AUTORREPORTAJE No
es la primera vez que lo hacen, y me temo que no será la última,
malditas sean. Estoy leyendo tu correspondencia cotidiana como me gusta,
solo y fumando, y a veces miro la casa de enfrente donde numerosas palomas
se pasean con las manos en la espalda como las vio Jean Cocteau, pero
capaces de inventar unos ballets amorosos que nos estarían vedados a los
humanos en tan incómoda posición. Justo al final de la pirámide postal
encuentro una carta de Eduardo Galeano y otra de Vogelitis, y en el
preciso instante en que me entero de que quisieran una entrevista para
Crisis zas el timbre y son los monstruos una vez más, enfundados en
sobretodos como para cruzar a pie el estrecho de Bering y ese aire de
suficiencia que les conozco dema—siado.
Imposible negarles el café y el coñac
que reclama la intemperie, con lo cual Calac se instala en el mejor sillón
y empieza a mirar mis discos mientras Polanco elige los libros que se va a
llevar como de costumbre sin la menor intención de devolverlos. Es fatal
que la entrevista me la harán ellos y que yo me someteré con inútiles
gruñidos, máxime cuando Polanco ha empezado de entrada a tomarme el pelo
después de alcanzarme la fotocopia de una reseña sobre un libro mío
publicado en Detroit. Michigan.
—Che ñato, —dice Polanco sirviéndose
un segundo coñac de tamaño natural— ahora resulta que además de
argentino y francés, este, es el internacionalismo pagado por alguien, no
me vas a negar.
—No le revolvás el facón en la
buseca —aconseja Calac que parece decidido a elegir entre quince y
diecisiete discos de excelente música barroca—, ya bastante lo
escorcharon cuando estuvo en la Argentina y a cada momento venían a
explicarle que al fin y al cabo el harakiri dolía menos que la vergüenza
y que en el peor de los casos siempre estaban las pastillas o los pasos a
nivel.
—Bah, eso no es nada —digo yo—,
cada vez que me enarbolaban la enseña que Belgrano nos legó se vino a
descubrir al cabo de cinco minutos que los muchachos simplemente no conocían
el principio de la doble nacionalidad y que se quedaban más bien
confusos, la prueba es que terminábamos siempre como ustedes y yo ahora,
con la diferencia de que eran ellos los que pagaban el café y la caña
seca.
—Hace alusiones insidiosas —le
dice Polanco a Calac—. Como si uno pretendiera quedarse a almorzar
—dice Calac—, y eso que ya más o menos vendría a ser la hora.
—Ha perdido toda originalidad, te
das cuenta. En vez de invitarnos derecho viejo, pensar que le trajimos el
recorte yanqui sacrificando nuestros propios archivos, che.
—¿Vos por qué decís che?
—pregunta inesperadamente Calac—. Justamente a éste otra de las cosas
que le reprocharon cuando su último libro es que el che ya casi no se
emplea y él en cambio dale que va. En esa forma le estimulás los atrasos
lexicográficos, hermano, al final es un amigo, qué tanto, aunque esté
en pie lo del almuerzo y esas cosas.
—Bah, si se trata de criticarme, lo
del recorte es otro golpe bajo —les digo—. De lo que deberían
convencerme ustedes es que el empleo de recortes revela el agotamiento de
la capacidad creadora, y en cambio ya me han dejado poner uno de entrada
en la entrevista.
—Resuella por la herida —le dice
Calac a Polanco—, desde que le enseñamos esa señera reseña preñada
de saña que sobre el Libro de Manuel le hizo en Clarín una nena que ya
no me acuerdo.
—Yo sí —dice Polanco con sádica
satisfacción—, y qué te cuento del pesto, madre querida. De los
recortes le dijo que estaban pegados en forma desmañada, te juro que
(sic), mirá en tu colección el ejemplar del 9/8/73.
—Y eso —digo yo— que los pegué
con esa goma que huele tan rico a almendras amargas, olor que sin duda
deben tener los pelícanos a juzgar por la etiqueta. La nena, como
irrespetuosamente la definís vos, se llama Alicia Dujovne Ortiz, aunque
andá a saber por qué una revolucionaria tan vehemente usa doble
apellido, y se pasó tres columnas dándome consejos, el más importante
de los cuales es que me vuelva a mi cuarto y a mi identidad pequeño
burguesa de "hombre de letras", puesto que jamás tomaré el
fusil (sic). En esto no se equivocó, porque ni a mí ni a un montón de
escritores se nos ha ocurrido que nuestros libros sólo pueden ser útiles
si primero "nos agarramos a balazos con el imperialismo". La
cosa ya es tan obvia que cansa repetirla, pero te voy a decir que como
conozco excelentes poemas de esa chica (y me divierte que los haya
publicado nada menos que en una editorial que se llama Rayuela), me da un
poco de pena que siga pasando un disco tan escuchado. ¿No me creés, vos?
