En la década de los 70 del siglo pasado se propagó la
idea del advenimiento de la sociedad del ocio. Las máquinas harían todo
el trabajo y nosotros tendríamos que aguzar el ingenio para llenar todo
ese tiempo libre del que dispondríamos. Pero la profecía, realizada por
sesudos economistas, no fue más que un espejismo y hoy la actividad
laboral sigue ocupando un lugar central en nuestras vidas, mientras que la
pereza se percibe como un vicio que socava los cimientos mismos del
sistema.
La Biblia sostiene en el Génesis que el trabajo es un castigo. Podría
parecer excesivo que, por comer una manzana, la humanidad haya tenido
desde entonces que ganarse el pan con el sudor de la frente. Pero en
las culturas que, como la nuestra, rinden culto al trabajo, la pereza se
sitúa más cerca del polo negativo que del de la virtud. Paradójicamente,
nunca como hasta ahora la pereza ha recibido tantos elogios ni ha tenido
tantos defensores. Da la sensación que vivimos en una sociedad de
trabajadores estresados que sueñan con la jubilación anticipada.
"La pereza es una característica universal del reino
animal", sostiene la zoóloga canadiense Joan Herbers, que ha
estudiado la distribución del tiempo en el mundo animal. "Se trata
simplemente de un estado de reposo transitorio que sigue y precede a los
momentos dedicados a la satisfacción de las necesidades instintivas básicas.
Por lo que, lejos de ser un defecto, resulta perfectamente natural. Lo que
pasa es que la pereza humana puede ser entendida de muy diferentes formas
y tiene mil y un matices".
En una lista de las principales necesidades humanas elaborada por el psicólogo
Albert T. Poffenberger, el descanso, la comodidad y demás actitudes
perezosas ocupan el cuarto lugar, sólo por detrás de las necesidades básicas
de beber, comer y mantener relaciones sexuales. Pero la inclinación a la
pereza se sitúa por delante de la evitación del peligro, la afirmación
de uno mismo o la maternidad-paternidad.
Los animales con mayor inteligencia, y sobre todo los jóvenes, a veces
parecen contradecir la máxima de no desperdiciar energía. Son muy
activos y no paran casi nunca quietos. Pero es que esta actividad tiene la
utilidad de conseguir mejores habilidades o conocer mejor el entorno. En
el caso de los seres humanos, tenemos una cerebro muy grande que consume
mucha energía (el 20% del total que necesita el cuerpo), tanto si se usa
como si no. Por lo que no utilizarlo supone un desperdicio de energía.
Para evitarlo, disponemos de dos mecanismos: el aburrimiento, que produce
desagrado al dejar inactivo el cerebro; y la curiosidad, que mueve al
individuo a buscar siempre algún tipo de actividad interesante.
A las personas que evitan realizar cualquier actividad se les pone la
etiqueta de vagos. Pero las causas para tener esta tendencia pueden ser
muy variadas y van desde la mala alimentación hasta el clima, ya que no
es posible el mismo nivel de actividad a 40 º que a 15 º . Ha ocurrido
en muchas ocasiones que personas con enfermedades poco conocidas han sido
o son consideradas vagas. Un ejemplo lacerante que lo ilustra son los
miles de supervivientes de las bombas atómicas de Hirosima y Nagasaki,
que fueron tratados como tales porque aún se desconocían los efectos
secundarios causados por la radiación.
La idea más generalizada sobre el tema es que, en la mayoría de los
casos, los vagos lo son porque les da la gana y que ahí radicaría el
pecado. No siempre fue así. Como consigna Fernando Savater en su ensayo
sobre los pecados capitales, en la antigüedad lo que se oponía a la
pereza era la actividad, no el trabajo. "Para un griego, el trabajo
era cosa de esclavos. Pero nunca hubiese dicho que era mejor la
inactividad. Aristóteles se hubiera horrorizado de saber que tendría que
trabajar, pero también se hubiese escandalizado de saber que la pereza le
impediría ponerse a pensar".
