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       ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


 


El amor y otros lugares comunes

cuento de Maik Ávila Sulbarán *

Tercera Mención del V Concurso de Cuento Breve de la Feria del Libro de Punilla

   





 

Vitico no era alguien con destreza para planchar su pantalón. Se le veía clarita su manía de quedarse pensando boberías ante el espejo.

Pobrecito Vitico.

Junto con llegar y decir Buenas, le notaste su aire de monólogo gagueado; y esa cara que se le desbordaba de ser un blanco fácil, esa noche, para reírte de él. Sobre todo por el escote tuyo, que parecía se lo habías alquilado a dos angelitos, para que vivieran en él. Y también por tus maneras felinas, de Bengala; y por tus ojos de Hollywood (quién hubiera dicho que eran de contacto).

Vitico (pobrecito), cuando te presentaron formalmente, “Mucho gusto, Carmina”, cayó redondo en las redes pesqueras de tu escote. Se le puso la cara como quien mira una aparición santa y bendita. Y tú, bandida, lo hacías de maldad. Se te caía todo de las manos: que si un lápiz, un pañuelo, un arete. Estabas torpísima esa noche, pero era nomás por doblarte y verlo cómo se ponía.

Luego fue llegando la gente, las felicitaciones a la cumpleañera. Pusieron a la Billo’s. Guaracharon. Se tiraron grajea unos con otros, como en cualquier cumpleaños.

Vitico, en su rincón, no te quitaba los ojos. Y tú meneando el rabo con Ramiro, o con Néstor, o Albino. Hasta a mí me sacaste.

Finalmente, el pobrecito se apartó para seguir desde allá atrás, en una sola zozobra.

La fiesta estaba cada vez más animada. Las polares iban y venían, y Vitico seco, alejado de todo. Nomás estaba allí para mirarte.

A media noche se prendió una batalla campal de pasapalos. Albino sacó una navaja y se lo tuvieron que llevar a rastras entre varios.

Luego vino la torta. La cumpleañera Lourdes mostró que a sus sesenta tenía aliento de sobra todavía.

Ayudaste a cortar y a repartir y (por supuesto) fuiste tú en persona quien se acercó hasta allá, hasta el rincón más apartado de la fiesta, en el patio, donde Vitico estaba sin haber bailado, sin haber conversado ni comido en toda la reunión.

Al parecer fue “Gracias” lo que dijo cuando le diste el plato de cartón. No se le entendía casi, porque su voz era un ruidito pasmado; porque Vitico no era voz ni manos ni corbata prestada: solamente un par de ojos, engordados como esos globos que decían desde el techo Feliz Cumpleaños.

Casualmente, los tacones te tenían maltratada. Y casualmente también, había una silla desocupada al lado de Vitico.

No sé cómo hiciste para atajar la risa que venía subiendo como erupción a tu cara, pero cuando dijo “Señorita ¿podría hablarle?”, contestaste, muy seria, sobándote el pie como correspondía a una vampiresa extenuada por tanta Billo’s seguida, “Cómo no, señor Víctor. ¿Víctor es su nombre, verdad? Dígame, con confianza. ¿Necesita algo? ¿Una cervecita? ¿Un ron?” Y Vitico “No, no es eso, permítame un segundo; no es eso”.

Debe anotarse que estaban en el fondo de la casa. Que había matas. Que era tarde. Que un bolero llegaba desde adentro, y los pies arrastrados, y las voces alejadas en el baile como propiciando. Que tú ondulabas el torso y que el vaivén con que seguías la melodía se acentuaba en tus senos. Que eras ciertamente bella y que el claroscuro que bajaba de las matas y de ningún bombillo cercano te daba un aire que trancaba los grumos de palabras en la boca de él.

Lo intentó varias veces.

Comenzaba, se ponía colorado, frenaba en seco. Volvía a comenzar.

Aquello excedía todo aguante y soltaste la risa. Mejor dicho, la risa se te soltó por todo el cuerpo: te doblaba; te alzaba como si una brida; se volvía terremoto en tus pechos.

Y Vitico entonces se puso digno y perdió la gaguera de repente, para declarar, con voz clara, de locutor graduado: “Estas cosas no se pueden decir”. Y para corroborarse, te arrancó de un zarpazo el escote.

Fue tan veloz y vehemente que cuando que cuando acudieron ya tenía que cumplirte, por señorita y por menor.

 

*Maracaibo - Venezuela

 

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