
expresión brutal y ominosa que revela el desarraigo del duelo, su
palidez. El “trabajo del duelo”, esa desesperanza, ese
doblegarse ante la induración (endurecimiento) de la pérdida.
El
trabajo del duelo es una invención de los nombres sucesivos de
las muertes. Es el punto ciego de la muerte radical. La que
suspende la vida en una muerte anticipada, no es la muerte final,
la desaparición absoluta. Es otra muerte: la fatiga del lenguaje.
No
reaparece jamás la voz de los muertos. Sólo sus ecos adheridos a
trozos de palabras y refractados por su imagen en mí. Nada del
otro se preserva sino la figura forjada por el propio deseo
de cancelar lo absoluto de la muerte.
Entonces
¿lo adecuado sería el silencio? No. Es preciso hablar en el
silencio del otro en el seno de su ausencia para iluminar el
sintiempo de la muerte. El silencio propio sólo es una mímesis
de la muerte, su parodia insertada en la vida. No más que un
decaimiento de la palabra para consagrar la bancarrota de la
identidad.
Derrida
escribe: “La nuerte no es en principio una aniquilación, el
no-ser o la anada, sino una cierta experiencia, para quien
sobrevive, de lo ‘sin respuesta’.”
Se
habla ante los muertos, ante la certeza de sus muertes, para hacer
audible un silencio sin significado, una palabra sin don, sin
intercambio.
Dice
Roland Barthes: “El Tiempo elimina la emoción de la pérdida
(ya no lloro), eso es todo. Todo lo demás es inmóvil. Porque lo
que he perdido no es una Figura (la Madre), sino un ser; y no un
ser sino una cualidad (un alma): no indispensable sino
irreemplazable. Podría vivir sin la Madre (todos lo hacemos tarde
o temprano); pero la vida que me quedaba sería seguramente y
hasta el final incalificable (sin cualidad).”
Sobre-vivir,
“escribir-sobre-vivir”. La sobrevivencia es la vida más allá
del advenimiento de la muerte, invadida por la muerte.
El
otro no sólo sobrevive como ausencia en nuestra sobrevivencia. La
ausencia del otro implanta un vacío en la identidad de los vivos,
un vacío en la esfera de lo propio. El vacío se propaga adentro
y afuera de la muerte, adentro y afuera de la vida. Dos vacíos.
Por eso el lenguaje no alcanza.
La
lectura como amparo y como espera. Para protegernos más que de la
ausencia, de lo infinito de la sombra, de lo desconocido del
“otro” que emerge ya como lo absolutamente perdido. Pero también
esperamos que esos signos ofrecidos por la memoria conjuren la
sombra de la pérdida y devuelvan a la visión del “otro en mí”
la singularidad viva de quien muere.
La
lectura busca en los textos la cifra de esa identidad. Aprehender
a través de la lectura el gesto esencial de lo muerto. Conjurar
la duración infinita de la ausencia.
La
lectura como el deseo de cancelar el trazo indeleble de la muerte,
la suspensión radical del tiempo de la presencia del “otro”:
“todo sigue”, la muerte no ha ocurrido, queda el texto que
hace presentes en su cambio incesante, en la metamorfosis
de las lecturas, las facetas de la vida de ese otro, ajenas aún a
la extinción.
La
lectura se ofrece plenamente como un acontecimiento capaz de
contemplar la muerte, incorporarla en la mirada para cancelarla.
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