1. La aparición del
personaje
Una
de las creaciones más originales y ricas de la narrativa española
moderna es la serie de novelas de Vázquez Montalbán que tienen
como protagonista al detective Carvalho. Como todas las fórmulas
literarias, como todas las obras que constituyen una “serie”
las novelas y relatos de Carvalho tienen su peligro: caer en la
reiteración, o convertirse en una agregación más o menos
aceptable de elementos ya elaborados (en este caso, la gastronomía,
la quema de libros, Biscuter, Charo, el ambiente de los barrios
populares de Barcelona, etc.) que debidamente mezclados dan un
resultado literario eficaz (1). No obstante, que la serie se
convierta en lo que podemos llamar “una fórmula de éxito” no
es óbice para reconocer su originalidad, su radical novedad en
las letras españolas. Aunque tiene una primera y más nebulosa
aparición en Yo maté a Kennedy (1972) (2) la figura del
detective aparece propiamente, ya configurada en todos sus rasgos
que van a repetirse en las sucesivas entregas, en Tatuaje
(1974) y recibe una enorme y definitiva difusión, a la que no es
ajena la concesión del importante premio Planeta y del Prix
international de littérature policière en Francia, en Los
mares del sur (1979). Las posteriores novela de Carvalho han
agregado circunstancias, ambientes, peripecias nuevas al
personaje, pequeñas variaciones sobre un mismo tema, pero ninguna
novedad sustancial.
Aunque
no existe una necesaria relación de causalidad entre el contexto
social y los hechos literarios, no está de más que tengamos en
cuenta la época en que aparece la serie de Carvalho. Se trata de
la segunda mitad de la década de los 70, cuando se están dando
en España cambios culturales, económicos y políticos
importantes. El régimen autoritario se va agotando junto con la
vida de su artífice y mayor sostenedor, mientras que camina de
forma imparable hacia un modelo de país occidental capitalista
moderno. Eduardo Mendoza acuñó para definir esta etapa la irónica
expresión de “pre-postfranquismo”, ya que se estaba a las
puertas de unos cambios que fatalmente se tenían que dar tras la
muerte de Franco. En lo cultural, comienzan a proliferar revistas
culturales de calidad y a abrirse las editoriales a obras y
tendencias, como la novela negra, que estaban casi ausentes.
En
esta situación, en 1974, aparece Tatuaje y, un año después,
otra novela paradigmática en esta misma dirección, La verdad
sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza. Tatuaje, en
el momento de su aparición, es particular en dos sentidos: a)
recupera formas narrativas que llamaríamos tradicionales, frente
a la novela que se ha calificado de “ensimismada”, es decir,
vuelta hacia sí misma y hacia el problema estético. El mismo VM
viene de practicar formas literarias experimentales y
vanguardistas, frente a las cuales Tatuaje supone una
vuelta a lo clásico. b) Frente a una novela testimonial o social,
que ciertamente tiene su época más propicia en las décadas
anteriores, en esta obra no aparece una actitud de denuncia
directa, lo que se ha llamado con el término tan discutido de
“literatura comprometida”, sino un desapego, una distancia con
respecto a los problemas sociales casi siempre expresada por la
ironía. En Tatuaje asoma a la escena su protagonista y
alma de una larga serie (3) Pepe Calvalho, personaje que trae a la
literatura española un tono vital, una idiosincrasia prácticamente
inéditas hasta ahora.
2.
De las distintas formas de quemar libros
Hay
un gesto en el personaje de Carvalho que me subyugó desde mi
primera lectura y que puede darnos la clave de la singularidad de
este personaje, un gesto que se repite una y otra vez y expresa
mejor que ningún otro su infinita e inteligente amargura: la
quema de libros. Aparece por primera vez en Tatuaje (4):
“Buscó sin éxito un papel para encender la pira de leña (...)
Pero no tenía papel. -Tengo que leer más la prensa- dijo en voz
alta (...) Metió los libros bajo la leña con las hojas y la
encuadernación forzadas y mientras le prendía fuego sentía por
una parte prevención y por otra impaciencia para que la fogata
brotara y el libro se convirtiera en un montón de palabras
olvidadas” (5). Luego este rito se repite una y otra vez, cuando
el detective vuelve a casa, normalmente de noche, sea verano o
invierno, y enciende su chimenea usando un volumen de su nutrida y
selecta biblioteca, haciendo, en ocasiones, un pequeño comentario
(que suele ser mental y solitario o explícito) sobre la obra
sacrificada.
