Cada movimiento o grupo literario
comparte caracteres con los icebergs: además de lo que flota y
brilla al sol, está lo que bajo la superficie sustenta y sostiene,
oculto. Puede no ser ni mayor ni mejor que lo ofrecido a la vista del público,
pero ahí está. En el caso de los poetas llamados "Novísimos"
a partir de la famosa antología de José María Castellet, que después
alcanzaron justa nombradía en diversos géneros, buena parte de ese
secreto submarino y necesario fue Francisco Ferrer Lerín (1942), una
figura con vocación de presencia pero más bien esquiva a las candilejas,
que también publicó tres libros de poemas tempranos y premonitorios (el
último de ellos, Cónsul, fechado en 1987), apreciados por una
exigente minoría. De Ferrer Lerín siempre se dijo que era experto en
artes infrecuentes y dudosas, en destrezas non sanctas, así como
en las formas menos rutinarias de erudición. Ahora regresa a su campo de
la verdad, la literatura, con una novela tan reacia a la clasificación dócil
como él mismo.
¿Qué es Níquel? ¿Un relato
iniciático, una parodia inteligente de diversos géneros narrativos, un
apunte autobiográfico travestido a ratos por los espejos deformantes
patentados por Valle-Inclán? En cualquier caso, un relato mucho más fácil
-y grato- de leer que accesible a la categorización según lo usual. En
él seguimos al protagonista, un barcelonés nacido a comienzos de los años
cuarenta del pasado siglo, a través de los rituales sucesivos y a veces
superpuestos de la orfandad, el estudio, el juego, la ciencia zoológica,
el erotismo y otros servicios más secretos hasta mediados de los años
ochenta, cuando el franquismo con sus lamentables pompas pasa a
convertirse en mero recuerdo. Dos pasiones, una estrictamente rentable y
otra arriesgadamente altruista, van jalonando esta peripecia vital narrada
en primera persona, que siempre se mantiene entre un cinismo poco
ostentoso y una venial altivez, desesperada: la práctica profesional del
póker, en sus diversas modalidades, y la observación y protección de
las aves carroñeras. A estas dos aficiones no obviamente compatibles se
une luego, más bien por azar, la afiliación a unos servicios secretos
cuyos manejos terminarán involucrándole incluso con los asesinos de
Carrero Blanco, retratados de un modo algo burlesco pero quizá no por
ello menos realista.
El maestro Kipling ha dejado dicho que el secreto
del buen narrador es contar su historia como si no la entendiera del todo.
Ferrer Lerín va un poco más allá y la cuenta como si entenderla del
todo no fuera a fin de cuentas lo más importante, ni para él ni para el
lector. Su estilo, compacto y despojado de los abalorios recalentados que
suelen "adornar" la prosa de otros novelistas patrios, mantiene
siempre el enigma prometedor de la eficacia. Regala sorpresas: a veces, qué
se yo, alguien viaja a lo desconocido porque ha leído que allí hay
tierra comestible o escucha alzarse en un pantano el lamento distorsionado
de un niño perdido que bien pudiera ser la voz de un lagarto prehistórico
llamando a su presa. Nada es lo que parece, pero tampoco otra cosa. Y nada
es desde luego gratuita y totalmente falso, aunque Ferrer Lerín -como Gómez
de la Serna dijo que hacía Ortega- guste de "sonreír a las
verdades"...
Gentileza
de: ElPaís.es
(Publicado el 24 de septiembre de 2005)
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