Para los griegos, la palabra tragedia no aludía exclusivamente
a lo terrible, sino básicamente a lo inexorable: lo decidido por los
dioses o el destino no podía burlarse. En las sociedades post-divinas no
hay tragedias, ni naturales ni artificiales. En todo caso podemos hablar
de catástrofes que -eufemísticamente, como en el caso de República
Cromagnon, el boliche en el que murieron cerca de 200 jóvenes- se
denominan "no naturales".
Eufemísticamente porque esta no-tragedia fue causada por los
sucesivos desaguisados de los seres humanos, quienes son/somos los que
empujan/mos a las muertes anunciadas.
En las sociedades post-divinas (pero que después de sucesos tan
brutales como estos sueñan desesperadamente con nuevos dioses) nada está
escrito, todo es creado socialmente. Y lo que pasa es enteramente
responsabilidad nuestra de los seres humanos que vivimos en estas ciudades
sin dioses.
Más allá de la arenga fácil, del dedo levantado, de la
culpabilización del otro y de escabullir el bulto, en casos terribles
como estos lo primero es solidarizarnos con el dolor de las víctimas, que
es impresionante, enorme y sin comparación posible.
Mientras y simultáneamente, especialmente si no somos afectados
directos en el dolor, lo que corresponde es meditar, razonar, indagar y
tratar de comprender. Sin las anteojeras acostumbradas, sin la busca de rédito
de ningún tipo y tratando de entender la complejidad en toda su magnitud.
Como bien dijo Mario Wainfeld hoy en "Que
cambien todos", en Página/12 , tres factores confluyeron en la
causalidad de la catástrofe: la desaprensión empresaria, la imprudencia
de quienes arrojaron bengalas y la falta de capacidad de control del
gobierno local. La proporcionalidad de las respectivas culpas debe
investigarse y sancionarse.
Nada inclina -siguió diciendo Mario- a creer que tuvieron idéntica
gravedad. Pero nada habrá cambiado si todos se obstinan en ver sólo la
paja en el ojo ajeno. Nada habrá cambiado lo imprescindible mientras la
sociedad, los empresarios y la corporación política no asuman que hubo
tres causas confluyentes, sin cuya convergencia el desastre no hubiera
sucedido. Si no asumen que muchas cosas deben cambiar. En la política, en
el mercado, en la sociedad civil.
Porque lo de República Cromagnon, mucho más que el atentado
contra la AMIA, mucho más que la masacre de Carmen de Patagones, es una
metáfora de la Argentina, un analizador social de primera magnitud, un
revelador de tensiones y desencuentros profundos, que emergen como catástrofe.
Lo de República Cromagnon era evitable. Y, en algún sentido, era
predecible. Pasó acá porque alguna vez tenía que pasar acá, porque la
Argentina actual es así.
Como los argentinos somos mandados a hacer cuando de
recomendaciones post-facto se trata, ya han aparecido los especialistas de
todo tipo capaces de encontrar la paja en el ojo ajeno, e incapaces de
descubrir la viga en los suyos propios. Cualquier acción que se
recomiende o se quiera convertir en ley apresuradamente, con seguridad
aparecerá como minimalista o insuficiente.
Porque de nuevo, como dice con diafanidad Mario Wainfeld, la
política (la gestión cotidiana que todos desplegamos en todos lados)
debería ocuparse de algo diferente de gerenciar el saldo del desastre.
Porque como decía no hace mucho Miguel Grinberg uno de los mejores
historiadores del rock argentino "los argentinos marchamos detrás de
los acontecimientos".
Alguna vez tiene que haber una compuerta evolutiva en la
Argentina. Un antes y después. Porque en esta ocasión más que en
ninguna otra el canibalismo se ha enseñoreado con los jóvenes.
En el foro de los Callejeros, desde donde se convoca a la marcha
del próximo jueves, el volante consensuado incluye el expreso pedido de
ir solamente con velas y de marchar en paz, "sin banderas de ningún
partido político".
Como bien dijo también Sandra Russo en La
miga del pan de la muerte, un gran sector de chicos está expresando
con sus actos una conciencia política profunda, un saber de esos que no
se sabe exactamente cómo se transmiten. Atrincherados para no ser usados,
repeliendo abrazos de oso y en estado de alerta colectivo, se desmarcan.
No quieren que nadie aproveche estas muertes para llevar agua a su molino.
Si de la opinión pasamos al recuento nos encontramos con un
panorama desolador. Porque en este caso falló la previsión del Estado,
la responsabilidad de los organizadores y el sentido común de quienes
arrojaron bengalas en un lugar cerrado. Pero no sólo eso: la confabulación
de errores, aquella noche trágica en la discoteca de Once, incluye la
violación de al menos nueve disposiciones legales. Todas juntas, en el
mismo lugar y al mismo tiempo, como enumeró José Ignacio Lladós
en "En una noche se
violaron nueve normas".
Los argentinos somos los reyes del "lo atamos con
alambre". En general funciona, y bien, y nos creemos Gardel. A veces
funciona mal, pero muy mal, y allí decimos "Soy argentino". Esta
es una de esas veces y debería llevar a una autocrítica profunda de
todos y de todas. Porque vivimos todo el tiempo demasiado al borde la
cornisa y porque de una buena vez queremos instalar un marco de seguridad,
tranquilidad y previsibilidad en un mundo de por sí muy incierto y
confuso, que no necesita que nosotros agreguemos más confusión, y encima
con estas consecuencias.
De imprescindible lectura
Nunca
mas de Eduardo Fabregat en El Suplemento No de Páginas/12
del jueves 6 de enero del 2005.
Gentileza
de: http://weblog.educ.ar/sociedad-informacion/archives/003311.php
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