No
es nuevo que se quemen libros en la vida y en la literatura. Se
pueden quemar de varias maneras y con diversas intenciones. a)
Pueden quemarse como hacían los nazis con las obras de Freud o
como hacían los republicanos extremistas españoles en el Madrid
de 1931 (6). En este caso se trata de un gesto bárbaro, que
normalmente desconoce al objeto de su odio. Los nazis desconocían
el psicoanálisis, aunque conocían la circunstancia, ciertamente
secundaria, de que su autor era judío. b) Puede haber otra forma
de destruir libros (o de destruir cualquier otra cosa): la de la
destrucción, la violencia gratuita. La violencia gratuita,
nihilista es otro tema que ha atraído a la buena literatura.
Arquetípicos pueden ser el protagonista de Crimen y castigo
y el de Las cavas del Vaticano de Gide. En esta segunda
novela, su personaje siente la extraña necesidad de matar a otro
empujándole desde un tren en marcha, por el simple placer de
hacerlo, sin que haya una causa patológica -una enfermedad psíquica-
o social -una situación de marginación, de tensión familiar, de
alienación socio-económica-. Mata porque sí, en virtud de un
albedrío libérrimo, caprichoso, desligado de cualquier atadura
moral y, por tanto, ajeno a cualquier sentimiento de culpa. c) Una
de las grandes novelas del siglo XX, Auto de fe de Elías
Canettí, también acaba con la quema de la magnífica biblioteca
del sinólogo. Aquí el incendio supone la solución a un callejón
sin salida, a una vida que ha llegado a un punto límite de
desorientación y sinsentido que no admite componendas.
Carvalho
no se clasifica en ninguno de estos grupos. No es ni un bárbaro,
ni un nihilista, ni un radical. a) No es un bárbaro porque
conoce, ha leído y aprecia el valor de lo que destruye. b) No es
del todo nihilista. El acto no es gratuito, sirve para satisfacer
una necesidad, un deseo personal. c) No es un radical, no lo
termina todo con este acto. La vida sigue. Es un hecho parcial,
momentáneo, que tiene una utilidad muy limitada. Tampoco creo que
sea un acto de mero inconformismo literario, un “iconoclasta
acto de liberación frente a la literatura establecida y
canonizada” (7); el acto tiene un alcance más profundo,
cultural y, en última instancia, vital ¿Cómo calificar, pues,
al detective? ¿En qué grupo de la poblada fauna de los
personajes de la novela española moderna situarlo? Me parece,
coincidiendo con algún crítico, que le cuadra el marchamo de
posmoderno.
3.
Sobre el concepto de posmodernidad
El
concepto de posmodernidad aplicado a la narrativa de MV puede ser
fructífero en dos sentidos: a) en cuanto planteamiento general de
la obra, al uso irónico, metaliterario de formas narrativas
tradicionales; esto permite explicar en parte que VM pase, en una
evolución que parece contra natura, de formas vanguardistas y
nada convencionales a coordenadas narrativas clásicas (8); b) en
cuanto al personaje de Carvalho y los valores que transmite en su
comportamiento: el personaje como sustentador y transmisor de unos
valores que calificamos de posmodernos. Es sobre todo este segundo
punto el que aquí me interesa.
Quizá
la etiqueta de posmoderno se ha aplicado con facilidad a
demasiadas cosas, lo que hace que el concepto quede desdibujado,
con unos límites nebulosos y discutibles (9). Tampoco es fácil
centrar este movimiento en unos cuantos nombres. Algunos
estudiosos llevan las raíces de la posmodernidad hasta Nietzsche;
(10) y se mencionan otros autores como Marx, Heidegger o Georg
Simmel (11). Los nombres de los pensadores actuales son conocidos:
los Lyotard, Vattimo, Derrida, Foucault.
Una
clásica definición que puede servir de síntesis abarcadora es
la de Lyotard, quizá el autor que da una mayor difusión al
concepto con su obra La condición posmoderna. “Simplificando
al máximo -dice el filósofo francés- resumo la posmodernidad
como la incredulidad ante las metanarraciones (grands recits)”
(12). Dicho de otra forma: descreimiento de los grandes proyectos
planteados en la ilustración y que podrían resumirse en la tríada
razón, naturaleza, progreso (13).
