Cuando las denuncias contra los adultos
golpeadores de chicos ocupan las voces de lectores y oyentes de los medios
de comunicación, surge el mismo comentario: “Es un tema de educación.
Falta educación”.
Cuando los recipientes para desperdicios recién instalados en la ciudad
aparecen rotos, el comentario se repite: “Es una cuestión de educación”.
Sabemos que podríamos multiplicar los ejemplos. ¿Qué se espera de la
educación? ¿De cuál educación? Porque, según este criterio, solamente
el Ministerio de Educación –como ellos se lo imaginan– tendrá
esta responsabilidad a su cargo. Admitiendo que estas respuestas a menudo
incluyen la educación que se espera provenga de las familias.
La educación sería la responsable por todas y cada una de las
situaciones catastróficas o decadentes que nos aquejan y las que
fabricamos.
Quienes así hablan, ¿qué recuerdan de sus aprendizajes escolares? ¿Los
manuales? ¿El Himno cantado en el patio de la escuela? ¿Las tablas de
multiplicar? ¿O tal vez las clases de Instrucción Cívica y los valores
morales? Ante mi pregunta, los que agitan el tema responden: educación
es todo lo que se aprendía en la escuela, estudiar, respetar las
costumbres, todo el clima escolar que deberá impregnar por siempre a la
ciudadanía.
¿Qué relación existe entre aquello y el mundo actual?
Esa pregunta –que no se hacen quienes insisten con la educación como
expresión lanzada al voleo y manteniendo como referentes las experiencias
del pasado– constituye un punto de inflexión; que no tiene en cuenta el
impresionante cambio social, cultural y económico al que asistimos. No
incorporo una idea nueva, pero interesa llamar la atención a quienes
insisten en “la educación” tratando de proyectar en otros las
responsabilidades de los cambios que sorprendieron a los adultos, pero que
cada día incluyeron a los chicos que no tienen el pasado como referente.
La educación no sólo atraviesa cada uno de los ámbitos de la vida, sino
que es la guía orientadora para moverse y desarrollarse en ella. Pero ¿qué
índole de educación?
La información ya no es patrimonio de la escuela y el conocimiento no
se construye exclusivamente en sus corredores. La inclusión de las
computadoras en las aulas no define el progreso en la educación, sino
apuesta a la adquisición de competencias en el uso de las diferentes
tecnologías.
La educación es el recurso máximo para lograr dichas competencias que se
relacionan con empleos y empresas propias de la época, permanentemente
modificados por las necesidades que las modas y las producciones imponen. El
trabajo fijo, garante de otros tiempos, queda lateralizado por el
arrasamiento de las nuevas especialidades: aparecen los técnicos en
materias y áreas que antes no se conocían.
Los alumnos viven en red con tecnologías que obligan a modificar las
estrategias de enseñanza; las agrupaciones estudiantiles,
interconectadas, jaquean continuamente el ordenamiento jerárquico,
verticalista, de la escolaridad habitual: definen entre ellos aquello que
les importa estudiar y lo que estiman necesario aprender.
La jerarquización de los saberes se ha modificado y algunos programas
escolares lo evidencian, mientras otros mantienen contenidos
tradicionales. Los patrones culturales no responden a lo conocido y
estipulado: los chicos llegan a la escuela con el cabello teñido, con
tatuajes, con aritos y piercings en cualquier parte. El poder hegemónico
de las directoras y directores tuvo que entrenarse en negociaciones
insospechadas para mantener la asistencia de sus alumnos.
Los docentes, formados didáctica e intelectualmente en otros tiempos
quedan expuestos a desconciertos mayúsculos de los cuales sus alumnos son
testigos.
Al mismo tiempo, la persistente lucha en favor de los derechos humanos
logró que se instalaran las Convenciones internacionales que promueven la
igualdad de oportunidades para tod@s, lo cual incluyó en las escuelas a
quienes durante décadas se consideraron marginales. Desde los chicos en
situación de calle hasta niños y niñas con discapacidades que históricamente
habían sido segregados de la educación compartida.
Los discursos acerca de las distintas violencias que hemos puesto de moda
se concentran en describir la denominada violencia escolar como si
fuese ajena al resto de la cotidianidad y aún hoy se piensa que las
violencias provienen de los márgenes de la vida social. Cuando en
realidad la violencia no es marginal sino central. Funciona en el corazón
y en los riñones de las prácticas sociales y se acompasa tanto con los
hechos tremendos cuanto con las opiniones simplificadoras de quienes
reclaman “más educación”, asociando educar con reprimir, ordenar canónicamente
y regular las aspiraciones de los escolares mediante la regla de tres
compuesta. Convencidos de que así disminuirá la violencia contra las
mujeres y contra los chicos, que las organizaciones que luchan por los
derechos de las víctimas ya no tendrán razón de ser, que la
redistribución de los bienes de los poderosos haciendo justicia con los
excluidos surgirá de la casita del hornero y que los líderes políticos
sólidos e incorruptibles bajarán de la Santa María, la Niña y la
Pinta.
La escuela, que ha modificado su hegemonía respecto del conocimiento,
reclama la comprensión y actualización de la ciudadanía para hacernos
cargo de la época. Atravesamos tiempos en los que lo público ha sido
catapultado por lo privado en múltiples ámbitos; en que los organismos
internacionales –con los que no necesariamente tenemos que pelearnos–
regulan con sus subsidios una parte de la educación en América latina de
acuerdo con proyectos regidos por la productividad y los mercados.
Es decir, estamos ante la creación y aparición de nuevas
subjetividades de quienes son estudiantes y jóvenes ciudadanos que no
responden a la educación que los críticos y opinadores espontáneos
solicitan.
El indudable esfuerzo de quienes conducen las reformas educativas actuales
avanza en incluir lo que la época demanda pero, al mismo tiempo, no es
sencillo convencer al estudiantado que existe el interés común, aquello
que la comunidad precisa, y que probablemente sea una idea que roce el
discurso de quienes priorizan la educación que ell@s imaginan para
mejorar las cosas.
Insistir en la persistencia de aquellos modelos que están en el
recuerdo de quienes reclaman conduce al estancamiento de la comunidad y se
transforma en otro obstáculo que deben enfrentar los diseñadores de
nuevos proyectos educativos. Incluir a estos agitadores de la educación
nostálgica es parte de la tarea, reconociéndolos como partícipes de un
contraproyecto que no es malintencionado, pero sí riesgoso como
idealización de un mundo distante y ajeno del actual que nos reclama
actualizados.
Gentileza de:
http://www.pagina12.com.ar/
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