Aproximación a la antepolítica, un concepto teórico-práctico
que interviene, interesa y repercute directamente en la ya clásica
querella intelectual entre las nociones de individualidad y
comunidad, singularidad y pluralidad, ética y política, libertad
y libertades
1.
Armonizar la singularidad y la pluralidad
Compartir.
Repartir. Por estas señales, por estas marcas, se conocerá la
cicatriz que transfigura la faz primaria de la ética. Tras su
estela surca la senda que la conduce a la arena pública, a la
socialización y a la política. El hecho de que el hombre ético
salga fuera de sí, transite de ego a alter, del
sujeto al Otro y al grupo, de que el individuo se inserte en la
comunidad, representa una circunstancia inexcusable; constituye,
en gran medida, el trayecto impuesto por su destino: esto es,
completar el horizonte de la vida humana. Esta circunstancia es,
pues, algo inevitable, y aun favorable. Pero la ética corre con
ello el grave riesgo de tener que ceder su fuerza y energía a las
labores públicas y colectivas, desatendiendo, de este modo, la
tarea superior de esforzarse en la autorrealización personal y la
perfección moral. He aquí el precio que el grupo y la masa
exigen comúnmente al individuo a cambio de acogerlo en su seno.
El ser único e irrepetible que es el individuo, pasa a ser así uno
más, algo que le pasa hasta al más común de los mortales.
Podrá
hacerse literatura edificante, e incluso una épica, de semejante
tránsito, mas estamos aquí refiriendo un auténtico trance, un
proceso altamente conflictivo. No importa demasiado el momento
histórico ni el sistema político concreto imperante en que tenga
lugar, el evento adquiere tintes dramáticos por una razón muy
simple: el individuo adquiere la plena condición de libertad e
igualdad en el ámbito de la sociedad, pero las categorías de
sociedad y de individuo, una vez establecidas de consuno, se
tornan inconmensurables. Todo ello en detrimento del ser personal.
Ocurre que la sociedad, el grupo, juzgan invariablemente con
hostilidad y desconfianza el propósito humano del actuar libre,
así como sus indispensables corolarios: el acto de destacarse y
de distinguirse entre los demás, con la carga que contiene de
ruptura de la nativa igualdad general. Dentro de la masa, la
conducta personal que se rige regularmente por el criterio propio
y el libre discernimiento, es juzgada como un movimiento de
arrogancia que pone en peligro los vínculos intersubjetivos, como
actitudes locas que presagian dos de sus más profundos temores,
íntimamente interconectados: el dejar sueltos a los sujetos y el
quedarse solos.
Se
ha dicho en alguna ocasión que el individuo busca la sociedad de
los hombres porque se aburre y porque teme a la muerte, que es la
mayor de las soledades. En la lucha contra el tiempo, el sujeto se
juega literalmente la vida. El aburrido es aquel que no se soporta
a sí mismo, que cuenta el tiempo y le sale un balance desolador:
tiene material de sobra. No sabe qué hacer con el tiempo, tampoco
qué hacer consigo mismo: uno y otro, el otro y el uno, vida y
tiempo, le pesan demasiado, como si se tratase de una condena. Y
bajo esa losa, que se torna lápida, gobierna la muerte, el reino
de soledades sin sol. La muerte todo lo iguala, y se erige en el
paradigma más tenebroso de la igualdad, adquiriendo la forma de
un desquite contra la individualidad y la propiedad: la muerte nos
priva materialmente de todo lo que somos y poseemos. La
sociedad, por tanto, se construye en un ingenio, un artefacto, con
el fin de burlar a la muerte. En sociedad, los hombres solos y
aburridos se buscan entre sí, buscan la compañía, esperando así,
todos juntos, a la muerte, oficiando su propio y anticipado
funeral, ofrendando su yo como acto de inmolación, acompañándose
en el sentimiento... «Cuando la muerte me pille, que no esté
solo»: esto parece decirse el alma desolada y a la espera.
La
vida humana tropieza aquí con la inmensa paradoja de su praxis,
con la concurrencia de dos destinos de distinto cariz, a saber: el
de la afirmación del yo, de la realización propia, la
autorrealización, el cuidado de sí mismo, el vivir solitario; y,
por otra parte, el contacto y la relación con los otros objetos
del mundo que comparten el atributo de la humanidad, esto es, los
sujetos, los otros humanos, los demás, la gente, el ámbito de la
civilidad en el que conforma la experiencia solidaria de la
comunicación, así como el intercambio intelectual y emocional.
