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       ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


 

 

 

Inmenso dolor

por Alejandro Piscitelli

   


SANTIAGO KOVADLOFF

 

Para los griegos, la palabra tragedia no aludía exclusivamente a lo terrible, sino básicamente a lo inexorable: lo decidido por los dioses o el destino no podía burlarse. En las sociedades post-divinas no hay tragedias, ni naturales ni artificiales. En todo caso podemos hablar de catástrofes que -eufemísticamente, como en el caso de República Cromagnon, el boliche en el que murieron cerca de 200 jóvenes- se denominan "no naturales".

Eufemísticamente porque esta no-tragedia fue causada por los sucesivos desaguisados de los seres humanos, quienes son/somos los que empujan/mos a las muertes anunciadas.

En las sociedades post-divinas (pero que después de sucesos tan brutales como estos sueñan desesperadamente con nuevos dioses) nada está escrito, todo es creado socialmente. Y lo que pasa es enteramente responsabilidad nuestra de los seres humanos que vivimos en estas ciudades sin dioses.

Más allá de la arenga fácil, del dedo levantado, de la culpabilización del otro y de escabullir el bulto, en casos terribles como estos lo primero es solidarizarnos con el dolor de las víctimas, que es impresionante, enorme y sin comparación posible.

Mientras y simultáneamente, especialmente si no somos afectados directos en el dolor, lo que corresponde es meditar, razonar, indagar y tratar de comprender. Sin las anteojeras acostumbradas, sin la busca de rédito de ningún tipo y tratando de entender la complejidad en toda su magnitud.

Como bien dijo Mario Wainfeld hoy en "Que cambien todos", en Página/12 , tres factores confluyeron en la causalidad de la catástrofe: la desaprensión empresaria, la imprudencia de quienes arrojaron bengalas y la falta de capacidad de control del gobierno local. La proporcionalidad de las respectivas culpas debe investigarse y sancionarse.

Nada inclina -siguió diciendo Mario- a creer que tuvieron idéntica gravedad. Pero nada habrá cambiado si todos se obstinan en ver sólo la paja en el ojo ajeno. Nada habrá cambiado lo imprescindible mientras la sociedad, los empresarios y la corporación política no asuman que hubo tres causas confluyentes, sin cuya convergencia el desastre no hubiera sucedido. Si no asumen que muchas cosas deben cambiar. En la política, en el mercado, en la sociedad civil.

Porque lo de República Cromagnon, mucho más que el atentado contra la AMIA, mucho más que la masacre de Carmen de Patagones, es una metáfora de la Argentina, un analizador social de primera magnitud, un revelador de tensiones y desencuentros profundos, que emergen como catástrofe. Lo de República Cromagnon era evitable. Y, en algún sentido, era predecible. Pasó acá porque alguna vez tenía que pasar acá, porque la Argentina actual es así.

Como los argentinos somos mandados a hacer cuando de recomendaciones post-facto se trata, ya han aparecido los especialistas de todo tipo capaces de encontrar la paja en el ojo ajeno, e incapaces de descubrir la viga en los suyos propios. Cualquier acción que se recomiende o se quiera convertir en ley apresuradamente, con seguridad aparecerá como minimalista o insuficiente.

Porque de nuevo, como dice con diafanidad Mario Wainfeld, la política (la gestión cotidiana que todos desplegamos en todos lados) debería ocuparse de algo diferente de gerenciar el saldo del desastre. Porque como decía no hace mucho Miguel Grinberg uno de los mejores historiadores del rock argentino "los argentinos marchamos detrás de los acontecimientos".

Alguna vez tiene que haber una compuerta evolutiva en la Argentina. Un antes y después. Porque en esta ocasión más que en ninguna otra el canibalismo se ha enseñoreado con los jóvenes.

En el foro de los Callejeros, desde donde se convoca a la marcha del próximo jueves, el volante consensuado incluye el expreso pedido de ir solamente con velas y de marchar en paz, "sin banderas de ningún partido político".

Como bien dijo también Sandra Russo en La miga del pan de la muerte, un gran sector de chicos está expresando con sus actos una conciencia política profunda, un saber de esos que no se sabe exactamente cómo se transmiten. Atrincherados para no ser usados, repeliendo abrazos de oso y en estado de alerta colectivo, se desmarcan. No quieren que nadie aproveche estas muertes para llevar agua a su molino.

Si de la opinión pasamos al recuento nos encontramos con un panorama desolador. Porque en este caso falló la previsión del Estado, la responsabilidad de los organizadores y el sentido común de quienes arrojaron bengalas en un lugar cerrado. Pero no sólo eso: la confabulación de errores, aquella noche trágica en la discoteca de Once, incluye la violación de al menos nueve disposiciones legales. Todas juntas, en el mismo lugar y al mismo tiempo, como enumeró José Ignacio Lladós en "En una noche se violaron nueve normas".

Los argentinos somos los reyes del "lo atamos con alambre". En general funciona, y bien, y nos creemos Gardel. A veces funciona mal, pero muy mal, y allí decimos "Soy argentino". Esta es una de esas veces y debería llevar a una autocrítica profunda de todos y de todas. Porque vivimos todo el tiempo demasiado al borde la cornisa y porque de una buena vez queremos instalar un marco de seguridad, tranquilidad y previsibilidad en un mundo de por sí muy incierto y confuso, que no necesita que nosotros agreguemos más confusión, y encima con estas consecuencias.

De imprescindible lectura

Nunca mas de Eduardo Fabregat en El Suplemento No de Páginas/12 del jueves 6 de enero del 2005.

Gentileza de: http://weblog.educ.ar/sociedad-informacion/archives/003311.php

 

 

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