Mirá este pasaje que voy a tratar de pegar de la manera menos desmañada
posible para que Alicia no se enoje de nuevo.
—Mirá —dice Calac, más bien
cabrero—, a mí tu libro no me pareció gran cosa, pero de ahí a llevar
el masoquismo hasta el punto de dar a leer por segunda vez un ataque de
tantos megatones, hacerme un poco el favor. ¿Somos argentinos o qué?
—En fin —alcanzo a insertar—,
que conste de paso que no estoy polemizando concretamente con Alicia, sino
que a través de ella apunto a la legión de aristarcos más bien
baratieri que en vez de mare sus propios goles se van a la tribuna a
tirarles botellas a los jugadores que no hacen lo que ellos mandan.
—A lo mejor tiene razón —dice
Polanco, que siempre se pone de tu lado cuando me la arriman demasiado—.
Es bastante insólito que en nuestros pagos un tipo no tenga úlcera ni se
precipite al analista porque el presbítero Mujica, un tal Revol o esa
nena lo sacuden contra las cuerdas. O elogios o silencios: esa es la regla
de oro.
—En el fondo es un vivo —resume
Calac—. Saca a relucir ataques para contragolpear con la ventaja del que
pega último, por escrito se entiende. Claro que la culpa la tenés vos,
porque esta no es una manera de hacerle una entrevista.
—¿Yo? —brama Polanco—. Fuiste
vos el que empezó con lo del pasaporte, yo venía dispuesto a preguntarle
después del almuerzo cosas tales como si los últimos escritos de Ronald
Barthes repercuten en su traspasamiento espiritual o en su semiótica más
estructurada.
—Mi respuesta es muy sencilla
—digo—. No hay nada para almorzar.
—Ya ves —protesta Calac—, hay
que hacerles preguntas fáciles y en una de ésas quién te dice que saca
los sándwichs. Yo por ejemplo le quería preguntar así nomás, blandito
y sin forzar el ritmo del combate, cuáles son, maestro, sus actividades
del momento. ¿Puede saberse sin indiscreción si prepara algo?
—Un libro de cuentos.
—¿Otro más? —dice Polanco con
delicadeza.
—Sí. Se llama Octaedro y va a salir
muy pronto.
—Qué bien —me felicita el
desgraciado de Calac—. ¿Y puedo preguntar si esos cuentos continúan,
vamos a decir así, la línea?
—¿Cuál línea? Ah, ya veo. No, son
más bien cuentos fantásticos, de "una tersa escritura sabiamente
burguesa que alcanzan el máximo nivel de lo correcto que suena a perfección,
etcétera; para el final de la descripción de mi estímulo mirá la reseña
de que hablábamos.
—Te voy a decir una cosa —produce
Polanco "Lo fantástico ha dejado de interesar en América latina, la
realidad supera de tal modo a la ficción que tus cuentos van a caer como
sopa fría. Ahora nosotros estamos en el testimonio, che, en las
aportaciones al proceso geopolítico, somos los hijos de Sánchez. Ya es
tiempo de que te enteres que el conde Drácula anda de capa caída, cosa
que no le gusta ni medio aun vampiro porque pierde la pinta.
[...]
—...¿Querés que te cuente otra
historia fantástica?
—Madre querida —dice Polanco.
—Esta es más bien al revés. Yo
empecé por escribir un cuento hace muchos años, y el otro día recibí
una carta de uno de sus personajes, un tal John Howell.
—Aquí tenés el encabezamiento, le
podés escribir si no me creés: —manda Calac—, desde hace un tiempo
el inglés se mezcla con el sánscrito y otras lenguas antiguas en la que
estoy sumido.