En
este sentido Carvalho es posmoderno. No cree en los grandes
discursos clásicos que ha conocido desde dentro en su heterogénea
experiencia vital: su antigua militancia comunista, su trabajo
como espía de la CIA, su gran cultura libresca, que quizá
quisiera olvidar. Su móvil vital no es participar en una lucha
entre buenos y malos, defendiendo a los primeros (llámese como se
quiera, proletariado, víctima, ser oprimido), sino buscarse la
vida en el sentido más prosaico de la expresión. Tampoco cree en
los discursos morales y religiosos; su convivencia estable (en una
relación parecida al matrimonio) así lo demuestra. Otro rasgo
posmoderno es la multiplicidad de perspectivas, de puntos de vista
aparentemente contrapuestos que se sitúan en el mismo plano y
pierden, así, su sentido de diferencia o jerarquía. En el plano
del arte, por ejemplo, se pueden poner al mismo nivel (o
mezclarse) las formas populares (comic, pop, televisión), junto a
las clásicas (pintura, teatro) de forma que, en la multiplicidad
de estilos y perspectivas, las diferencias desaparecen. Esto, en
un plano social, aparece en las novelas de Carvahlo. En Los
mares del sur el detective va entrevistando a distintos
personajes que representan clases sociales muy alejadas: la
burguesía emprendedora y desarrollista, la aristocracia, las
clases populares. Los distintos personajes arquetípicos pasan por
la novela (el ejecutivo agresivo, el aristócrata decadente y epicúreo
que se sabe partícipe de un mundo llamado a desaparecer, el
proletariado, la esposa infiel y burguesa, el mismo desaparecido,
representante de una mala conciencia que quiere pagar su deuda con
los desfavorecidos). Carvalho va pasando por los distintos
ambientes, sin que parezca dar la razón a nadie, como un ser que
sobrevuela toda esa lucha social, que está por encima de ella,
“es un ‘outsider’ -dice el propio VM-, un tipo fronterizo
que sanciona moralmente desde su propia ambigüedad” (14). Esta
acumulación de paradigmas que tiene como resultado la anulación
de las diferencias es también, como la incredulidad en los
grandes discursos clásicos, propia de la mentalidad posmoderna.
4.
Conclusión: la literatura como reflejo y denuncia
Carvalho
es ciertamente un detective posmoderno, un personaje sumido en el
más grande desconcierto ante un mundo cuyas contradicciones y
complejidades le desbordan. Sin embargo, no parece éste el
sentido de la obra de VM; no da la sensación de que la obra del
autor catalán se coloque au-dessus de la mêlée, en una
posición equidistante entre los sectores sociales, en un paraíso
de neutralidad aséptica. Más bien todo lo contrario. ¿Cómo se
explica esta aparente contradicción?
Hay
una idea de Andre Gide, usada para justificar la necesidad de la
crítica por Claude Edmonde Magny, que puede aclararnos este
problema: “En última instancia -escribe Magny- la crítica es
necesaria porque las ‘ideas’ del autor no son sino la parte más
superficial de su mensaje, no constituyen sino una aproximación
(burda en el fondo) de lo que procura decir. En un libro como en
cualquier obra de arte, existen dos partes: primero el mensaje
consciente del autor, lo que tiene la intención expresa de
exponer, el efecto en vista del cual trató de acomodar su máquina
(la caricatura de esto sería la ‘moraleja’ de las fábulas o
las de las ‘obras de teatro con tesis’); en segundo lugar, la
verdad que revela el escritor como sin saberlo, el aspecto del
mundo que apareció ante sus ojos, casi a pesar suyo, en el
transcurso de esta experiencia que constituye el hecho de
escribir, esto es, más o menos, lo que Gide, en el prólogo de Paludes,
llamó ‘la parte de Dios’” (15). La distinción me parece,
en este caso, pertinente y clarificadora. No se olvide que el
personaje es un instrumento en manos del autor, que puede querer
lanzar un mensaje en una dirección totalmente contraria. Este
desapego en cuanto a las cuestiones sociales, esta equidistancia
entre distintas clases, esta diversidad de perspectivas son las
del personaje, no las del autor. Y la intención última del autor
(lo que Gide llama “la parte de Dios”, en una expresión que
quizá no hubiese agradado al agnóstico VM) está explícita
repetidamente en sus declaraciones, entrevistas y textos teóricos.
Precisamente, una de las ventajas (que puede convertirse en
dificultad) que se encuentra a la hora de estudiar la obra
narrativa de VM es que este autor es, al tiempo que narrador (y
otras muchas cosas), un agudo exponente de la reflexión literaria
(la ajena y la propia); él mismo nos explica a veces las claves
de su obra. El problema es que el uso de la ironía -a veces
convertida en auténtico sarcasmo-, en la que es un maestro, hace
que, en ocasiones, no sepamos si habla en serio o se burla del
lector (o las dos cosas). Los estudiosos que se han ocupado de él
están de acuerdo en situarlo en la izquierda ideológica. Su
contundente militancia política, nunca abandonada ni rectificada,
es muestra clara de ello. Joaquín Estefanía, reseñando su libro
Manifiesto desde el planeta de los simios (16), observa
como el autor ataca no sólo al neoconservadurismo y al paradigma
liberal, sino también, incluso con más dureza a la
socialdemocracia, que el fondo hace el juego a intereses distintos
a los que dice representar y lo define, de forma rotunda, como
“la conciencia más influyente de la izquierda no instalada”.
