"Casi siempre se hallan en nuestras manos los  recursos que pedimos al cielo." 
William Shakespeare


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       ARTÍCULOS: ARCHIVO

 


 


Cuatro

por Alejandro José Ramón

Tercer premio del V Concurso de Cuento Breve de la Feria del Libro de Punilla

   




 

Iba por la vida conjeturando, con su casi metro noventa de altura, la imaginación en vigilia y los ojos hundidos y cerrados. A punto tal llegaban sus divagues, que creía que el sistema nervioso central era una monarquía en la que la vista, dominante, tiránica, abusiva, supresora, detentaba el poder absoluto. El oído, el gusto y el tacto, por su parte, encarnaban una clase en decadencia, reducida, sometida, rebajada, que aunque aun podía disfrutar de la música, los manjares y las sedas, se encontraba constreñida, sin posibilidad de desarrollar sus potencialidades. El olfato, en cambio, transitaba por la antesala de la extinción. Sólo el milagro de una flor le hacía olvidar brevemente las desdichas, como los miserables que encuentran su láudano en la borrachera del domingo. Tal vez en su caso, pensaba, los ojos hubieron de ser guillotinados por algún Robespierre, ante la chusma sedienta de venganza, libertad, igualdad y fraternidad, dando paso a un nuevo orden, tras lo cual el resto de los sentidos adquirieron un nivel de perfeccionamiento insospechado.

Sin embargo, siendo capaz de figurarse ciudades, campos, montañas y ríos, la mujer le resultaba indescifrable. En sus fantasías eróticas luchaba por apartar la imagen materna de las otras, a quienes sospechaba en forma fragmentaria e imprecisa, sin saber qué distancia las separaba de la realidad.

El otro sexo era para él una invención, el conjunto de un interior conocido con un exterior inexplorado e incomprensible. Podía navegar el piélago del alma femenina,  podía percibir la agitación de sus más furtivas emociones, pero no lograba siquiera sospechar su cáscara, su envase, su carapacho, su cobertura, a punto tal de llegar a figurarse una humanidad con un solo sexo, en la que las mujeres eran entes inmateriales, fantasías, entelequias, ensueños. Pero la existencia de su madre constituía la prueba irrefutable del error.

También tuvo épocas en las que sospechó que podrían tratarse de esencias desnudas, sin carne, ni huesos, ni vísceras, ni nervios, aunque pronto lo descartó por incompatible con el concepto de ser humano. Finalmente comprendió que al haberlas reconocido valiéndose del olfato, el oído y parcialmente del tacto, sin la ayuda del gusto, disponía de insuficientes datos para efectuar una síntesis confiable.

¿Tendrían piernas, nalgas, cintura, tórax, como los hombres? se preguntaba. Probablemente sí. Oía sus pasos, usaban zapatos, pantalones, cinturones, y chaquetas. Sabía que vestían diferente, que se maquillaban, pero seguían siendo referencias  escasas. Algún día lograría reunir los datos faltantes pero ¿cómo sabría, llegado el momento, cuales eran las hermosas y cuales las feas? Terminó por aceptar que las cosas tenían la forma que él les daba dentro de su mente, frontera de la realidad. La mujer tenía, pues, alma, manos, cara y cabellos, por ahora. El resto eran abstracciones que no lograba disponer, ensamblar, componer, vincular.

Aquella tarde se presentó en su casa una joven pequeña, violonchelista, de manos tibias y suaves, diciendo que traía cuatro poemas que había hallado por casualidad, dentro de una carpeta que llevaba su nombre y dirección. La muchacha le contó que los había leído y que le resultaron más que interesantes. El reportero de los meandros profundos y las exterioridades inexistentes, agradeció la molestia y el cumplido, sin mucho entusiasmo. Elogios parecidos le llegaban de quienes recibían por compromiso sus trabajos, de manos de su madre, al sólo efecto de complacerla y de disimular la conmiseración que sentían por él. Estaba acostumbrado a esta suave hipocresía, forma barata de caridad que tranquilizaba sus espíritus. La aceptaba con resignación, sabiendo que así serían las cosas mientras su madre existiese. Ella seguiría distribuyendo manuscritos, él consintiendo y ellos dándole a su vez, la oportunidad de hacer su propia obra piadosa a bajo costo.