Ambas direcciones le vienen marcadas al hombre con un designio y
un sentido bien distintos. Confundirlos o mezclarlos supone un
grave error, de repercusiones probadas.
Si
la ética se concibe como el reino de la libertad, y a la política
le corresponde el dominio de las libertades, se puede fácilmente
caracterizar el paso de un ámbito al otro como una metamorfosis
desde la singularidad (el individuo) a la pluralidad y la
colectividad (la sociedad). La concurrencia de ambas
significaciones de la libertad, y, en general, la confluencia de
una libertad personal con otra libertad personal, siempre resulta
conflictiva, porque concurrir o confluir no equivale a coincidir.
Cada sujeto –cada autoconciencia, por decirlo con Hegel–
enfrenta su libertad y su realidad con la de los otros, quienes
pretenden a su vez imponer las suyas, haciéndolas valer ante
quien está enfrente. Por esta razón diríase que concurrir y
confluir significan enfrentarse, más que coincidir.
El interés de cada uno supone vivir la propia vida y conservar la
propia libertad, y estos intereses no se solapan entre sí sino
que se contrastan, sopesan y miden, como ocurre con las miradas de
sus propietarios. El Otro intimida con su sola presencia, es
decir, afrenta la intimidad de uno, quien queda con la libertad
expuesta.
2.
Contrato social y letra pequeña
Encontrar
al Otro comporta sobrevivir al encuentro, a través de dos
caminos: el sometimiento y la dominación por la fuerza o la
avenencia por medio del contrato, el acuerdo y el convenio. En el
primer caso, la libertad queda malparada, y el yo, anulado. La ética
pierde aquí la partida y se ve desplazada. El continente de la ética,
el ámbito de la libertad, quedan atrás y se penetra en otros
territorios que resultan ajenos porque en ellos el individuo no
tiene plena soberanía y competencia. Cuando la persona primera,
el individuo primordial, cede los dominios a la segunda y a la
tercera persona del singular, nos hallamos ante horizontes como el
amor, la religión o lo místico. A diferencia de la amistad, en
la que la relación con el otro –el amigo– no conlleva el
sacrificio del yo, la experiencia amorosa y la religiosa llevan
implícitas el acto de someterse a la voluntad del Otro, sea éste
persona, Dios, Naturaleza, Tao o Nirvana.
Ciertamente,
estamos abrazando unos temas que exigen muchas concreciones y
distinciones, pero para el fin que aquí nos proponemos –las
circunstancias del encuentro del individuo con la comunidad–
basta con una breve aproximación. Porque un hecho es claro: en el
amor y en la religión, el yo se funde con una fuerza mayor que
se venera, sea el objeto amado o lo sagrado. En el campo del amor
ya no puede hablarse, como en la ética, de cuidado de sí mismo,
sino del cuidado del ser amado; ni de nuestra felicidad, sino la
del Otro (lo cual suele contrae generalmente la desdicha propia:
el mal de amores, tanto si se es correspondido como si no). En la
experiencia religiosa, por su parte, no afirmamos nuestra potencia
de ser, como en la ética, sino que nos inclinamos ante un ser o
potencia que nos sobrepasa, al que se le muestra reverencia y
sumisión. En ambos casos, amor y religión, perdemos la libertad
y el contento, aceptando a cambio la obediencia y el sufrimiento
como formas de la exaltación del ánimo y del goce espiritual.
En
el segundo caso, es decir, en el momento del encuentro con el Otro
a través de un contrato y convenio –de la entrada en la política,
en fin–, la libertad sólo queda preservada merced a la acción
de pluralizarla y maximizarla, convirtiéndola así en un espacio
de libertades y de poder. Ahora es la primera persona del plural
quien toma el relevo y la voz de mando. Para la ética, los
individuos significan el objeto de atención, pero uno por uno,
porque se aprecian como únicos –y no parece conveniente
que dejen de serlo nunca del todo ni pasen a ser de todos y para
todos–. Para la política, en cambio, los individuos son únicamente
sujetos, seres atados a un destino común: ser gente y estar entre
la gente. Comoquiera que se formule esta vieja cuestión, con las
nuevas versiones teóricas que se quiera, el único modo cabal de
adentrarse en su entraña es no confundiendo esta bipolaridad intrínseca
que hace de la ética y la política una realidad con dos caras de
naturaleza desigual.