La intención última y global de la obra de VM, pues, ha sido
explicada explícitamente por el autor en más de una ocasión en
su abundantes escritos teóricos. Antonio Beneyto, en un libro
donde recoge entrevistas con diversos escritores españoles (17),
pregunta al escritor sobre el sentido sociológico de su obra. La
respuesta es esclarecedora: “Toda mi obra es, en sus distintas
formas, una reflexión sobre el ‘yo’ y el fascismo, ‘yo’ y
la represión, la represión política, sexual, moral (...) Ha
sido monotemática, a pesar de la aparente diversidad genérica
(...) Toda mi obra es una reflexión muy obsesiva sobre ‘yo’ y
el fascismo”. La contestación supone una cierta simplificación
o generalización del término “fascismo”, por otra parte muy
extendida en la izquierda, pero nos da una clave evidente del
sentido de su obra. Con su personaje VM quiere expresar su rechazo
y crítica radical de lo él mismo llamaría “las
contradicciones del capitalismo tardío”. El personaje en sus
contradicciones y debilidades busca, si no la salvación, sí la
resistencia en una sociedad cuyo vaciamiento moral no le permite
otra cosa. Carvalho no es un cínico, sino una víctima del tipo
de sociedad en la que le ha tocado vivir; su escepticismo es una
forma de escape o, por lo menos, de supervivencia.
Sería
simplista intentar situar la obra de VM en un binomio literatura
comprometida / literatura pura. Siempre es arriesgada cualquier
clasificación cuando se trata de un obra tan heterogénea,
compleja y con una gran capacidad de ironía y distanciamiento,
que puede despistar al público más avezado. Sin embargo, aun
dejando a un lado el concepto de literatura comprometida, que aquí
resulta insuficiente, arriesgo la afirmación de que en la base de
la obra de VM hay una clara orientación ideológica que tiñe
todo su discurso. Tomando el famoso binomio de Abrams, en El
espejo y la lámpara, el lenguaje literario puede referir,
reflejar o ser un instrumento que básicamente habla de sí mismo;
dicho en términos de teoría literaria, ser semiosis o mímesis.
En esta disyuntiva, la obra de VM es espejo, reflejo de la
sociedad de su tiempo, con todas sus contradicciones y miserias.
Descartado, por las razones aducidas, el término de literatura
comprometida, quizá venga bien el de “testimonio” (18). Cabe
calificar esta obra como testimonio y denuncia; sólo desde este
presupuesto -me parece- se puede explicar su sentido último. El
mismo VM ha dejado meridianamente clara su postura: “Yo
reconozco la validez de la posmodernidad precisamente en lo que
tiene de reconocimiento de la validez de todos los códigos hasta
que no demuestren su invalidez y creo que esta disposición es
precisamente lo vanguardista hoy y aquí. No reconozco, en cambio,
la validez de la ahistoricidad del discurso posmoderno, que
enmascara en mi opinión una interesada instalación política en
el final de la Historia (...) Yo no creo que la Historia haya
terminado, precisamente porque terminaría en muy mal, injusto,
indecente momento” (19). Carvalho es fruto de esta inquietud y
desencanto; nació en un tiempo complicado y difícil, de ciertas
perspectivas de cambio, pero también de desesperanza; no eran
tiempos de ingenuos optimismos, ni de escapismos elitistas; como
dice el autor (aunque hubiera sonado bien en boca de su
personaje), “teníamos la impresión de que nada cambiaría”.
NOTAS
[1]
Ricardo Senabre ha observado, comentando el libro de relatos El
hermano pequeño, que “su pronta conversión en filón de éxito,
unida a la indudable facilidad para la escritura de Vázquez
Montalbán, han cristalizado en una fórmula que -como todas las fórmulas-
tiende al agotamiento a medida que sus realizaciones van perdiendo
novedad y se hacen previsibles o divagatorias” (ABC cultural,
abril 1994).
[2]
VM opina de su obra que “era un mare magnum que
reflejaba la descomposición de la novela que creíamos que estábamos
viviendo” (El País, 19 de febrero 1997, entrevista con
Xavier Moret). Es curiosa esta a esta alusión a la crisis de la
novela, a la desaparición de sus formas tradicionales; se trata
de una idea que reaparece cíclicamente en autores y críticos y
que se convierte en un tópico; véase en mi libro Ortega y
Gasset, teórico de la novela (Universidad de Málaga,
2001) el epígrafe “La crisis de la novela” (págs. 75-81).