Sin embargo la muchacha había ido más lejos que los demás. Nadie antes, de los muchos que lo felicitaban, habían leído una sola letra, lo sabía muy bien. Ella en cambio recordaba, comentaba, analizaba, se había interesado y eso le hizo cosquillear la punta de sus dedos. Le produjo la sensación de que el cuero cabelludo era pinchado por millones de pequeñas agujitas.

Así las cosas fueron desenrollándose como una alfombra. Del encuentro surgió otro y a este le siguieron conciertos y otras reuniones. Sin notarlo, llegaron a la idea de publicar los poemas, para lo cual debería corregir y agregar algunos más. La consulta con el editor lo colocó en el compromiso de escribir con un límite temporal. El proyecto demandaría horas de trabajo, algo que excedía el tiempo disponible de su madre. La muchacha, que al comienzo se acercaba espaciadamente,  fue aumentando la frecuencia de sus visitas hasta convertirse en la colaboradora imprescindible, con la que debatía temas, opciones expresivas, corregía y sobre reescribía. La escriba anotaba y estaba viva. 

¿Cómo sería ese ser brotado de la nada? comenzó a preguntarse. Reconocía sus pasos, su perfume, la calidez de sus manos y el largo de su cabello. La creciente confianza le permitió explorar frente, labios, nariz y cuello con la yema de los dedos. Aunque la figura cobraba forma, aun seguía groseramente amputada. El conocimiento era exiguo.

Cierta vez, al tocar su hombro involuntariamente, percibió un sutil estremecimiento  y un aroma diferente. Olía una emoción desconocida. Los machos detectaban a las hembras en celo, pero él no podía decir si este era el caso. Eso que distinguía con claridad del perfume habitual, lo excitó. Al día siguiente, ahora con intención,  acarició los cabellos y le tomó ambos hombros por detrás. El aroma volvió a aparecer, más intenso, más diferenciado, acompañando al mismo estremecimiento. ¿Exhalaría él también algún olor especial? Seguramente, pero ella no sería capaz de percibirlo porque su cerebro estaba sometido a la dictadura visual. Aunque el oído estuviese mejor desarrollado que en el común de las gentes y hasta cierto grado también el tacto, por razones inherentes a su profesión, era natural suponer que el olfato estuviese al borde de la atrofia.

Sus manos, que se hicieron cuatro, recorrieron sin resistencia territorio inexplorado. Los otros tres sentidos se sumaron al reconocimiento rellenando baches, y la imagen se perfeccionó con rapidez. Era afortunado, y mucho, al acceder a la representación corporal  femenina, a través de un prototipo de exquisita belleza.

Memorizó el sabor, el olor, el quejido y la rugosidad de cada poro, de cada secreción, de cada región, en cada momento. Registró los accidentes de todos los caminos, los roces de la piel, el fru fru de las sábanas y los cambios de profundidad de la respiración. Correlacionando referencias, armonizando tiempos, cual director de orquesta, logró afiatadas ejecuciones con finales justos.   

Restó toda trascendencia a la inversión hecha, al haber recibido una crítica desabrida, al  escaso esplendor de la venta y a que la edición durmiese en los anaqueles sin ser molestada.  Estaba convencido que sólo se es feliz cuando se desea lo que se tiene. A diferencia de otros, tenía conciencia de serlo. Perdía importancia todas estas pequeñas cosas, o el no comprender lo qué es el horizonte, frente al regalo que la vida le hacía a cambio, colocando a su lado a esa mujer incomparable.

El atardecer se escabullía entre nubes quietas mientras caminaban lento, tomados de la mano. Él, muy erguido, no había querido llevar el bastón, distraído de temores. Cuatro muchachos corrían apurados en sentido contrario, dando saltos de rayuela, casi gritando, palmeándose en las espaldas. Cuatro pasos antes de cruzarse, uno de ellos dijo

            ––Ahí va Sarrasani con su chimpancé  –y se alejaron riendo.

 

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