—Más bien te la resumo, porque si
no Galeano se va a enojar por el papel que le traigo a Crisis. La carta
consta de cuatro puntos. En el primero se dice que la persona en cuestión
estuvo poco antes en París y que como hace años le gustan mis libros,
aprovechó para comprar y leer Rayuela y los cuentos que se desarrollan en
esta ciudad. A su vuelta a Nueva York leyó por casualidad una reseña de
Todos los fuegos el fuego que acababa de publicarse en inglés, y se enteró
de que contenía un cuento titulado Instructions for John Howell. Como
segunda cosa apunta que hace rato que trabaja en un libro muy extenso, en
el que la palabra "Instrucciones" tiene una resonancia especial
para él. En tercer lugar, te acordarás de que el narrador de mi cuento
va a un teatro donde lo inducen a improvisar un papel, el de "John
Howell". Mi corresponsal visitó el año pasado a un amigo que dirige
un teatro en Nueva York, y aunque jamás había trabajado como actor,
aceptó participar en una obra que su amigo tenía planeada y que él podía
ayudarle a completar desde el punto de vista del personaje: así fue, y
John Howell apareció durante tres meses en escena. El último punto de la
carta es que mientras estaba en París, Howell empezó a escribir un
cuento que de alguna manera tendía a reflejarme a mí dentro del contexto
de la ciudad. Por eso decidió proceder sin rodeos, y el personaje de su
cuento terminó llamándose como yo y siendo yo mismo. Por supuesto,
Howell termina su mensaje confiándome su perplejidad, su sentimiento de
lo que él llama "una ficción ampliada", y también "una
magia estructural que de alguna manera se prolonga desde los libros a la
vida".
—En realidad —le dice Calac a
Polanco—, nosotros no vinimos a preguntarle esta clase de cosas, vos
fijate cómo se va colocando en el terreno que más le conviene, es el
Archie Moore de la labia.
[...]
Ya están en la puerta llevándose
gran parte de mis pertenencias, cuando Calac me larga una mirada al bies y
me pregunta:
—¿Y cómo anda el boom, maestro?
—Mejor que nunca —le digo
satisfecho de que al fin me hagan una de las grandes preguntas del día—.
Nos hemos organizado de la manera más perfecta, partiendo del principio
general de llevar a la práctica Las fábulas que a lo largo de estos años
urdieron esos intelectuales que tanto se preocupan del porvenir de los demás.
Esto no lo publiquen: nos reunimos cada tres meses en hoteles de
superlujo, eligiendo cada vez una ciudad diferente en la que podamos
organizar nuestras orgías sin llamar la atención. García Márquez,
Fuentes, Vargas Llosa, Asturias, Carpentier, y yo (generosamente aceptamos
de cuando en cuando a dos o tres más, cuyos nombres me callo para no
herir a otros postulantes) discutimos la situación con nuestro gerente
general, que nos fue recomendado por Lucky Luciano himself y que tiene
certificados de Onassis y de Spiro Agnew. Nuestras acciones están dando
dividendos satisfactorios; Feisal nos consulta para lo del petróleo,
hemos comprado tierras y propiedades en todas partes, y de cuando en
cuando donamos algún premio o algunos derechos de autor por aquello del
qué dirán. Yo he agregado otros cinco pisos y dos ascensores a mi
suntuosa residencia de verano en Saigon que, como se sabe, no es más que
una manera de disimular que de allí estoy a un paso de mi yate en
Marsella, que me lleva hasta el castillo que tengo en el sur de Italia y
en el cual guardo secuestrada a una chica de quince años (algunos
sostienen que es un chico, y me parece bien mantener el suspenso). Con eso
y la salud, ya te darás cuenta.
—Nos arruinó el almuerzo —dice
Polanco.
—Son mentiras pero lo mismo te
alteran el jugo gástrico —murmura Calac—. En realidad antes de
retirarnos tendríamos que haberle preguntado qué piensa de la situación
nacional, ¿no te parece?
—Hum —dice Polanco, y me mira
despacito.
—El error —digo yo sabiamente—
es hablar de situación, palabra que da una idea de emplazamiento fijo, de
cosa más o menos definida, situada, cuando por lo visto en la Argentina
todo se desplaza, vira, tantea dentro de un panorama cada vez más
moviente y complejo. Si este vocabulario les gusta, agregaré que el
optimismo crítico que tantas veces marcó mis opiniones cuando estuve por
allá en la época de las elecciones presidenciales, no se ha modificado
en lo esencial, aunque el componente crítico tienda a tener mucho más a
raya un optimismo que resultó prematuro.
