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       ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


 


Cartas echadas

cuento de Lilián Cámera

Primera Mención del V Concurso de Cuento Breve de la Feria del Libro de Punilla

   





 

Desde chica había tenido pesadillas recurrentes.

Habían comenzado a los cuatros años, cuando se despertaba con un  aullido ensordecedor. Su madre corría a abrazarla y la arrullaba para calmarla, terminando con las telarañas del sueño que la envolvian como un sudario pegajoso.

Al principio ni siquiera sabía explicarlas, en su corta experiencia de vida las imágenes se le escapaban, como si mirara una película de mayores hablada en otro idioma.

A medida que fue creciendo fueron tomando forma y se asentaron con una contundencia feroz, eran  inequívocas y por eso mismo más terribles.

No podía decirse que esa carga se debiera a una infancia desvalida o a un trauma por algún suceso desafortunado. Lo más grave que le había ocurrido era un yeso por una caída de la bicicleta a los nueve años y la pérdida de un albúm de figuritas por las mañas arteras de una compañerita de colegio.

Vivía en una casa de dos plantas en Liniers, con sus padres y su abuela materna. A la tardecita salía a la puerta, sentada en los escalones veía jugar a los chicos a la pelota y acariciaba a los perros de la calle que se rascaban las pulgas sobre las veredas.

Transcurría preservada por el soso pero firme cariño de sus padres cuya máxima audacia consistía en llevarla al Italpark un domingo por año o tomar rumbo a La Plata para visitar a sus tíos que ya parecían viejos a las cuarenta.

Por eso se desconcertaban ante los ataques de pánico nocturno y hasta la llevaron a una doctora de la Casa Cuna que la pinchó, la auscultó, la interrogó, la zarandeó de los pies a la cabeza y finalmente la purgó buscando exorcizar los demoñios que la acosaban.

Entonces se dieron por vencidos y se calmaron mutuamente pensando que era cosa de chicos, que ya se le iba a pasar cuando creciera.

Una tarde de febrero, que reventaba en las baldosas del patio, su abuela le daba de comer a los canarios y ella se abanicaba con una revista del Pato Donald . Sin que mediara conversación previa le dijo: "voy a morirme joven". Tenía 11 años y la vieja se la quedó mirando dudosa de aplicarle el consabido moquete o hacerse la sorda. Pero optó por cortarla pidiéndole que no hablara pavadas, que ya era casi una señorita y que las señoritas no andaban por ahi diciendo que la muerte las esperaba  a la vuelta de la esquina.

A la noche, la abuela se encerró en el comedor con sus padres y tuvo que ser serio porque ese comedor solo se usaba en las grandes ocasiones, cosa que en esta familia significa navidad, año nuevo o velorio.

Desde ese día la marcaron de cerca, aunque sin estridencias.Asi fue entrando en la adolescencia como una chica retraída,  poco dada a las amistades y llegó a los veinte presagiando lo que sería en más: una solterona sin remedio.

Con el paso del tiempo se fueron dando las inevitables circunstancias de la vida, murió la abuela, despues su padre y años más tarde su madre. La casa que la había cobijado desde siempre, donde ella se había parapetado detrás de los muros para escaparle al miedo al punto de olvidarse de vivir, se le antojó enorme, se le puso ominosa . Los sueños volvieron sin treguas por los pasillos y estaban habitados por los fantasmas de los muertos que la miraban con la misma incomprensión como si la muerte no les hubiera dado la menor pista de lo que podía ocurrirle.

Decidida vendió y se fue al centro, a un edificio de diez pisos en la Av. Independencia. Comenzó a sentir una especie de alivio, nunca más volvería al barrio y a las veredas tranquilas.

En el mismo piso vivía un muchacho de una timidez extrema, apenas se atrevía con voz baja a decirle buenos días o buenas tardes. Tenía un perrito de esos bien atorrantes como los que ella acariciaba de chica, retacón y de colores mezclados que le movía la cola cuando la encontraba en el pasillo.

Con esa excusa comenzaron a hablarse. Al principio era del tiempo o las cosas que hacían falta en el edificio y despues se pasaron libros, se prestaron azúcar, yerba, el diario, se dejaban notitas debajo de la puerta, estaban atentos a los sonidos de las llaves del uno y del otro.

Se sintió contenta, las pesadillas desaparecieron de forma abrupta justo cuando el corazón comenzaba a latirle con fuerza y pensó que era bueno poder ir aprendiendo lo que era enamorarse por primera vez aunque tuviera 38 años, comenzar a hacer planes.

Un día regresó más tarde de lo acostumbrado y en la puerta un hombre con un piloto gris, de cara macilenta, entró con ella al edificio y aguardó el ascensor en un silencio absoluto.

Un leve halo de inquietud la estremeció como si una corriente de aire frío la hubiera sorprendido sin abrigo. Por unos segundos la cara le resultó familiar, envolviéndola en una sensación de deja vú, pero estaba segura de no haberlo visto antes.

El le hizo el gesto para permitirle el paso y cerró la puerta con fuerza marcando el piso diez. Ella no tuvo tiempo de nada. En unos segundos le tironeaba la cartera y ante el gesto de resistencia, sacaba la navaja que le hundiría una y otra vez, mientras una neblina comenzaba  a rodearla y solo atinaba a cubrirse el rostro con los brazos tratando de parar los cortes que venían como avalancha.

Tuvo un instante para pensar que ya no valía  la pena oponerse. Para comprender toda la premonición de sus sueños y entender que su vida había sido solo un suceso de pasos determinados hacia una agonía escalofriante. Y que el amor solo había desencadenado el proceso final como el que agrega alcohol al fuego y enciende la llamarada.

Despues mientras resbalaba hacia el piso empapada en sangre, supo que era aquello pegajoso que la había envuelto desde siempre y entonces vino el clic de la navaja al cerrarse y luego la oscuridad total.

 

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