[3]
Ahora sabemos que la serie está cerrada con el fallecimiento de
su autor, que se produce precisamente mientras se elaboraba este
trabajo; la prensa habla de un último Carvalho, con el título de
Milenio, terminado para darse a la imprenta.
[4]
Un detalle no casual me parece el título del volumen sacrificado:
España como problema, de Pedro Laín Entralgo, obra
publicada en 1949 (“unos años en los que se suponía que los
problemas de España se reducían a ella misma como problema”),
que fue contestada por la obra de Rafael Calvo Serer España
sin problema, en un debate representativo de la
intelectualidad conservadora de la época, que continúa en la línea
de “preocupación por España” de la generación del 98 y de
Ortega; para VM, intelectual de izquierdas y catalán, esta
problemática sobre las esencias hispanas le debía parecer de lo
más rancio de una etapa cultural que había que superar.
[5]
Cito por la ed. de Barcelona, Planeta, 1998, pág. 22.
[6]
Enrique Herrera Oria, testigo directo, cifra en 80.000 los libros
quemados en Residencia de los jesuitas en Madrid, en mayo de 1931
(Cómo educa Inglaterra, Cádiz, Escelicer, 1945, págs.
9-11).
[7]
José F. Colmeiro, La novela policíaca española: teoría e
historia crítica, Barcelona, Anthropos, 1994, pág. 176.
[8]
Eduardo Mendoza, en la “Nota del autor” que antepone a La
verdad sobre el caso Savolta habla de la “recuperación de
la fábula”, y en este sentido admite que puede haber alguna
relación de su obra con “las novelas de costumbres teñidas de
ironía de Juan Marsé y las novelas de corte policíaco de Manuel
Vázquez Montalbán, por citar sólo dos ejemplos próximos a mi
persona”.
[9]
Observa irónicamente Umberto Eco que “Desgraciadamente
posmoderno es un término que sirve para cualquier cosa. Tengo la
impresión de que hoy se aplica a todo lo que le gusta a quien lo
utiliza” (Apostillas a El nombre de la rosa,
Barcelona, Círculo de Lectores, 1997, pág. 55); y advierte el
peligro que supone aplicar el concepto de una forma ahistórica:
“Por otra parte, parece que se está intentando desplazarlo
hacia atrás: al principio parecía aplicarse a ciertos escritores
o artistas de los últimos veinte años, pero poco a poco a
llegado hasta comienzos del siglo, y aun más allá, y como sigue
deslizándose, la categoría de los posmoderno no tardará en
llegar hasta Homero” (Ibíd.).
[10]
La importancia de Nietzsche, como antecesor del pensamiento
posmoderno, su esfuerzo “para demostrar la vaciedad de todas las
esperanzas de la ilustración”, ha sido destacada por Gianni
Vattimo en El fin de la modernidad, Barcelona, Gedisa,
1978.
[11]
Vid. David Lyon, Postmodernidad (segunda edición), Madrid,
Alianza Editorial, 2000; en concreto el epígrafe “Los
progenitores” (págs. 28-33).
[12]
La 1ª ed. francesa ( La condition posmoderne: rapport sur le
savoir) es de 1979.
[13]
Gary Woller (ed.), “Administration and Postmodernism”, en American
Behavioral Scientist, 41 (1997), pág. 9.
[14]
Entrevista con Francesc Arroyo en El País, 7 de abril de
1983.
[15]
Claude Edmonde Magny, Ensayo sobre los límites de la
literatura, Venezuela, Monte Avila Editores, 1970 , págs.
27-28; el epígrafe se titula “Mensaje consciente y ‘parte de
los Dioses’”.
[16]
“A diestra y, sobre todo, a siniestra. Vázquez Montalbán
ajusta cuentas con la socialdemocracia”, en Babelia (22
abril 1995); comenta la citada obra, publicada en Barcelona, Crítica,
1995.
[17]
Censura y política en los escritores españoles,
Barcelona, Plaza & Janés, 1977; la entrevista a Vázquez
Montalbán en págs. 291-301.
[18]
En el prólogo al libro de Colmeiro (op. cit., pág. 12)
escribe y matiza: “Yo no puedo enmascarar mi obsesión
testimonial, aunque parapetada tras las gafas de la ironía”.
[19]
Ibíd., pág. 11.
©
2007 Espéculo. Revista de estudios literarios.
Universidad Complutense de Madrid
Gentileza: http://www.ucm.es/info/especulo/numero27/carvalho.html.html |