En la edad media, la gente consideraba que lo contrario a la pereza era
levantarse temprano para ir a cazar, perseguir a las mozas y luchar contra
el infiel. Esas eran las actividades que había que desarrollar, no
ponerse a acarrear piedras para construir una vivienda o recoger la
cosecha. Los caballeros despreciaban el trabajo, pero tampoco predicaban
estar tumbados todo el día. Los esfuerzos que tuvo que hacer el pintor
Velázquez para demostrar que nunca en su vida había trabajado con las
manos, algo que cerraba totalmente el acceso a la nobleza, ilustra esta
escala de valores.
Así, las elites de las sociedades aspiraron intensamente a una vida de
ocio. Para ellos, el trabajo remunerado era vergonzoso, y la pereza, una
virtud. Los romanos distinguían claramente el ocio del negocio (no ocio),
que se tenía por una conducta ávida e interesada, impropia de patricios.
De esta forma, el ocioso puede dedicarse, como hacían los clásicos, a
aquello que le gusta y a no hacer nada por otro interés que no sea el de
su propio deseo. La pereza pues, no es ni ocio ni negocio.
Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx, publicó El derecho a la pereza,en
contraposición al "derecho al trabajo" enunciado por su suegro.
En la obra afirma que el trabajo es una maldición que no hace falta para
la realización del hombre, como muchos opinan, y que su exaltación, como
mística del capitalismo que volvió del revés la antigua y ociosa
jerarquía de valores, comenzó a finales del siglo XVII y vino a
coincidir con el surgimiento del maquinismo moderno. Unos avances técnicos
que permitirían a los hombres vivir como reyes sin necesidad de tener
esclavos.
En la actualidad, la pereza podía confundirse con la desmotivación
que empapa a los jóvenes de los países ricos, que han tenido una vida
regalada y para los que cualquier esfuerzo resulta intolerable. ¿Para qué
esforzarse si ya lo tengo todo?
No obstante, dicen que la pereza es la madre del progreso: si el hombre no
hubiese sentido pereza de caminar no habría inventado la rueda. Pero a la
hora de definir el lado oscuro de esta pasión a veces ingobernable,
Benjamín Flanklin deja de lado el humor y nos enfrenta con la dura
realidad: "La pereza viaja tan despacio que la pobreza no tarda en
alcanzarla".
Por eso el mundo está lleno de perezosos que se ven impelidos a
trabajar obligados por esa extraña costumbre que tenemos los humanos de
comer tres veces al día. Aunque, si bien es cierto que los resultados
profesionales y académicos de los vagos tienden a ser peores que los de
las personas más activas, también lo es que lo que se ha definido
claramente como patología es justo lo contrario: la adicción al trabajo.
No trabajes, pero ¡disimula!
Difícilmente se muere uno por perezoso. Pero los workalcoholics (adictos
al trabajo) caen como moscas. De ahí que se vendan como si los regalasen
libros como el de Corinne Maier, Buenos días, pereza,en el que
esta asalariada de una gran empresa realiza apología del escaqueo:
"Simula que trabajas, pero no lo hagas: la pereza te humaniza. Aunque
vigila, declararte perezoso te perjudicaría laboralmente, así que lo más
sensato es serlo... ¡pero disimulando!".
La autora teatral Wendy Wassertein acaba de publicar Pereza y, como
su título indica, aborda el mismo tema y desde una óptica similar.
Aunque aquí los consejos no se reducen al mundo laboral y articula una
divertida y cínica parodia de los libros de autoayuda. "¿Eres una
de esas supermadres que trabaja todo el día, prepara una deliciosa cena
baja en hidratos de carbono para su familia, hace los deberes con sus
hijos adolescentes, le hace a su marido un francés y después se
queda a fregar los platos?", se pregunta Wassertein antes de ofrecer
su receta para solucionarlo: "Relájate. Olvida todos los debería
de tu vida. Tienes derecho a ser perezosa. Puedes elegir no
moverte".
Aunque seguramente ella no ganó el premio Pulitzer por The Heidi
Chronicles siguiendo estos consejos.
Gentileza
de:lavanguardia.es
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