La
teoría del sexismo
benevolente (Glick y Fiske, 1996, 1999) tomando como criterio
de partida que los estereotipos cumplen siempre una función prescriptiva,
desarrolla esta
idea y la aplica al estudio de las relaciones de poder características entre
mujeres y varones. El punto de partida es el reconocimiento
generalizado de que
en cualquier organización social, los varones detentan el poder
estructural y, por
tanto, las relaciones de género están marcadas por la jerarquía
superior-inferior. Sin embargo, en el momento actual, muchas mujeres
desempeñan roles sociales
muy diversos: madres, esposas, pero también ejecutivas, compañeras, colegas
de trabajo, etc. Esta variabilidad de roles se representa a lo largo de un
continuo, cuyos
extremos están marcados por las mujeres que sólo asumen roles tradicionales
(amas de casa) y las que asumen otros roles, además de los tradicionales,
o en lugar de ellos. En cierto sentido, este segundo grupo puede aparecer
como ‘competidor’ por un mismo puesto tanto en la escuela como en el mercado
del trabajo, o en cualquier faceta de la vida pública.
Algunos
hombres generan un sexismo
hostil frente a las mujeres, en la medida en que las perciben
como competidoras potenciales y frente a las que reivindican una posición
jerarquizada en estatus y poder. Pero, en la mayor parte de los casos, los
varones desarrollan actitudes ambivalentes hacia las mujeres, ya que,
junto a la visión
abstracta de ellas como posibles competidoras, asumen un papel clave en aspectos
importantes de su vida relacional: les proporcionan afecto, les
posibilitan establecer
relaciones sexuales, tener una vida en común o gozar de la paternidad.
De
manera que las mujeres adquieren para ellos un papel diádico, lo que
favorece, a menudo, una actitud sexista pero más compleja y ambigua que
la del sexismo hostil. Esta nueva modalidad -acuñada sexismo
benevolente- se caracteriza por generar actitudes positivas
hacia las mujeres o hacia determinados aspectos que ellas les pueden
aportar y que consideran necesarios /complementarios para sus vidas.
De
tal manera que el sexismo hostil
estaría potencialmente caracterizado por una actitud dominante y
desafiante frente a las mujeres y una percepción de ellas como un grupo
hostil y potenciales competidoras. Todo ello favorece una actitud de claro
enfrentamiento -machismo agresivo e hiriente-. El sexismo
benevolente, por el contrario se caracterizaría por una actitud
protectora frente a la supuesta debilidad de las mujeres, a las que se
percibe como un grupo que aporta ‘otras cosas complementarias’ y a las
que se necesita para satisfacer necesidades básicas de intercambio sexual
y afectivo. Lo que condiciona una actitud benevolente, paternalista,
aparentemente positiva (las mujeres son estupendas, valen más que los
hombres) pero nunca un grupo de iguales.
Pero,
tanto en un caso como en otro, el mantenimiento de los roles
estereotipados y de las actitudes beligerantes o paternalistas hacia las
mujeres se convierten
en factores prescriptivos, algo que se espera que ellas hagan y que debe
cumplirse para mantener el statu quo de la relación de subordinación
entre los géneros. La conclusión, por tanto, es que en la medida en
que se mantengan las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres,
es probable que persista el carácter prescriptivo de los estereotipos de
genero, sobre todo en relación con los rasgos estereotipadamente
femeninos. El conocimiento de los efectos específicos generados por
los dos tipos de sexismo, hostil y benevolente, puede servir para iluminar
lo que ocurre con otros grupos multiculturales (actitudes hacia los
negros, hispanos, asiáticos, árabes, etc.) y para conseguir modificar
las actitudes sexistas, aunque
sean benevolentes, en pos de otras más igualitarias.
|
REFLEXIÓN
FINAL
(...)
El ‘enfoque de género’ ha resultado ser una de las explicaciones más
valiosas respecto
de las relaciones humanas y ha servido, además, como una guía útil y capaz
de predecir el comportamiento. Sin embargo, no cabe hablar en la
actualidad de una
perspectiva de género única, como tampoco tiene sentido plantear una visión
feminista uniformizada que explique la interacción humana de una forma más
completa o que sea mejor para cualquier contexto (Kimball, 1995). Esta
visión se
apoya en el criterio de diversidad y no en un relativismo ecléctico,
según el cual todo es relativo y nada es del todo verdad o mentira. Las
mujeres son muy diversas y están sometidas a una diversidad enorme de
opresiones y vivencias personales. Así por ejemplo, una mujer puede estar
discriminada en el trabajo y en casa, y, a su vez, actuar como opresora
respecto de otras mujeres que trabajen para ella. La diversidad en el
enfoque de género se apunta como un modo adecuado para reflejar la
variabilidad existente entre los individuos, entre las experiencias que
comparten las mujeres y los varones, o entre las situaciones que viven las
mujeres. El desarrollo de todas estas diversidades está marcado por el
contexto social (clase social y nivel económico), por variables demográficas
(edad, lugar de nacimiento) y por multitud de factores contextuales próximos
(actuar en público o
en situación privada, estar solo o en grupo). Vivimos en un universo muy complejo
y, por tanto, incluso las explicaciones más completas siempre resultan
parciales, y mucho más cualquier pretensión para conseguir transformar
las relaciones
humanas.
La
investigación psicológica tiene todavía un largo camino por recorrer en
su pretensión por comprender cómo y por qué los seres
humanos nos convertimos en mujeres y varones y qué representa esta
construcción psico-social para nuestras vidas.
Además de describir, explicar y predecir la probabilidad de que se
produzca la
actividad humana, uno de los objetivos prioritarios de la Psicología es
poder intervenir
sobre los fenómenos y modificar los comportamientos. Desde mi
particular concepción, las posibles intervenciones psicológicas sobre el
sistema sexo / género
no deben tener por objeto unificar comportamientos ni eliminar la
variabilidad interindividual. El principio de diversidad y las múltiples
diversidades existentes (edad, género, etnia, cultura) se sostienen en
tanto componentes enriquecedores de la psique teniendo como meta final la
contribución a un ajuste personal
más satisfactorio y a un enriquecimiento en las relaciones
interpersonales.
El
valor de la diversidad se apoya tanto en argumentos explicativos (i.e., el
universo psíquico es complejo e interactivo) como de utilidad social,
teniendo como
meta la consecución de relaciones humanas ricas y diversas.
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