La
libertad, la moral, la autonomía y la individualidad están
expuestas al cruce y a la disolución en razón del despliegue de
las responsabilidades sociales en el marco de las libertades políticas.
¿Cuántas veces no se ha visto acorralada o golpeada aquélla
bajo la acción de éstas, o en su nombre? La individualidad y la
comunidad representan dos proyectos de vida que se miran cara a
cara e inevitablemente se retan y miden sus fuerzas, hasta que una
de ellas muestra señales de fatiga y finalmente se entrega. La
comunidad lleva ventaja sobre el individuo y no le quita ojo.
Mientras éste sólo tiene dos, aquélla tiene muchos más; o
bien, con sólo uno, abarca un gran espacio: el ojo público. El
individuo, por el contrario, no pasa de ser solamente sujeto
–uno a secas, sin más– y primordialmente busca ser y
conservarse. La comunidad es, por decirlo netamente, lo que queda
o resulta de la liquidación de los artículos personales, de las
primeras personas. También constituye un ser por ampliación, una
suma de miembros que concurren en un espacio donde más que vivir,
se convive. El vivir es, lo sabemos, todo lo que nos pasa; el
convivir es, lo sospechamos, algo que nos sucede. Este suceso
que nos acaece no supone conquista sino entrega, subordinación a
una voluntad intervenida, común y, ay, general.
La
distinción radical entre la vida moral y la acción política
debe entenderse en sus justos términos, pues, en este caso,
distinción no significa separación ni imposibilidad de
entendimiento, tampoco disociación intemporal. Ocurre que, en la
práctica, los caminos de una y otra llegan a encontrarse; diríase
que se trata de algo que nos tiene que acontecer. El desarrollo de
la individualidad y la mejora de la vida humana –lo que se
conoce, en términos morales, como excelencia o perfección
moral– no germinan ni afloran en un terreno de aislamiento
absoluto. Tampoco hay, ni puede haber, comunidad sin individuos.
¿Cómo resolver la cuestión?
Sin
duda, en el principio fue la sociedad. La biografía del hombre se
registra, después de todo, en la memoria de la ciudad, que la
guarda y transmite a los demás. El género y la especie anteceden
en cuanto a causa al individuo. Mas, ¡calma! ¡Tranquilícense
las sensibilidades comunitarias y los animales humanos gregarios!
¡Conténganse aquellos que anteponen la pasión de ser sujetos
integrantes a la voluntad de ser personas íntegras! ¡Ténganse
los que priman la cooperación dentro de un conjunto a la
parcialidad de la opera prima que se encuentra tras la obra
de un autor! Ciertamente, aceptamos la fuerza de los hechos: la
comunidad preexiste al individuo... y lo supera en número.
Innegable: «No hay duda de que el ser humano individual es criado
por otros que estuvieron antes que él; no hay duda de que él,
como parte de un grupo humano, de un todo social –sea éste como
sea–, se hace adulto y vive. Pero esto no quiere decir que el
ser humano individual sea menos importante que la sociedad, ni
tampoco que el individuo sea un 'medio', y la sociedad un 'fin'.»
(La sociedad de los individuos). El veredicto de Norbert
Elias se nos antoja ponderado. Mas, con todo y con esto, no hemos
escuchado todavía aquí la última palabra sobre nuestro asunto.
3.
Consideraciones sobre la antepolítica
El
ser humano comienza a serlo verdaderamente en sociedad, donde se
reconoce como tal, con y ante sus semejantes; junto a ellos crece
y se perfecciona en mutua interacción con el entorno, que en el
mundo humano más que paisaje es paisanaje. El hombre es, qué
duda cabe, un ser social. El individuo no se comprende tampoco
sino como un producto social, cuya noción teórica emerge históricamente
en época tardía, mucho después de que la humanidad tuviera
noticias del ciudadano. Desde la perspectiva histórica, pues,
el ciudadano antecede al individuo. Pero, desde la perspectiva ética,
el ser individuo lo percibimos y comprendemos como una entidad
primordial a la de ser ciudadano, y no porque le preceda sino
porque le prevalece.