En ese entonces creí (y mi fe en lo
mejor del pueblo sigue siendo inquebrantable) que el proceso se iba a
acelerar rápidamente en la dirección que ustedes saben: conmigo lo creyó
también una cantidad de gente que hoy se ve obligado a un duro compás de
espera y que incluso sigue en la obligación de apoyar un estado de cosas
que ha de resultarle bien amargo. ¿Pero qué significa, en la historia
como en la música, un compás de espera, sino esa tensión que duplicará
luego la fuerza del avance de la melodía? Ya ves, no puedo pensar lo histórico
sin imaginarlo en términos estéticos, es evidente que Pitágoras no ha
muerto. Me acuerdo ahora de que en ese cuento mío que se llama Reunión,
el Che sentía que un determinado cuarteto de Mozart contenía el dibujo
de sus ideales y sus esperanzas. Y a propósito, supongo que saben que la
Junta chilena me quemó un librito de bolsillo que incluía a Reunión
entre otros relatos y que se iba a vender en los quioscos por unos
centavos, como parte del formidable trabajo que estaba cumpliendo el
gobierno en el plano de la cultura popular. Cuando leí que también los
libros de Jack London habían caído en la hoguera me quedé estupefacto,
pero después me acordé que mi cuento tiene un epígrafe de La sierra y
el llano en el que el Che piensa en un personaje de London, y deduje que
entre él y yo lo arrastramos a las llamas al pobre Jack, vos fijate las
atrocidades de que es capaz la pérfida literatura marxista.
—Empieza a perder el aliento —dice
Calac—, vámonos antes de que cierren los boliches.
—No dijo gran cosa —observa
Polanco—, y en cambio nos da todas estas fotos para llenar los penosos
huecos de su pensamiento.
—Me las pidió Galeano, che. —¿Te
pidió una con un hipopótamo en los brazos?
—Hipopótamo tu abuela. Es mi
cronopio más querido, completamente verde y lleno de inteligencia. Entérense
de que en Estocolmo hay un grupo de españoles de izquierda que hace más
de diez años fundaron un Club de los Cronopios; nunca he podido ir a
verlos pero no importa porque lo mismo estamos juntos, cosa que muchos no
comprenden si no te ven la cara todos los días. Cuando Pablo Neruda volvió
a recibir el Premio Nobel, me contó que los del Club le regalaron un
cronopio de felpa roja, que él guardaba con cariño y que naturalmente le
habrán quemado en Chile; unos días después me llegó un paquete postal;
con un cronopio verde; creo que comprenderán ahora por qué lo tengo en
los brazos, por qué lo guardaré siempre conmigo, y comprenderán también
este texto de Pablo que nació de una hoja de libreta, se agrandó hasta
dar un póster del Club, y volverá a reducirse para que Crisis pueda
mostrarlo.
—En fin —dice Calac—, las cosas
más interesantes las venís a eruptar cuando ya estamos en la escalera.
—Aprendan a hacer entrevistas, qué joder. Les podría decir muchas
otras cosas, pero no falta gente que las está gritando desde los cuatro
rincones del planeta y no hace tanta falta que yo las repita. Tomá, por
ejemplo, llevate esta página de La Opinión del 2 de enero, donde Miguel
Cabezas cuenta la forma en que los militares chilenos mutilaron y
asesinaron a Víctor Jara. Ya sé, ni ustedes ni yo podemos echar abajo a
la Junta; pero en cambio podemos luchar contra el olvido fácil, la vuelta
de hoja de todo lector de la historia. ¿No les ha llamado la atención
que de todos los que escriben en pro o en contra de mi Libro de Manuel,
NINGUNO se ha referido concretamente a las muchas páginas finales donde,
en columnas paralelas, se detalla el horror de las torturas en la
Argentina y en Vietnam? Dan ganas de elegir entre varias hipótesis: 1) Qué
poco les importa puesto que no les tocó a ellos; 2) Que los jode que yo
haya equiparado a los torturadores argentinos y a los yanquis, mostrando
que no hay ninguna diferencia esencial; 3) Que los archijode que les
jabonen el piso literario con evidencias históricas o, viceversa, que les
jabonen la historia con una novela que no niega su condición de tal.
Elijan nomás, yo pienso en Víctor Jara, en el caso Garretón, en tanto
de lo que sigue pasando en casa y fuera de ella. Aquí, en todo caso,
estamos haciendo lo posible para que en Europa se siga con la vista fija
en Chile; sólo así se irán dando las condiciones para poder terminaren
un día no lejano Con esa ralea de asesinos y de fascistas. Ya ves, el póster
de Pablo no era una fantasía de poeta. Detrás de su liviana broma estaba
latiendo la premonición de lo que iba a suceder muy poco después: los
dogmáticos, los siniestros, los acurrucados, los implacables. Claro que
no quisiera que tomen frío en la escalera, de modo que buen provecho y
todas esas cosas.
Nota publicada en la revista "CRISIS",
marzo de 1974. Fuente: La Maga
Calac y Polanco sos dos personajes de "62/Modelo para armar"
|