"Casi siempre se hallan en nuestras manos los  recursos que pedimos al cielo." 
William Shakespeare


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A ras de cielo

por Sergio Turovetzky

Segundo premio del V Concurso de Cuento Breve de la Feria del Libro de Punilla

   




 

No puede decirse que estemos separados.

En rigor no vivimos juntos,  pero nunca dijimos de separarnos.  Nos amamos . . . No existe ningún motivo.  Además, nos vemos a diario. Ella viene a casa, y también yo subo  a buscarla. Y ella me ve, siempre. Y viene a mi encuentro. 

¿Cómo podría yo haberle hecho algún daño ?

Es cierto que hubo muchos detalles que considerados con más atención, podrían haberme dado indicios de lo que sucedería.

Pero . . .  Qué se va uno a imaginar.

Ella decía siempre cosas como, por ejemplo:  "Vos ves todo desde muy cerca. Tu visión es demasiado estrecha."  - o bien-   "Para comprender a las personas y los hechos, es mejor alejarse un poco.  Buscar horizontes más extensos.  Elevarse por sobre las pequeñas vanidades y los grandes  egoísmos."  

Pero yo siempre interpreté sus expresiones y sus actitudes como rasgos de su modo de pensar, podría decir que de su filosofía. 

Como cuando decidimos comprar una vivienda un poco más cómoda que la teníamos. 

 Yo quería una casita, algo amplio.  Pero ella insistió en un departamento y no quiso ninguno de todos los que vimos hasta que dimos con ése, en el piso veintisiete, que Usted conoció hoy.

Miraba hacia afuera.

Pasaba horas en silencio frente a las ventanas, como si lo que viera tras los vidrios fuera un dilema.   Muchas veces desperté de madrugada, porque sentía sed o algo así, y la encontré observando la noche o el amanecer a través de los cristales.

Yo la acariciaba por las noches, y ella respondió siempre a mi caricia;  y a pesar de la oscuridad, podía ver sus ojos buscando las alturas . . .  el infinito.

"Como un pichón."  -susurré alguna vez sintiendo en la mano lo suave y sedoso de su vello-   " Como el plumón de un pichoncito ."   - y adiviné su sonrisa en la penumbra.

Otra cosa sugerente fué su afán por tener plantas, grandes plantas en casa y, al mismo tiempo, su reticencia a tener animales.

"No es lugar para perros ni gatos."  -sostenía-  "Hacen ruidos, ensucian y rompen."  -pero yo sé que en realidad sentía terror, un terror irracional,  sobre todo por los gatos.

Pero la vez que la vi ponerse muy mal fué ese día en que me le aparecí con un zorzal, negro y hermoso, que desde hacía tiempo me cautivaba en la vidriera de la pajarería.

"¿Pensaste alguna vez que ese animalito está acostumbrado a recorrer decenas de quilómetros en el día ?" -me dijo cuando regresé de devolverlo-   "¡Y nosotros lo metemos en una cajita con barrotes de hierro,  en la que apenas puede dar un par de saltitos!     ¡No sabe cómo, pero si supiera, ¡se mataría!"  -asestó, terminando para siempre con mis deseos de agregar un animalito a nuestra vida de pareja.

La última vez que hablé con ella fué hace unos . . . dos meses.        Llegué a casa alrededor de las siete de la tarde, oscuro ya por la inminencia de una tormenta.

"La señora ya llegó."  -comentó el portero al verme entrar apurado.  Subí hasta el departamento pero allí no había nadie,  y supuse que habría ido a la terraza a recoger la ropa tendida.  Efectivamente, allí estaba,  pero no habia ropa para recoger.

Parada frente al parapeto que da al sur, recibía con deleite el viento en la cara,  -sé que ama el viento-  y tenía los brazos abiertos, ligeramente hacia atrás . . .  como para volar.

"Ya voy."  -murmuró cuando tomé su mano, y yo bajé pues entendí que deseaba estar sola, tal vez considerando alguna decisión que debería tomar. Y la esperé en casa.

Pero no vino.  Esa noche no vino.

Cuando al amanecer volví a subir a la terraza y la encontré caminando sobre el parapeto, me detuve subitamente por temor a asustarla, pero ella sólo me miró, con sus ojos mansos y crédulos.

Y habrá visto usted el ventanuco abierto en la cocina.

 Es que ella viene,  todos los días,  y se cuela por allí para tomar agua de la canilla que gotea, y a comer el maíz que yo dejo siempre en un platito.

Yo sé,  Su Señoría, que todo ésto sonará como una delirante fantasía en sus oídos.  Y que sus presunciones están fundadas en el hecho de que en nuestro departamento están todas sus cosas, sus documentos, sus ropas, sus libros,  sus joyas, pero ella no está.

Por éso quisiera que me acompañara alguna vez, cuando ella viene a verme,  a comer y a beber . . . Y así disiparía usted todas sus sospechas. Me vería entonces acercarme a ella y rascar suavemente su costado y su cuello, allí donde el plumón es tenue y sedoso como el de un pichoncito.

     Y la vería a ella,  con su inconfundible gesto de amor, responder a mi caricia y observar los infinitos, inclinando su cabeza y entrecerrando apenas sus redondos ojos negros.


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