El
individuo no se agota en la categoría histórico-política de
ciudadano, al menos desde un punto de vista moral, porque antes
de evaluar la acción del hombre como «individuo en relación»,
debemos considerarlo como «individuo en apropiación», o lo que
es lo mismo: un individuo consciente de sí, que se sabe tendente
a la sociedad, pero que, al apropiarse de su ser, sabe estar en su
lugar, sin desdibujarse en el conjunto de la relación. Si podemos
decirlo así, el conocimiento histórico del hombre ofrece
un ser social, un ciudadano, un zoon politikon en
comunidad, mas, el reconocimiento ético del hombre lo hace
ver como individuo autónomo, sujeto propio y personal. De manera
que si Norbert Elias no andaba errado en la anterior declaración,
tampoco se queda atrás Ortega y Gasset: «No se vive en compañía.
Cada cual tiene que vivir por sí su vida, apurarla con sus únicos
labios, como una copa llena de lo dulce y lo agrio. A uno le pasa
hallarse acompañado; pero el pasarle a uno no admite
copartícipes.» (Socialización del hombre). A esa esfera
práctica primordial, antepuesta a la inmersión social, la
denomino antepolítica.
Quiere
esto decir que el vivir común, la sociedad, el convivir, no es
algo que nos pasa, sino más bien que algo que en rigor nos
sobrepasa, nos supera en fuerza y presión, en número. Somos
seres sociales, se asevera desde la filosofía política y la
sociología; acaso demasiado sociales, puntualizaría la ética.
He aquí fijada la esencial cuestión que nos ocupa; pero, ¿cuáles
son las raíces del problema? En rigor, que no hay un problema
sino dos: el de la ética y el de la política.
El
problema del encuentro de una esfera de acción con la otra queda
condensada en un solo punto, pero crucial, a saber: es atributo de
la vivencia personal y condición de moralidad que el individuo
pueda elegir el grado de imbricación e interacción que está
dispuesto a asumir en la vida en común. Cuando el continente
personal de la ética pierde propiedad y se transforma en zona de
tránsito, en parque público, en domicilio social de libre
acceso, en «comunidad»; cuando, en fin, la máxima de comunicación
intersubjetiva prevalece sobre cualquier reflexión interior,
entonces la ética gana en sociabilidad, pero al precio de
perderse en socialización. El problema de la política –el
problema político de la ética, diríamos con mayor
rigor–reside en la fuerza que está dispuesta a ejercer para
asegurar la integridad del conjunto social. Es decir, por ejemplo,
si en el concierto del marco comunitario, en la masa coral que
denominamos opinión pública, se reconoce el derecho a la
voz propia, al criterio personal, aun siendo éste discordante, único,
raro o insólito.
Para
una perspectiva sociologista del corte de Emile Durkheim, por
ejemplo, el margen de maniobra del hombre para definir su esfera
personal de actuación es mínimo, pues son factores
primordialmente sociales y fuerzas anónimas e impersonales los
que imponen el desarrollo y el tránsito humano de un contexto
histórico a otro. Para la sociología histórica de Norbert
Elias, asimismo, los hechos sociales no constituyen sino que «configuraciones»,
unidades de agregados de individuos y colectivos interaccionados
entre sí, «composiciones» cuyas interdependencias les impiden
una actuación libre. ¿Son necesarias ahora más lecciones de
sociología? Creo que no. Es suficiente. Lo relevante no es
insistir hasta el hartazgo que la vida humana se halla ligada a la
sociedad, cosa que ya sabemos. Lo realmente trascendente es
reparar en los impuestos y tasas que la sociedad exige al
individuo para que ambas puedan concurrir y en el límite de crédito
que éste está dispuesto a concederle a aquélla.
Tenemos
que vérnoslas, en definitiva, con un problema de fuerza y de
resistencia. O, por mejor decirlo, del nivel de fuerza que le es lícito
a la sociedad aplicar a los individuos para la persecución de sus
fines y del margen de resistencia, es decir, de libertad y autonomía
que se le reconoce al sujeto para asegurar los suyos. Sobre el carácter
de ese problema, su definición y sus propuestas de actuación, se
ha dividido la filosofía moral y política desde hace siglos;
desde los orígenes de la filosofía, si hacemos caso a Bertrand
Russell: «En el transcurso de este largo desarrollo, desde el
siglo VI a. de C. hasta el mundo actual, los filósofos se dividen
entre quienes quieren estrechar los lazos sociales y los que
quieren aflojarlos.» (Historia de la filosofía occidental).
Publicado
en El gatoblepas Revista crítica del presente, número
33, noviembre de 2004.
©
2004 www.nodulo.org
Gentileza de: http://www.nodulo.org/ec/2004/n033p07.htm
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